miércoles, 19 de julio de 2017

'Oligarquía financiera y poder político en España' - Vilallonga (017)

José Luis de Vilallonga, un 'bon vivant'. (Fotografía de Carmelo Lattassa)

Capitulo 4

BANIF, una historia de amor y odio

En corral ajeno 

Contemplar el desarrollo de los acontecimientos desde sede barcelonesa, me hizo perder el cafelito de media mañana en la calle Serrano pero, en compensación, me facilitó la perspectiva adecuada para poder analizar los acontecimientos con el suficiente distanciamiento y la necesaria serenidad de espíritu. Vivir en Barcelona siempre fue para mí, además de un requisito de identificación personal, el espacio donde mis biorritmos alcanzaron pleno rendimiento. Por ello, rechacé reiteradas propuestas de traslado a Madrid. No creo que influyera la opinión de un campechano cliente y futuro biógrafo real, José Luis de Vilallonga, que pese a ser tan solo marqués superaba en nobleza al mismísimo duque de Lugo y ya no digamos al de Palma: «¿Vivir en Madrid? ¡Estás loco!, aquello es un poblacho manchego lleno de gente de pueblo. ¡Una capital europea de la cultura con cinco teatros! ¡Qué diferencia con Barcelona! Los catalanes tenemos una frontera con Francia y los madrileños con Navalcarnero; eso con el tiempo se paga». 

Creo sinceramente que exageraba o al menos se precipitó en sus conclusiones, ya que es de justicia reconocer que Madrid ha mejorado mucho en cuestión de teatros. Lejos de mi intención herir la susceptibilidad de mis lectores madrileños al constituirme en altavoz de los chascarrillos de un noble y donjuanesco bon vivant, que presumía de haber salvado el pellejo durante la Guerra Civil al hacerse pasar por muerto. En compensación, voy a narrar una anécdota que demuestra bien a las claras que los catalanes no acabamos de sacudirnos del todo nuestros ancestros payeses: Tenía yo en BANIF un compañero de fatigas que había realizado una gran gestión con el patrimonio de un cliente madrileño residente en Barcelona, que entre otras cosas se dedicaba a la caza mayor. 

En agradecimiento, le invitó a un safari por Kenia, a cazar leones «comehombres», así como lo oyen. Mi colega siempre ha sido un poco inconsciente y aceptó la invitación. Regresó impresionado de la experiencia, aunque por supuesto no disparó un solo tiro. Disponía mi compañero de una masía familiar en el Penedés con un bosque cercano en el que abundaban las garzas, lo que entusiasmó al citado cliente, que disparaba a todo lo que se movía. En justa reciprocidad, mi colega organizó una nueva cacería mucho más cercana y modesta, esta vez de aves. El hombre se presentó en la finca con un todoterreno y pertrechado con un traje de camuflaje y rifles de mira telescópica. A todos nos sorprendió un poco aquella indumentaria, pero sin darle mayor importancia —tras un refrigerio— nos dirigimos al bosque. Al acercamos al lugar, el gran cazador blanco preguntó: «¿Dónde están las garzas?». «Pues por aquí», le contestó mi amigo, señalando unos pájaros de la familia de los córvidos con la barriga blanca y de un tamaño que no supera los 35 centímetros. El hombre se quedó pálido por momentos; estaba convencido de que íbamos a cazar garzas reales. 

A este pajarraco de barriga blanca se le conoce en Cataluña como «garsa» y de ahí toda la confusión. No quedó más remedio que emborrachar al frustrado cazador con el mejor vino del Penedés y con la esperanza de que, al despertar, creyera que todo aquello había sido una pesadilla. Mi postura profesional era bien conocida y cualquier aspirante a ocupar un sillón capitalino sabía que no iba a encontrar en mí rival alguno, tal vez, por esta razón, me convertí en el confidente de la mayoría de mis colegas madrileños, enfrascados en sus luchas palaciegas. 

Alguien decidió que mi voluntario ostracismo debía de ser recompensado. Saltándose cualquier protocolo, fui distinguido con un puesto en el Consejo de la Sociedad de Inversión del Grupo. Durante años compartí mesa de Consejo con el presidente de la Bolsa de Madrid Antonio Zoido y con el actual director general de La Caixa, Juan María Nin —que entiendo llegó demasiado tarde a la entidad catalana para evitar un «clienticidio» como el de Criteria—. Nin procede del sector comercial bancario y debatimos ampliamente sobre los aspectos éticos de las inversiones financieras. Con independencia de coyunturas bursátiles, para un inversor medio, es una redundancia participar accionarialmente en un pool corporativo de valores cotizados en Bolsa, fácilmente adquiribles en el mercado sin duplicidad de comisiones. 

Lo de Criteria cabe considerarlo un diseño propio de un neófito torpón o una faena a clientes y empleados. Los primeros han quedado como damnificados irredentos de unas acciones que llegaron a perder el 50% de su valor, mientras que 28.000 empleados deben hacer frente, además, al crédito personal concedido por la propia entidad de hasta 30.000 euros a ocho años (prorrogado posteriormente a diez). Su situación es parecida a los que pierden su casa y siguen siendo deudores de la hipoteca.