Inmoralidad de Estado
Los pagarés del Tesoro fueron instrumentos financieros creados a mediados de los ochenta, libres de impuestos y con menor remuneración que otros activos. Legalmente, había que declarar los rendimientos pero, al tratarse de títulos al portador, no era posible detectar su posesión y, por tanto, nadie lo hacía. Al margen de la rentabilidad, el tenedor se beneficiaba de su opacidad fiscal y consecuentemente de la ausencia de retención. El Gobierno, que tenía la urgente necesidad de captar capital para financiar la reconversión industrial, no solo no ponía la menor traba, sino que pactó con la banca la creación de un nuevo instrumento igualmente opaco, denominado AFRO (activos financieros con retención en origen). La captación de dinero negro en pagarés del Tesoro adquirió tal magnitud que, en tres años (1983 1986), el saldo vivo pasó de 1,3 a 5 billones de pesetas. Si computamos el dinero negro invertido en instrumentos paralelos puestos en circulación por bancos y cajas de ahorro, más el saldo latente en el sector inmobiliario (no se había promulgado todavía la ley de tasas), podemos hablar, a mediados los ochenta, de un volumen estimado de dinero negro cercano a los 10 billones de pesetas. Pagarés y 'afros' convivieron con otros activos diseñados por la banca, que tuvieron una vida tormentosa.
En un primer momento, fueron consentidos por la Administración, pero Carlos Solchaga —que había accedido en 1985 al Ministerio de Economía y Hacienda— no estaba por la labor de hacer la vista gorda a las bolsas de dinero negro controladas por la banca, al constituirse en competencia de los pagarés del Tesoro. A partir de 1987, empezó a ejercer una presión que no podía ser rotunda ni demasiado explícita, ya que el propio Estado, a través de los pagarés del Tesoro, seguía amparando el mayor volumen de dinero negro. Quedó una vez más demostrado que la moralidad institucional de determinados Estados varía en función de sus necesidades. Sucesivamente, la banca utilizó como soporte de sus operaciones en dinero negro letras avaladas, cesiones de crédito y primas únicas (emitidas por la compañía de seguros de cada grupo). La sensación de inmunidad era tan evidente que La Caixa, por ejemplo, anotaba las operaciones de dinero negro de cada cliente en una libreta de ahorro.
Muchos de ellos venían tan contentos a BANIF con su libreta de dinero negro, con la intención de pasarlo a otro instrumento mejor remunerado. Viéndolo con la perspectiva del tiempo, todo aquello adquiere la dimensión de una tomadura de pelo institucionalizada, que se constituyó en germen de posteriores desajustes presupuestarios, momentáneamente maquillados por la subsiguiente etapa de bonanza económica, lo que permitió —al estrenarse el siglo— que algunos pudieran abanderar la falsa percepción de que España iba montada en el euro. Aquellos déficits presupuestarios se añadían a otros déficits estructurales que dejaron al descubierto en 2007 todas las debilidades del sistema, cuando hubo que enfrentarse a la segunda crisis más severa de la edad contemporánea. Alguien debió sentirse iluminado por el Espíritu Santo o se levantó de mal pie un buen día de 1990 y decidió cortar por lo sano. La Agencia Tributaria realizó un ensayo de policía fiscal, aunque no tuvo continuidad; eran los tiempos en los que las películas de Rambo arrasaban en las pantallas.
Una de sus primeras y fugaces incursiones la llevaron a cabo precisamente en BANIF. En plena noche, irrumpieron en el domicilio del hombre de confianza que hay en toda empresa que se precie, derribando la puerta de su domicilio y provocándole un susto de muerte. Al bueno de Venancio no le faltaba demasiado para jubilarse y nadie se explica quién tuvo la genialidad de relacionar su domicilio particular con una presunta irregularidad empresarial. Esta acción coincidió con la investigación en el Banco de Santander que acabaría llevando a Emilio Botín ante su buen amigo el juez Moreiras.
Hallaron un documento relacionado con ambas instituciones que llevaba la firma de Venancio (habitualmente firmaba los documentos que directivos de mayor rango eludían firmar) y fueron a por él, como si del enemigo público número uno se tratara. Lo curioso fue que, a los tres días de haber entrado a degüello en su domicilio, aparecieron unas declaraciones a toda plana del entonces Secretario de Estado Antonio Zabalza, jurando al mundo que la única entidad que poseía cesiones de crédito era el Banco de Santander, lo cual les puedo asegurar que era una descarada falsedad.
En 1991, el gobierno se decidió a dar definitivo carpetazo a los pagarés del Tesoro y emitió una deuda especial a 6 años, remunerada al dos por ciento y brindando la posibilidad de amnistiar a sus suscriptores. De mantenerse la inversión a lo largo del periodo, podía aflorarse el capital invertido, sin miedo a represalias. No parece que los defraudadores se fiaran demasiado, ya que el éxito de la deuda especial no fue ni mucho menos apoteósico. El importe invertido no superó los 800.000 millones de pesetas, mientras que el saldo en pagarés del Tesoro era cuatro veces superior. Al mismo tiempo, la presión ejercida sobre los activos opacos en poder de la banca pasó de moderada a contundente.
Finalmente, el gobierno dio a los bancos y cajas dos opciones: liquidar a su cargo los correspondientes impuestos sobre el capital —y en su caso el IVA—, o bien, facilitar a Hacienda las listas de los titulares. No se produjeron deserciones, ni era previsible que las hubiera; como un solo hombre, todas las entidades decidieron facilitar a la Agencia Tributaria la relación de sus clientes