Al corrupto Mariano Rubio, Gobernador del Banco de España, los cuernos se los puso Manolo de la Concha. |
Tanto a Mariano Rubio como a la mayoría de altos cargos se les presentó un gran dilema con la reforma fiscal de Fernández Ordoñez y la consiguiente amnistía. Si se acogían a la misma, aflorando el patrimonio no declarado, la oposición y la prensa los hubieran masacrado; era fácil adivinar los titulares: «El Gobernador del Banco de España ha ocultado durante años al fisco parte de su patrimonio». La alternativa era no acogerse a la amnistía, continuar sin declarar y encomendarse a santa Rita. Mariano Rubio pecó de ingenuo y sobrevaloró su impunidad; otros políticos optaron también por la política del avestruz, aunque asegurando la jugada y optando por enviar sus dineros a algún paraíso fiscal o bien situándolo en un soporte de dinero negro de los que abundaban en la época y de cuyos residuos nos podrían hablar largo y tendido el fundador de Gescartera y el ex diputado e ilustre notario Luis Ramallo. Mariano Rubio. Un caso digno de estudio entre los chivos expiatorios.
Un ingenuo querubín, comparado con algunos de sus verdugos. Manolo de la Concha no solo no dedicó ni un segundo a buscar una solución fiscal al patrimonio de su cliente y amigo —lo que era totalmente factible—, sino que lo dejó intencionadamente al descubierto cuando Ibercorp y Banco Ibercorp fueron intervenidos. Tenía el convencimiento de que la presencia de Mariano Rubio entre los damnificados le salvaría el cuello. La villanía de De la Concha le costó a Rubio el tener que pasar por la cárcel.
No debió servirle de mucho argumentar ante el magistrado que la responsable indirecta de sus desajustes fiscales había sido la peculiar política fiscal de Franco. El pacto entre franquistas y demócratas exentos de legítima representatividad se sustanció en la llamada Transición, sin excesivas complicaciones y con connotaciones de punto final, pero cualquier funcionario o responsable público, imbricado en el anterior régimen, estaba potencialmente condenado a enfrentarse —en el momento menos pensado— a un triple salto fiscal y además sin red. Mientras escribo este párrafo, me entero del fallecimiento de Manolo de la Concha a sus 77 años; no lo había vuelto a ver desde que saltó el escándalo de Ibercorp y por un momento me he parado a reflexionar. Me pregunto una vez más si vale la pena complicarse la vida de tal forma y permitirse un error de cálculo de tamaña magnitud, cuando uno tiene de sobras solucionada su vida y la de diez generaciones más.
Solo podría entenderse si el procesado contara con previas garantías de impunidad judicial, que le permitieran conservar íntegramente los caudales expoliados —tal como sucedió en su caso y con la mayoría de delincuentes de cuello blanco—. No se me olvida lo que me dijo un día un magistrado al respecto: «No puedo asegurar que llueva, pero si me asomo por la ventana y veo que todos los transeúntes llevan el paraguas abierto, una de dos; o llueve o el mundo se ha vuelto loco». La estafa de Ibercorp hubiera sido una más, entre las que se ven implicados determinados políticos y que siempre quedan impunes, pero en aquel caso llevó aparejado un grave error de cálculo por parte de Mariano Rubio, al no visualizar que los socialistas no cuentan en absoluto para quienes de verdad diseñaron la transición. Debió de esperar para trepar a que llegaran los suyos. Aquel par de estrafalarios muchachos con chaqueta de pana y gracejo andaluz eran un elemento decorativo más, en un proyecto de largo recorrido y a los que podrían utilizar a su conveniencia. El amparo de un cándido PSOE nunca será una buena decisión si te pillan en un renuncio de estas características. Con toda seguridad, Rubio no hubiera sido condenado de haber ejercido bajo el influjo de la derecha postfranquista; obviamente no por ser derecha, sino por el calificativo que la adorna.
Mientras se mantenga el actual «régimen» político, no es fácil que vean pasar por la cárcel a ningún alto cargo del PP y mucho menos a ninguno de sus ministros. He sido testigo a lo largo de más de un cuarto de siglo del «conchabeo» azulón de las Españas: «Oye, Borja-Mari, de tu tema no debes preocuparte; mi padre apadrinó a don Anselmo, el del Supremo; y no vamos a dejar a uno de los nuestros en la estacada». Esto, que puede sonar a chiste, es una circunstancia más real que la vida misma y que en un centenar de ocasiones he visto producirse a mi alrededor. La historia continúa hoy más viva que nunca, transmitida por herencia familiar a hijos y nietos.
A lo largo de dos décadas constaté esta realidad compartiendo cuartel con algunos apellidos ilustres: Martín Artajo, Merry del Val, Arburúa, Suances, Ruiz de Alda, Delclaux, Milans del Bosch, Camero del Castillo, Ybarra, Usera, Escámez, López-Dóriga, Domecq, Caballero, Terry, etc. Añadan a ellos a los March, Del Pino, Entrecanales, Villar Mir, Fierro, Prado y Colon de Carvajal, el condado de Fenosa, los Albertos y comprobarán que la lista coincide exactamente con la prole de quienes colaboraron desinteresadamente a financiar «la guerra de papá». Presencié, con asombro, cómo a finales de los ochenta el ex ministro de Franco, Sánchez Bella, traficaba con oro, diamantes y piedras preciosas, con una impunidad alarmante y con una cartera de ilustres clientes que hacían cola en la antesala de su despacho. A ningún comisario de policía se le hubiera ocurrido meter allí la nariz.