Rosario Bautista y José Antonio Imbernón
APDHA
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Cárcel de mujeres de Alcalá de Guadaira (Sevilla). |
Cuando escuchamos las palabras “prisión”, “cárcel” o “centro penitenciario” se nos viene a la mente la imagen de un hombre de mediana edad, con tatuajes, desaliñado, con el típico mono naranja, tan habitual en la pequeña y gran pantalla. Pero la verdad no es esa; es más, a través de estos estereotipos ocultamos extensas realidades del mundo penitenciario, tan ajeno a la vida cotidiana, que son esenciales para comprender la sociedad como tal.
Dentro de este mundo tan lejano para la mayor parte de la población debemos destacar una fundamental: la mujer en la prisión. Como tal, la figura femenina en el derecho penitenciario español no ha sido muy estudiada; incluso podríamos decir que el ordenamiento jurídico la ignora. Tal y como apunta la investigadora Ana Ballesteros -perteneciente a la Red de Temática Internacional sobre Género y Sistema Penal- “en nuestro país la política penitenciaria ha sido diseñada para el preso mayoritario, que es el varón”.
De ahí que debamos atender a las consecuencias derivadas de este sistema heteropatriarcal que acaba atentando contra el principio de reintegración social del derecho penal y que lo único que propicia es un aumento de la población femenina marginada en la sociedad. Nos gustaría recordar que España, con un 7,8% de población femenina reclusa, encabeza el ranking europeo de población penitenciaria femenina, superando claramente la media europea (aproximadamente un 5%).
Estos datos muestran además una situación alarmante de crecimiento del número de mujeres encarceladas que, según los expertos, se ha incrementado en ocho veces en los últimos treinta años. ¿Podríamos relacionar estos datos con las bases masculinas del sistema penitenciario vigente? Por supuesto. No podemos negar que algo falla en este sistema, pues es evidente que la mujer no resulta “re-educada”, no acaba “integrándose” en la sociedad y que, por eso mismo, no logra superar esta situación, y esto puede acabar conduciéndola a una situación de marginación y exclusión social.
Objeto de discriminación
¿Y cuáles son las razones que nos llevan a este círculo cerrado? Cuando entablamos una conversación con una mujer presa, normalmente por temas penitenciarios, percibimos unos factores comunes en la mayoría de la población femenina interna, como son la etnia; la edad -mujeres de mediana edad entre 30 y 50 años-; la situación familiar, todas ellas con numerosos hijos e hijas -e incluso nietos de esos hijos-, suelen ser madres precoces y abuelas precoces; suelen ser mujeres que sacan en muchos casos solas a la familia porque su pareja ya está en prisión -o no está- y en numerosísimos casos con muy bajo nivel cultural.
Además, una vez en prisión, suelen ser abandonadas a su suerte por la familia, careciendo de apoyo externo. Con este panorama hay que empezar a cuestionarse si el sistema penitenciario dispone de mecanismos que permitan a estas mujeres, cuyas circunstancias personales son, en la mayoría de los casos, muy complicadas, integrarse en la sociedad sin tener que recurrir de nuevo al delito.
Los tipos de mecanismos han de ser distintos y quizás hayan de contemplar, entre otras, herramientas de empoderamiento que valoren sus capacidades y les permita acceder a recursos, ya sean económicos, culturales o asistenciales, que sirvan como un trampolín para su reincorporación a la sociedad. Mecanismos que tengan en cuenta las especiales circunstancias de estas mujeres porque, de lo contrario, el sistema no será más que un reproductor permanente de aquellas causas que las llevó a delinquir.
En definitiva, las mujeres son objeto de discriminación por parte de la Administración, pues además de disponer de las migajas de los recursos que sobran a los hombres, son recursos pensados para estos. Y cuando se piensa en ellas, se les ofrecen talleres de costura, limpieza, lavandería… confirmando así el rol que tradicionalmente se ha concedido a la mujer.