John le Carré
“El infiltrado”
John le Carré, de su libro 'El infiltrado', (Foto de 'standard.co.uk') |
Nombres, había dicho Rooke: nombres y números. Jonathan se los proporciona a manos llenas. Para los no iniciados puede que a primera vista sus aportaciones parezcan triviales: apodos entresacados de las tarjetas de los invitados a la mesa de Roper, conversaciones escuchadas a medias, una carta apenas entrevista en el escritorio del jefe, las propias anotaciones de Roper sobre el quién, el cómo y el cuándo.
Tomados aisladamente, tales retazos de información son como migajas al lado de las suculentas fotografías que Pat Flynn ha sacado de los ‘spetsnazs’, mercenarios llegados al aeropuerto de Bahamas, o de los escalofriantes relatos de Amato acerca de los tumultos organizados por Corkoran en los antros de Nassau, o de las letras bancarias interceptadas de entidades financieras respetables, donde constan decenas de millones de dólares dirigidos a empresas extranjeras de Jersey emparentadas con Roper.
Pero, debidamente ensamblados, los informes de Jonathan proporcionaban revelaciones tan sensacionales como cualquier golpe de efecto. Tras una noche en ello, Burr proclamó que le daban ganas de vomitar. Al cabo de otras dos, Goodhew comentó que no le sorprendería enterarse de que el director de su propio banco se presentaba en Panamá con una maleta llena de efectivo perteneciente a sus clientes.
No se trataba tanto de los tentáculos que habitaban aquellos paraísos, cuanto de su habilidad para penetrar en los más recónditos santuarios lo que los tenía a todos estupefactos. Era el hecho de que estuvieran complicadas instituciones que hasta ahora incluso Burr consideraba inviolables y nombres de políticos y empresarios que estaban por encima de toda sospecha.
Para Goodhew, era como si el mismísimo boato de Inglaterra estuviera viniéndose abajo delante de sus narices. Mientras se encaminaba penosamente a su casa a primera hora de la madrugada, se paraba a mirar febrilmente un coche de policía aparcado y se preguntaba si todo lo que diariamente se contaba no sería pura invención de periodistas y descontentos.
Al entrar en su club, veía a un eminente banquero o a un operador de bolsa conocidos suyos y – en lugar de saludarles alegremente con la mano como habría hecho tres meses atrás – los examinaba con expresión ceñuda desde la otra punta del comedor, preguntándoles mentalmente: ¿Eres otro de ellos? ¿Y tú? ¿Y tú?