domingo, 27 de agosto de 2017

‘La Saga de La Encomienda’ – El Chincheta quedaba de apostadero

MLFA
Autor de La Saga

Plaza Mayor y Ayuntamiento de Ciudad Real.

Eulogio meditaba acerca de lo que había escuchado al mecánico mientras preparaba su viaje a Quintanilla y lo seguiría haciendo durante el mismo; tenía que resolver un error de filiación en el Registro y aprovecharía toda la tarde y parte de la noche para reunirse con varios de los compinches, dos de ellos eran sus socios en la aventura de la cuadra de caballos, todavía sin perspectivas de compra, a la espera de un crédito bancario que no llegaría nunca. Aspiraba, no obstante, a hacerse con un par de caballos que le otorgaran un cierto pedigrí a los ojos de su nueva familia, e incluso de los empleados, aquellos taimados que hacían mofa y befa de su viejo automóvil, y de su deformidad; él sabía que, a lomos de una buena cabalgadura, sobre una silla española, el animal con la crin trenzada y aderezos, calzado con estribos de paseo, su impresión era muy diferente, como tenía comprobado en las ferias de los pueblos cercanos.

Trataba de no pensar en posibles relaciones de Mercedes, si a eso se refería el ‘chincheta’, del que no podía fiarse del todo, al reunir malas referencias acerca de su persona, claro que no le asustaban los rufianes, sabía tratarlos de mano, vamos que conocía el paño como el que más, pero allí había algo que no le cuadraba; aquel fulano había definido al camarero Javier como pretendiente, no como acosador, aunque al principio de la charla había mencionado algo sobre acoso. Con ella no había comentado nada de lo hablado el día anterior con el mecánico, algo le dijo sobre la necesidad de un automóvil para ellos dos; Teodoro no había hecho ni mención sobre la posibilidad de hacer el viaje en uno de los coches de Demetrio y el Land Rover, nuevo y reluciente, se precisaba a diario para transporte de personal. 

Procuró pensar en la parte buena, ahí es nada, haber emparentado con aquellos potentados y desposar a la hija joven y bella, un poco fría para su gusto, aunque bien mirado, ella se limitaba a abrirse y él se refocilaba con una penetración honda, si bien que de corta duración, y ella lo aceptaba siempre; estaba extrañado de que no quedara embarazada, algo que reforzaría su posición dentro del clan; y el fallo no estaba de él, que había preñado en dos intentos a aquella novia del Toboso, que prefirió parir junto a un antiguo novio de su pueblo que aceptó su vuelta, a pesar de tratarse de mercancía averiada, según él mismo manifestó.

Enfermizo entre pensamientos que ascendían a la categoría de celos patológicos, trataba de apartar todo aquello de su mente, tenía que ser hábil, consciente como era de su violencia interior, desatada a menudo por cuestiones fútiles, se manejaba, bien que a bandazos, entre la racionalidad y el despecho, este último resultaba ser mal compañero; Eulogio estaba en la frontera de la esquizofrenia, algo que nuestra Quiteria no supo nunca; el tipo era un borderline peligroso, en tanto en cuanto no había sido diagnosticado y, cuando lo fue, resultó demasiado tarde para todos. Tampoco Demetrio fue capaz de detectarlo, a pesar de su conocimiento de personajes esquizoides, ya que sus compañeros matarifes lo eran; a fin de cuentas el foco del patriarca merchero estaba puesto en los negocios, no en las personas; algunos, temerosos de ser oídos por alguien de la familia, ya habían advertido acerca de la sociopatía del potentado, seguros como estaban de que Diego, su hijo mayor, la había heredado.

Rita no podía hacernos luz; ya pertenecía a otro mundo, el de la constante vela y cuidado de su marido, el negocio le resultaba ajeno y los nietos, bien queridos, que a nadie le quepa duda, pero a cierta distancia, de forma que no interceptaran el flujo o corriente mental que conectaba al matrimonio. El resto de lo mundano; incluidos los grandes beneficios que proporcionaban los dos hostales y las inversiones en bienes inmuebles y grandes parcelas, algunas con naves que eran alquiladas a empresarios de la zona, además de algunas viñas de cierta extensión, no le preocupaba, su vida y la de su esposo se habían fundido en una misma, el resto pasaba a ser secundario; si Demetrio dormía ella velaba su sueño y nada ni nadie podía importunarla.

En “Zagala”, Mercedes había conseguido una cita con Javier, a pesar de ciertas reticencias por parte del joven, a quien tuvo que convencer de la ausencia del marido, que pasaría la noche en su pueblo, obligado a presentarse en el Registro Civil de Quintanilla la mañana siguiente; se le esperaba de vuelta a primera hora de la tarde. Quedaron al atardecer, Javier se ocuparía de que le permitieran no acudir a servir la cena por motivos familiares. Una vez juntos, cualquier reticencia previa desapareció y dispusieron un plan de acceso a la vivienda, ella llevaba ropa de cama de “Zagala” en una bolsa y aseguraba que había previsto hasta el último detalle. 

El deseo era el motor de la pareja, a ese intenso deseo sexual se unía la adrenalina activada por el miedo, aminorado por momentos gracias a besos y manoseos en el automóvil del chico; que ya daba por finalizada la relación; la erección resultaba incómoda pero le esperaban de veinte a treinta minutos todavía para su turno de acceso al piso y se veía capaz de relajarse y así poder hablar, sin parar, con su amada, llenándola de besos al unísono.

El ‘chincheta’ llevaba de apostadero desde las seis de la tarde, se había excusado con su jefe a propósito de una diarrea cronificada que el señor aquél conocía de años; siempre concedía el permiso para no tener que soportar que su baño, cuya limpieza corría a cargo de su señora, se viera convertido en una letrina militar, había vivido ya una experiencia y resultaba inenarrable; resultó simple, como en otras ocasiones, ponía cara de que se iba de vientre y aquél buen hombre le mandaba a casa de inmediato, no fuera a pedirle la llave del escusado, cuyo uso negaba a sus mejores clientes, con la excusa de que estaba averiado y tampoco contaba con licencia para el público, a cambio de la protección del pudor de su esposa; la trasera del taller era una especie de fosa séptica, con docenas de moscas huéspedes hasta en pleno invierno.

Llegaron hacia las ocho, tal y como había previsto; portaba una cámara de fotos, complicada de manejo y que no podía utilizar al caer la noche, porque el fogonazo del flash le delataría, pero a fin de cuentas, recapacitó, él no era un detective privado y si el mierda aquél no le creía, allá él, estaba claro que tenía un problema, tanto como que aquellos dos se hartarían de follar aquella noche de viento y lluvia, que le tenía amarrado al asiento de su furgoneta, una C15 de las que había a docenas en el pueblo. Más tranquilo, al verles aparecer, sopesó la necesidad de esperar a que el pájaro abandonara el nido, que podría ser de madrugada, al menos eso haría él, que montaría aquella hembra sin descanso, así lo aseguraba su mente con convicción y deseo desenfrenado, imaginaba ya su masturbación, a escondidas de la madre, siempre en la vigilancia hacia aquel hijo tan raro, aunque buen hombre, a su parecer de madre. 

Decidió quedar a la espera de que el camarero hiciera ademán de acceder al piso, no fuera que alguien de por allí le reconociera, sentía la erección y acariciaba el bulto por encima del pantalón, sucio por demás, como el palo de un gallinero, pareciera pedir calma al colgajo, embravecido por envíos como de electricidad que le enviaba su mente, ya desatada, a pesar de que la lluvia impedía ver cuanto ocurría en el interior del automóvil de la pareja. Para no levantar sospechas había parado el motor de la furgoneta y con él la calefacción, cubriéndose de vaho los cristales e impidiendo ver lo que ocurría fuera, aunque frotaba sin parar el cristal de delante; no consiguió ver la luz que se encendía en la segunda altura del edificio, pero pudo ver al joven, que cerraba el coche y se dirigía raudo al portal y a través de un hueco en el vaho de la puerta del conductor pudo entrever como accedía al mismo, sintiendo palpitar su erección y algo de dolor a lo largo del tubo interior; el miembro, atrapado entre aquel ropaje y el asiento, hacía que sintiera dolor, soportable en comparación a aquella mezcla de envidia y de los malos deseos que sentía hacia la pareja. 

Arrancó el vehículo y desapareció en la noche. Sabía que tenía que masturbarse antes de que el dolor resultara atenazante, lo hizo junto a una acequia, aquello fue un carajazo de los que hacen época, y al frotarse las manos pringosas sintió apetito; aceleró para saciarlo en casa, alguna excusa inventaría para que su madre le friera un filete bien grande con patatas fritas, se lo había ganado, pensaba; la información obtenida la procesaría al día siguiente, le convenía analizar lo vivido esa tarde y noche inclementes, liquidada con aquel pajote descomunal.

Ignorantes de lo ocurrido a la puerta del edificio y de que habían sido espiados, dialogaban quitándose la palabra y sometidos a una excitación insoportable; no llegaron a la habitación de matrimonio, donde ella había ajustado las sábanas de “Zagala”, allí mismo, sobre la alfombra del comedor, regalo de Isidra, y sin mediar palabra, Javier la penetró, primero suave, como hacía siempre, para acto seguido y a reclamo de ella, empujar con firmeza, donde parecía que no hubiera fondo, y ella se prolongara en su interior invitándole a llegar más lejos, las lágrimas ya eran regueros que llegaban al labio superior del hombre que sentía el sabor de la sal y callaba hasta que llegó la eclosión esperada y le declaró insistentes te quiero, que surgían sinceros aunque entrecortados. 

Ella todavía fue capaz de girar el cuerpo de su amado y ponerse sobre él a horcajadas en un intento de salvar la alfombra salpicada de fluidos compartidos; en silencio pensó en embarazo, ya que era el lógico resultado de tanto amor como el habido y el pleno intercambio de semillas. Sonrió en su interior, no mostraba preocupación alguna por ello, al tiempo que acariciaba el cabello del joven que acompasaba la respiración con las manos en las caderas de ella. Sentían pereza de abandonar la mullida alfombra, pero hicieron un esfuerzo que les llevó desnudos a la cocina, Javier anudó su camisa sobre los hombros de Mercedes y se arrodilló para besar su sexo con fruición, ella lo apartó con mimo y preparó dos copas de vino blanco, que extrajo de la gran nevera, él bebía de su boca, donde previamente había depositado un buchito de aquel vino frío, ella dejaba hacer hasta que exigió su ración, sentía sed y bebió de la boca de él.

Mercedes dispuso dos platos de jamón y queso en la mesa de la cocina, siendo atraída de la mano por el joven hacia sí, ella evitó el abrazo deseosa de que se alimentara con algo, segura como estaba de que no habría hecho una comida de fundamento, como así era, encendió dos cigarrillos a un tiempo y ofreció el suyo a Javier, que lo aceptó de inmediato. Arrojando una bocanada de humo a sus ojos, aprovechó para desaparecer y echar un vistazo a la alfombra del salón, allí sobre la silueta, aún caliente de sus cuerpos, comprobó que el desastre no era de mayor importancia; decidió no limpiar aquellas huellas de amor, que acariciaría en ausencia de él. Volvió con su hombre que le ofrecía su cigarrillo, más que mediado ya por la espera.

El jamón y queso eran de una charcutería especializada de La Encomienda, de gran calidad y el joven devoró ambos con fruición, ofreciendo a ella bocados de jamón y queso enristrados por palillos que semejaban lanzas de Liliput y que descubrió en la alacena, por consideración e intento de no mostrar avidez, que en ella provocaba risas y chanzas. - ¡Caballero! ¡Presto! os alimentaré a la fuerza, para no perder vuestra pasión por falta de energía, ¡comed! os lo pido, al tiempo que introducía tacos de jamón en su boca. 

Javier se dejaba y agradecía aquel que parecía su inmejorable estado de ánimo, la respuesta complaciente estaba en aquellos ojos grandes, oscuros y buenos, aún temeroso como estaba de que ella sintiera remordimiento por lo hecho. – Dime amor dulce como estás, de verdad que necesito saberlo. 

Allegándose a él le plantó un beso en los labios, que le supo a jamón del bueno, impidiendo su cerco amoroso y arrastrando de él hasta el lecho principal, donde lucían blancas las sábanas de “Zagala”, bordadas con la ‘Z’ y ciertamente desgastadas por los lavados y almidonados extremos que exigía la Isidra a sus empleadas. Ambos conocían bien el roce de aquella ropa camera destinada a los fatigados viajeros, que ignorarían su falta de tacto brumoso que aquel almidón mataba, a cambio aseguraba al cliente una limpieza e higiene absolutas, que era más de agradecer. Juntos se introdujeron entre aquellas sábanas medio tiesas que la calidez que desprendía aquella pareja de cuerpos pronto ablandaría; la de ella que semblaba de naturaleza vaporosa, era la sensación que provocaba al tacto del muchacho, que tardó pocos minutos en adormilarse, y que ella aprovechó para deshacerse del abrazo que les mantenía acoplados y buscando el fondo de sábana besó el miembro que consideraba suyo, sin pizcar el borde de la lengua a fin de no excitarlo; permaneció queda, acurrucada en el fondo de las sábanas, la cabeza apoyada en sus muslos, inundada de tristeza e impidiendo que ésta trasluciera a ojos del joven; que le hablaba de dejar “Zagala” con la mirada puesta en horizontes más lejanos.

Eran ya las tres horas de aquella madrugada cuando despertó Javier y subió a la joven junto a él, aquel descanso reparador, iluminado de forma tenue por una de las pantallas, advertía del deseo mutuo, ella esperaba, enroscada a su espalda, que tomara la iniciativa, dispuesta a no verter más lágrimas, consciente de que sería descubierta al descomponerse, por el llanto, aquel maquillaje estupendo que enmarcaba su rostro desde el atardecer. No hubo descubierta, el mozo presentaba idénticos regueros, aunque menos reconocibles, pero que lamió con presta avidez. Cuando volvió del baño él permanecía hierático, la vista dirigida al techo y una erección más que visible que entoldaba la sábana. El ritmo cambió, la penetración ocurría al dictado de la hembra, que controlaba los tempos en función de la intensidad de sensaciones, algunas de ellas eran nuevas para ambos. Se podría decir que alcanzaron el clímax al unísono y sin soltar sus manos de dedos entrelazados.

Eran casi las cinco de la mañana cuando Javier abandonaba el tálamo, después de tiernos abrazos y promesas de futuro; en la calle ni un alma, aquel viejo coche arrancó a la primera y desapareció en medio de la humedad que calaba en todo su cuerpo, la noche había sido una apoteosis de amor entre dos jóvenes que se querían de verdad y se entregaban generosos a ese amor clandestino, cuyo final trágico ninguno de ellos dos llegó a prever, aún reconociendo miedos latentes. Si los primeros años resultaron peligrosos, convencidos de que la familia de ella no aceptaría la relación; los últimos meses constituían un riesgo real, y eran también de rabia infinita al comprobar que se entregaba aquella beldad, dulce y cariñosa, que tan dichosa era con él, a un majadero llegado de otras tierras, de las que ellos habían huido hacía treinta años, como era público y notorio en su nuevo entorno. 

Aquello era injusto, pensaba el joven con acierto, y le ponía en la disyuntiva de aceptar la injusticia o poner tierra de por medio cuanto antes a fin de olvidarla y reducirla a un recuerdo maravilloso, era lo mejor que le había ocurrido en sus 24 años de vida, limitada en lo social y no digamos ya en lo económico. No le daría tiempo, sería la víctima perfecta para la violencia desatada capaz de brotar de aquel sujeto desmadejado en lo físico y, aún peor, en lo mental, algo que nadie tuvo en cuenta en aquella familia asocial que prosperaba y llegaba a la cima del enriquecimiento a base de incumplir cualquier legislación, por no hablar de la responsabilidad social, que, según los nuevos dirigentes políticos socialistas, era responsabilidad de todos y cada uno de los empresarios.