Manuel Puerto Ducet
El remate cutre de la picaresca nacional lo viví en primera persona a raíz del chantaje planteado por Juan Antonio Díaz Álvarez, presidente de SEAT. Este sujeto era cliente de la regional catalana de BANIF —posteriormente imputado por desfalco en su empresa y salvado in extremis por la campana del presidente de Volkswagen, que decidió abortar un escándalo corporativo—. Díaz Álvarez tenía en su cartera acciones procedentes de una emisión de obligaciones convertibles de la sociedad inmobiliaria Cartemar. A lo largo de los años, había sido una de las pocas inversiones fallidas en su cartera, que en conjunto acumulaba importantes plusvalías. Cartemar había desarrollado una gran promoción inmobiliaria en Canarias y, por el parón del sector a principios de los noventa, se vio forzada a declararse en suspensión de pagos. El presidente de SEAT, haciendo gala de inaudita prepotencia, exigió que se le rembolsara el importe de la fallida inversión. Me negué en redondo y salió jurando de mi despacho. Al día siguiente, recibí la visita de Emilio Gutiérrez, director regional del Banco Flispano Americano, intercediendo por el personaje, ya que le había amenazado con retirar todo el negocio que la empresa automovilista mantenía con el banco.
Mi respuesta fue la misma; me negué a cualquier compensación si no se hacía extensiva al resto de clientes afectados. Gutiérrez acudió al recién llegado consejero-delegado de BANIF. Me telefoneó muy alterado: «¡Te ordeno que compenses de inmediato las pérdidas al presidente de SEAT! ¿Quién te crees que eres?». Yo llevaba dos décadas en BANIF, acostumbrado a un trato exquisito, y en todo este tiempo jamás me había visto forzado a realizar a conciencia un acto inmoral, que en este caso constituía además un delito. Atemperé mis impulsos y decidí actuar con serenidad. Le pedí que me confirmara la orden por escrito; a continuación, di instrucciones para que se pusiera en marcha la operación. Hubo que pedir-autorización especial a la Comisión del Mercado de Valores y a la Bolsa para efectuar una aplicación especiala su valor nominal, ya que la cotización de Cartemar estaba suspendida sine die. Fue preciso que se implicara también la Sociedad de Valores del Banco Central-Hispano y el mismísimo Antonio Zoido. Cuando tuve en mi poder las pólizas de compra-venta y el resto de documentación, me presenté en el despacho del consejerodelegado y, como quien no quiere la cosa, le exigí su dimisión.
Se puso lívido. «¿Te has vuelto loco? ¿Por qué tendría que dimitir?». «Porque eres un presunto delincuente», le dije sin inmutarme, «y por principios no suelo trabajar con delincuentes». Su lividez progresaba; me miró con expresión asombrada sin mascullar palabra y sin poder creer lo que estaba escuchando. Pasados unos segundos pudo balbucear: «¿Por qué dices que soy un delincuente?» «Porque, de acuerdo con la ley del Mercado de Valores, la compensación de pérdidas en Bolsa es un delito». Descolgó mecánicamente el teléfono y llamó al asesor jurídico, quien le confirmo tal extremo. En aquel momento, su cara parecía un arcoíris. Ignoraba que mi compromiso con los clientes tenía carácter de juramento hipocrático. Ya había soportado con anterioridad dos episodios similares —a pesar de no haber sido consciente hasta que se produjeron—; ahora no estaba dispuesto a tragar con el tercero.
No podía permitir aquel trato de favor en perjuicio del resto de clientes y mucho menos en beneficio de un chantajista megalómano como Díaz Álvarez. Es muy posible que los jóvenes ejecutivos habituados a invertir en estructurados basura no sean capaces de entender mis razones, pero es importante que conozcan que existe algo más allá del Mississippi y que recibe el nombre de dignidad profesional. A pesar de ello, no me siento investido de la menor autoridad para dar lecciones a nadie; mucho menos cuando constato que, en estos momentos y enfrentados a semejantes retos, la mayoría de profesionales se verían abocados a optar entre la dignidad profesional y el INEM.