sábado, 19 de agosto de 2017

‘La Saga de La Encomienda’ – Adulterio de la mujer del Nemesio

MLFA
Autor de ‘La Saga’

"Mirador de La Mancha" - Villarubia de los Ojos - Lugar al que se refiere 'La Saga'

- Faltan solo cuatro kilómetros – suspiró con fuerza Paco – enseguida lo verás, está en medio del campo; se dirigía a Rosi, la mujer de Nemesio – te gustará añadió, las manos le sudaban al volante, nervioso como estaba.

- Pero se nos hará de noche – respondió ella – mojigata y de rostro inexpresivo, las manos en el regazo, un rato antes él había rozado su antebrazo, como en un descuido.

La falda se recogía y mostraba el nacimiento de los muslos, contra su voluntad, pero el asiento se hundía, todo parecía desvencijado en el interior de aquel coche. Había aceptado que Paco, amigo de su hermano, le invitara a conocer aquel bar refugio en medio de la nada, como si una nave extraterrestre se hubiera posado junto a los ojos del Guadiana que brotaban del suelo como fuentes naturales, siempre que el acuífero estuviera suficientemente alto, al muchacho no le interesaba aquello; estaba prendado de ella, era redonda de caderas y con pechos llenos y altos, para holgarse con ella, aunque carecía de alegría, quizás, pensaba él mirando al frente de la carretera, que parecía pintada con aquellas rectas interminables.

Ella se sentía indecisa, no había estado con nadie desde que rompió temporalmente, se decía a sí misma, desde que rompió con Nemesio. Paco iba frecuentemente por su casa, siempre en compañía de su hermano, y dispuesto a brindarle toda su ayuda para cualquier reparación doméstica; a ella le recordaba a un sacerdote joven, de los que había conocido meses antes en la adoración nocturna, bromista como aquellos, pero que sabía aparentar calma y tratarla como una hermana. A pesar de ello, estaba inquieta, era retorcida y desconfiada, ya había lanzado miradas de soslayo al hombre y pudo vislumbrar, o imaginar se dijo, un gran bulto entre las piernas. Inquieta pero sin manifestar nerviosismo, en dos ocasiones se imaginó que aquel curita paraba el coche y la manoseaba. El sudor en las manos de él, símbolo inequívoco de deseo, al igual que su boca seca, le habían contagiado, sentía sudor o algo parecido entre los muslos y empezó a preocuparle que el acompañante sintiera su olor penetrante.

- Hace calor – expresó Rosi en voz alta – un poco – se limitó a responder Paco- asintiendo con la cabeza, que se atrevió a situar su mano derecha en el borde raído del asiento de ella, justo en el momento en que pisaba la grava del aparcamiento y dedicaba su atención al vehículo.

- Te gustará – insistió con machaconería – he estado en dos ocasiones. – Con alguna amiga se atrevió a preguntar la Rosi. – No, con amigos del grupo de teatro, dos de ellos – recalcó – son del pueblo de al lado, queda a unos diez kilómetros de aquí.

En ese momento salían del bar dos parejas jóvenes, bajaban una escalinata de madera riendo sin parar, parecían gente muy normal – pensó Rosi – que aprovechó para rodear con su mano el antebrazo de Paco, un poco como para parecer pareja, como aquellos; al hacerlo notó una cierta rigidez en aquel apoyo y siguió cogida a él, una larga escalera de troncos se presentaba ante ellos y podía ser una buena excusa para aquel gesto de acercamiento. Paco, realmente un curilla de gestos, sacaba su baja espalda hacia fuera para disimular una erección, que le terminó de humedecer el calzoncillo y miraba al frente como avergonzado.

El establecimiento; rústico, todo él de madera, parecía apropiado para encuentros discretos; nada más lejos de la voluntad del dueño, cuya idea había sido la de localizar diferentes miradores a los cuatro puntos cardinales, dentro de una construcción rural y confortable, el sitio resultaba acogedor y aquellos cuatro miradores permitían elegir cierta privacidad. Paco tomó la iniciativa y se dirigió al orientado a poniente, el sol ya caía y adivinó una puesta de sol como un incendio en aquel yermo. Ella se dejaba guiar, libre de miedos y aprensiones, él no podía saber que se sentía mojada, y haciendo un gesto de confianza le pidió orientación para dirigirse al baño, aquello más parecía un laberinto que un bar convencional. Encontró los servicios limpios e impecables, tomó varias de aquellas toallitas húmedas y perfumadas y se metió en la cabina, donde alivió su ya incontinente vejiga y secó con cuidado su emulsión, comprobando, con cierto susto, que su vulva seguía inflamada y supurando ligeramente en sus bordes, se permitió una ligera sonrisa, algo que no se prodigaba a menudo en su rostro.

El interior parecía un verdadero laberinto, estaba decorado con motivos manchegos y sillas cómodas, en la barra una pareja atendía los pedidos, ella le sonrió con naturalidad. Encontró a Paco apoyado en una de aquellas barandillas; sentados pidieron coca-colas frías y patatas bravas, que les fueron servidas al gusto. Ella conocía vida y milagros del muchacho, a través de su hermano que, en ocasiones, resultaba cansino, aunque ella sabía que actuaba de buena fe y quería lo mejor para su hermana, sabía que él trabajaba de ayudante en un imprenta de los curas y que su futuro era, cuando menos, bastante limitado; aquellos curas no le pagaban los seguros y eran muy exigentes. Él le había reconocido que eran unos déspotas y que no le podía contar lo que oía y veía algunas tardes de catequesis, cuando dos de ellos se acercaban a las máquinas con dos o tres niños de los que parecían más inocentones; ella permanecía en silencio, algo había escuchado a los de la adoración. Él supo mantenerse discreto, pensó que tiempo tendría, quizás con más intimidad; aquellos dos sacerdotes eran unos pederastas, como se decía entonces en los diarios; él les consideraba maricones a secas, sin preámbulos y mucho menos adjetivaciones; el jefe del taller le decía que eran unos depravados y muchos se volvían de aquella manera de ser por la vida sin mujeres que les hacían llevar en la Iglesia, pederastas o depravados, era igual, para él eran unos mariconazos y la gente debería saberlo.

La puesta de sol resultó espectacular y ella se atrevió a cogerle el antebrazo con mano inquieta y dedos nerviosos, él se dejó hacer, aquel tamborileo de la hembra le excitaba y volvía a sentir sequedad en boca y labios; escondía sus manos en lo posible, le avergonzaban aquellos dedos sucios de tinta, que había llegado a ennegrecer hasta la lúnula de sus uñas y a penetrar en el lecho de las mismas, junto a la piel. Era de noche cuando arrancaron el coche, ella se contuvo durante la maniobra de salida, escuchaba el ruido del viejo coche al pisotear la grava. El logró anticiparse tomando su mano, estaban a oscuras en aquel campo llano y sin final aparente, la única luz era la que proporcionaban los faros del automóvil. Ella aceptó su mano y miró hacia el exterior, en su mente trataba de encontrar algún abrigo que les permitiera ocultarse; en vano, aquello era una carretera recta sin lindes apreciables, sin arboledas u obstáculos del terreno.

Cogidos de la mano, solo se escuchaba la rodadura de los neumáticos en el asfalto; a dos kilómetros del pueblo divisaron una vieja bodega que quedaba abandonada fuera de los meses de vendimia, solo se utilizaba para cargar camiones que desaparecían raudos camino de otras bodegas radicadas en el norte, incluso en Francia. Él le pidió permiso para fumar un cigarrillo, junto a aquel muro alto, sin gente a la vista, Rosi aceptó de buen grado y salió con él. Fumaba muy de vez en cuando, pero aquella era la ocasión para disfrutar uno, que pidió al joven. Hacía fresco y decidieron meterse en el coche, que ya se había llenado de humo cuando él la besó con suavidad primero y fuerza después, según apreciaba que ella perdía el miedo, sujeta a su pecho por aquellos dedos delgados, que dejaban libre su torso para que él acariciara su pecho, que latía al compás del deseo ansioso. 

Le agradaba el sabor a tabaco y arañaba su camisa, sin atreverse a bajar sus manos, que ya habían llegado a rozar el miembro. Él, más decidido, había soltado algún botón de su blusa, de forma atropellada por el deseo, pero sin fuerza o brusquedad, ella tuvo el detalle de liberar sus pechos del sostén de tela, nunca llevaba aros, sabía de su turgencia; en un momento dado, apreció un destello fugaz recordando a Nemesio, lo rechazó de inmediato, Paco le estaba volviendo loca y tenía miedo de expresarlo en voz alta por miedo a parecer atrevida o descarada, sentía la tensión de los pezones, como agrandados, una vez libres del sostén, que él chupaba sin hacerle daño y ya sin parar, desconocía que sus pezones pudieran hacerse grandes y solo quería que él no parara, soñaba con su habitación y solo le apartaba para besarle, sin importarle aquella posición incómoda, también desconocía si aquello era un resudado liberado por el pezón o bien la saliva fresca del hombre. Al momento se apartaba de aquella boca porque sus pechos exigían más besos, y lo hacían con pálpitos.

Como si se hubieran puesto de acuerdo mentalmente hicieron una parada al unísono, cogidos con fuerza de las manos y cebaron sendos cigarrillos con la ventanilla del conductor solo entre abierta; él, presuroso, la cubrió tirando del plastón de la blusa, que ella entreabrió de nuevo para sentir aquella suave corriente de aire corriendo por su pecho, que él besaba entre caladas y palabras entrecortadas. Él tampoco sabía explicar nada bien todo aquello y cómo lo sentía en su interior, la excitación ocupaba sus neuronas que le devolvían latigazos de placer sin parar.