lunes, 22 de mayo de 2017

La Saga de La Encomienda (165)

MLFA
(RPI – Prohibida su reproducción)

Guadalajara (España)

No pensó en la explosión final, Enrique, más previsor y, avezado a buen seguro, en aquellas masturbaciones compartidas en automóviles más destartalados, ya tenía el pañuelo en la mano, listo para cubrir el miembro y proteger tapicería y salpicadero – nunca mejor dicho lo de salpicadero – de su eclosión fisiológica. Aquel hombre se estremecía por momentos y Pablo decidió culminar su ayuda con el mayor de los respetos; a pesar de la sordidez del acto, no le desagradó del todo, lo que le llevó a aceptar la proposición de Enrique; éste, convencido de que una aproximación más íntima le sería aceptada por el amigo, acercó su cabeza hacia el regazo de Pablo al tiempo que descorría la cremallera de su bragueta; Pablo, ligeramente asustado, decidió poner freno a su intento, elevando el rostro del compañero por encima del volante del automóvil y guiando su mano a los entresijos del pantalón y faldones de la camisa, soltando el botón superior para liberar el miembro y dejar hacer a un desencajado Enrique, que le friccionó con exquisita suavidad hasta satisfacerle, mientras el ambiguo Pablo asentía con gemidos de complacencia explícita. 

Se limpió como pudo, con pañuelos de papel que extrajo de la guantera de la puerta del conductor y encendió un cigarrillo que puso entre los dedos del amigo, que permanecía en silencio, cebó otro para él mismo y celebró aquella suerte de soledad compartida con un leve palmoteo en el antebrazo de Enrique; ya habría tiempo de pensar en lo suyo, afianzada la relación a través del sucio intercambio realizado en medio de aquella calle desierta, incómodo claro, pero de alguna forma satisfecho, nadie le esperaría en casa y aquellos manchones en el pantalón de pinzas desaparecerían con un adecuado lavado casero. Enrique parecía encontrarse de mejor ánimo después de aquel vaciado. 

En “Zagala II” se desencadenó la tragedia, de nuevo la planicie volvía a estar en bocas, y esta vez no pudieron ocultar los hechos; dos individuos habían muerto a puñaladas a una mujer de un pueblo de Jaén, adinerada al parecer, con la que se había citado uno de ellos en el hostal de Diego. Se trataba de una cita a ciegas concertada a través de Internet, a la que acudió por razón de curiosidad malsana, al tratarse de un hombre atractivo y zalamero, pero sin el dinero que el tipo aquel le había solicitado para, de consuno, realizar una operación que resultaría muy beneficiosa para ambos. 

Las reservas habían sido confirmadas por el amigo y cómplice: dos habitaciones, en una de las cuales permanecería agazapado este desconocido para ella, de peor presencia que su compañero de chat. La suerte de la pobre mujer estaba echada, no saldría viva de aquel viejo hostal de carretera; el ensañamiento se debió a que había acudido a la cita sin el dinero acordado. 

El asesinato tuvo gran repercusión; otrosí, fuentes del todo mal informadas aseguraban que se trataba de una reyerta en un hostal dedicado a la prostitución, lo cual era una verdad a medias, ya que algunas mujeres de los pueblos de la comarca, venían en ejercer ese viejo oficio por su cuenta y riesgo, sin estar a la disposición de proxenetas, y utilizando los servicios que les brindaban ambos hostales, parcos en preguntas, y limitados a la exigencia de uno cualquiera de los documentos de identidad de cada una de las parejas.

En el hostal trabajaba el marido de Anita, la pequeña de la Isidra; se trataba de un verdadero lince a quien no se escapaba nada, por nimio que fuese, que tuviera que ver con el hostal y los servicios de cafetería, así como de tienda, abiertos día y noche a los viajeros que se dirigían a las provincias andaluzas. Además se daba el caso de que dicho control resultaba necesario, casi imprescindible, al haberse convertido – ellos - en colaboradores de una red de venta de mercaderías, procedentes de receptación, que se extendía desde Toledo hasta Ciudad Real; procedentes del puerto de Barcelona, donde eran reventados algunos contenedores cuya carga consignada consistía en productos de alimentación y bebidas alcohólicas. 

A modo de expertos transitarios, utilizaban la logística propia de la paquetería, cargando las mercaderías sustraídas en furgones de mediano porte, muy bien conducidos por inmigrantes sudamericanos. Se trataba de bandas de asaltantes de camiones, cuyo negocio había caído en picado gracias a la actuación, del todo eficiente, de la Guardia Civil, que, ante la inoperancia por desmotivación de los dotados Mossos d’Esquadra, detenía aquellos vehículos blancos que circulaban a más de ciento cincuenta kilómetros-hora por la autovía del Sur, repletos de placas solares y de motocicletas, tratando de pasar desapercibidos entre los veloces furgones de los chinos, éstos cargados de mercancías de lícito comercio. 

Habían decidido cambiar de mercado al estar las placas solares más custodiadas por vigilantes de seguridad privada en parkings de autopistas catalanas y por la presión de los agentes de la Guardia Civil que llegó a contar con automóviles mercedes y otros vehículos de alta gama que les hacían más operativos