Manuel Portero Ducet
La banca posee infinitos recursos para adaptarse al entorno, preservando su estatus a través del control que directa e indirectamente ejerce sobre los medios informativos. Si sus prebostes traspasan el umbral de la ley y son pillados en renuncio, tendrán a su disposición una batería de los más insignes letrados y juristas y, en última instancia, contarán con la mejor predisposición por parte de los miembros de una magistratura que, de ser probada su hipotética prevaricación, disfrutarán de un retiro dorado, complementado con la generosa contribución de su eternamente agradecido beneficiario. Si algo nos salva es que los deteriorados caminos de la decencia en España suelen ser asfaltados de cuando en cuando por Bruselas y Estrasburgo.
La Ley para la Reforma del Mercado de Valores de 1988 supuso un auténtico big bang, en línea con lo acontecido en el mercado londinense dos años antes. La práctica desaparición de los Agentes de Cambio y Bolsa y su sustitución por Agencias y Sociedades de Valores marcaron el final de una era, en la que la banca se había enriquecido cometiendo toda clase de tropelías. ¿Cambiaría el decorado? Evidentemente no, ya que la bancos y cajas pasaron a controlar el 75% de las Sociedades de Valores y Bolsa, consagrando definitivamente la bancarización del mercado. Los Agentes de Cambio y Bolsa eran rehenes de una banca de la que dependían para intermediar operaciones bursátiles e intervenir toda clase de créditos y avales. ¿Se imaginan lo que daba de sí disponer de un margen de siete días, en ocasiones incluso diez, para liquidar sus operaciones de Bolsa y asentarlas en los libros oficiales? Los bancos disponían a su vez de todo este tiempo para aplicar libremente cada apunte a quien más interesara —o a su propia cartera, según evolucionaran las cotizaciones—. A partir de ahí, imaginen todo lo imaginable y se quedarán cortos.
Si tuviéramos acceso a las operaciones bursátiles de las carteras de valores propiedad de los bancos, contemplaríamos con sorpresa que los precios de compra eran siempre los mínimos de los últimos ocho días y sus precios de venta los máximos. En cambio, las operaciones de sus clientes (exceptuando puntuales compromisos) se producían justo en sentido contrario; compraban al precio más alto y vendían al más bajo de los últimos ocho días. Era habitual que las operaciones de la mayoría de sus clientes tardaran un mínimo de una semana en realizarse. Jamás nadie movió un solo dedo para atajar tan reprobable actuación o establecer las bases de un mínimo control. Una inmoralidad complementaria con la anterior se producía con el manejo de sus propias acciones y, en esta vergonzante praxis, no recuerdo ninguna excepción. La contratación en las Bolsas oficiales de Madrid, Barcelona y Bilbao se realizaba de forma independiente y las diferencias de cotización entre los tres parqués podían habitualmente superar un diferencial del 10%.
La actuación de la banca en este apartado no representaba ninguna sofisticación financiera; consistía simplemente en comprar sus propias acciones en la Bolsa más barata, venderlas en la de cotización más alta y quedarse con la diferencia. Esquilmar a los propios clientes recibía en este caso el pomposo nombre de «arbitraje» y la igualdad de oportunidades no era más que una bonita definición jamás llevada a la práctica. La contratación de las acciones bancarias no se realizaba en los corros como el resto de valores. Sin el menor rubor, los Agentes de Cambio y Bolsa se dirigían al representante de cada banco, el cual iba anotando en una libreta las peticiones de compra y venta que cumplimentaba total o parcialmente en función de sus conveniencias. Al final de cada sesión, decidía la cotización del día y nadie osaba rechistar.