MLFA
Autor de La Saga
Museo de Pompeya (Italia) |
En “Zagala”; Demetrio conseguía convencer a su hija Mercedes de la conveniencia de contraer matrimonio con aquél Eulogio que le hacía la corte, de manera infructuosa hasta el presente, ya que la joven vivía un verdadero nirvana junto a su apuesto y promiscuo camarero, relación que venía de lejos, aunque no por ello había disminuido en intensidad, al gozar su amorío del añadido erotizante de la clandestinidad en que se desenvolvía. Las semanas siguientes fueron de tensión y diligencias en “Zagala”, ya que los preparativos de la boda de Mercedes ocuparon a todos; Javier permanecía ajeno a todo aquél quehacer, ciego como estaba de amor por ella y convencido de que la muchacha simplemente dejaba hacer a sus mayores y allegados, pero no se planteaba el matrimonio como opción real de vida, por lo menos al seguir enganchada a su relación.
La tarde anterior, ella, aprovechando que el Eulogio estaba en el pueblo con María, les había escuchado algo sobre una tienda de ropa de hombre recientemente inaugurada en el centro de La Encomienda, se decidió a resolver la situación con su amado, pasaron de cierto unos pocos minutos antes de que atendiera a la erección que presentaba el muchacho, pensó, como al principio de la relación, que aquello no entraría en ella y retiró la áspera colcha, que arregló en dos dobleces y depositó en una silla pegada a la cómoda, notando que la humedad impedía el hablar.
El miembro viril, ya entre sus manos, palpitaba lleno de vida, el glande, de color violeta, y todas las venas o vasos de la piel que lo circundaba, resaltaban por la sangre que transportaban. Mercedes se decidió por chupar, elevando el miembro a la altura de sus labios y ya cerca del rostro lo acarició con los dientes, con fruición pero con mimo, hasta que, en el interior de su boca notó las primeras salpicaduras, leves pinchazos en su paladar, él resistía como buenamente podía y acariciaba a su hembra en los hombros y en la parte posterior del cuello, consciente de que inundaría de toda su semilla a la muchacha, que seguía dibujando círculos con los labios alrededor del prepucio, del todo recogido en la parte posterior de aquella arma de amor, que, ahora, como nunca había sido, domeñaba ella a la perfección.
Javier empezó a sentirse vulnerable a los señuelos de aquella sexualidad, desconocida para él, que sentía en grado de tremenda excitación; al tiempo sentía pudor por la explosión que intuía se llevaría a cabo entre aquellos labios que no conseguía besar viéndose obligado a hacerlo en la frente y sienes de su amada, que seguía chupando con fuerza aquel caño de vida, tal era su consideración. Se produjo la explosión, ni tan siquiera soñada, inesperada pero en el súmmum del deseo, en un instante pasó por su mente la idea de que aquello era un viaje a ninguna parte que no quería abandonar de ninguna de las maneras; el varón, su enamorado perfecto, llenos sus lacrimales, trataba de frenar, ya que no lo podría impedir, el llanto, que quedaba resumido en hipos y gemidos, abrazado a la joven casadera, a la que faltaban palabras para expresar lo que sentía. Entre los dos recuperaron todo el orden de aquella cama de nadie, y colocaron la colcha antes de organizar una escapada ordenada, en la esperanza de que nadie apareciera en aquel ala del edificio, aún temprano para la llegada de clientes, se despidieron con besos presurosos y llenos de deseo y miradas fugaces, como con cierto respeto y admiración mutuos.
En el comedor Javier encontró a su jefe Emilio, parecía inquieto, como siempre que María abandonaba la seguridad de “Zagala”; al igual que su hermano Diego, había heredado la paranoia que había acompañado a su padre a lo largo de toda su vida; hacía poco tiempo, menos de dos años, que Demetrio era un setentón y la gradación de su paranoia iba en aumento, agravamiento que le había vuelto premonitorio ante cualquier eventualidad.
En el caso del hijo menor, muy capaz en el innoble arte de acosar a muchachas jóvenes, bajo su custodia en cuanto que ellas eran empleadas al cargo, se mostraba celoso de María, de natural mujer sensual, sin que ella se apercibiera de ello y aceptara sin poner reparos requiebros de quienes se decían amigos de su esposo, por simple cortesía. Aspiraba a una vida social sana como le gustaba decir, pero no era posible, Emilio, hombre agraciado, de rasgos agitanados, cabellera frondosa y ojos grandes y redondos, tenía éxito entre algunas empleadas; a pesar de lo cual no se prodigaba mucho, le excitaba que determinados clientes se interesaran por ellas, incluso les trajeran algún regalo de sus viajes, eran éstas las ocasiones en que el hombre ardía en deseo y trataba de provocar encuentros, su táctica era conocida; inventaba alguna compra urgente y solicitaba la compañía de aquella joven objeto de deseo, que siendo mujer uno de los dos, resultaría más cómodo y eficaz, faltaba que la elegida le permitiera el manoseo, previo a la petición de satisfacción, que nunca ocultaba.
Delibes había descrito con maestría en 1981 en su novela ‘Los santos inocentes’, las penalidades de una familia de servicio; en el complejo “Zagala” las familias vivían a varios kilómetros; allí aparecían los dueños, en el caso de Diego, o bien familiares de los mismos, en el caso del marido de Isidra, Teodoro, a recoger a sus hijas, que devolverían doce o catorce horas después, objetos de deseo (las muchachas) durante tan estirado horario.
La novela de Miguel Delibes, que causó sensación y fue traducida a varios idiomas, reflejaba la España profunda, que, en los ‘80’ seguía en el subdesarrollo y la explotación, de forma similar a los ‘60’, y con parecidos esquemas de relaciones laborales: peculio en vez de salario digno; alimentos sobrantes que llevar a las familias, acoso sexual y explotación laboral; todo ello denunciado por algunos grupos sociales y partidos políticos; si bien eran denuncias y críticas que se hacían con sordina, ya que los partidos de izquierdas tenían como objetivo claro su posicionamiento en las distintas instituciones y órganos de poder; algo prioritario para ellos que desconocían los verdaderos problemas de la sociedad española en general y de la manchega en particular; entre los eclesiásticos venía a ser parecido, discursos grandilocuentes, vacuos de contenido.
En nuestro país no se había producido el cambio, no podía ser ya que se había optado por la reforma cuando habría sido más útil para el pueblo la otra, la opción de ruptura así como la obligada exigencia de responsabilidades al régimen anterior, a sus altos dirigentes al menos; y así mismo puestos en cuestión y en manos de la Justicia aquellos empresarios cómplices de la corrupción, de sobra conocidos; muchos ciudadanos lo comprendieron dos décadas después, al comprobar que Felipe González Márquez no era socialista, sino más bien el político puesto por la derecha del régimen para templar gaitas y poner a los sindicatos, sus hermanos de sangre, al servicio de la patronal nueva y vieja a un tiempo.