sábado, 8 de julio de 2017

‘Oligarquía financiera y poder político en España’ - Porcioles (008)

Manuel Puerto Ducet

José María de Porcioles, sempiterno alcalde franquista de Barcelona, con el Caudillo de España y Cataluña.

Funesta etapa inmobiliaria

Recién terminada la carrera, fui contratado por el Grupo Inmobiliario Figueras como responsable de tesorería. Cuando entré en la empresa, el delfín Bruno Figueras —que de mayorcito presidiría la zozobrada inmobiliaria Habitat— contaba unos doce años. Carezco de elementos para poder evaluar su trayectoria, aunque me consta el despecho de algunos de los que depositaron en él su confianza. Se dice que los pecados de los padres acaban pagándolos los hijos, a pesar de que el estudio sobre el genoma humano no ha podido establecer todavía la conexión entre lo trascendente y lo fisiológico de un fenómeno que viene preocupando a tantas generaciones. 

Toda la «suerte» que acompañó en sus negocios a José Mª Figueras Bassols —en un especialísimo marco sociopolítico — le hubiera hecho falta a su hijo Bruno. La aparente habilidad para los negocios de su antecesor tenía mucho que ver con un padrinazgo de excepción; el del ilustrísimo don José María de Porcioles, egregio notario y sempiterno alcalde franquista de Barcelona. Bruno es culpable por su parte de haber transgredido la regla de oro de la empresa familiar catalana, que no se enseña en ningún máster. Si se sucumbe a la desmesura y a un exceso de confianza en las propias posibilidades —a lo que no fue ajeno su progenitor al hacerle creer que planeaba sobre el mundo—, el legado empresarial del inadaptado vástago acaba pereciendo en la primera etapa recesiva con la que se enfrenta. Es el llamado síndrome de los «chicos de Harvard», denominación que se aplica genéricamente a los herederos empresariales, que imbuidos de agresividad neoliberal y víctimas de los credos impartidos en las News Business Schools dan al traste con el patrimonio heredado de sus mayores. Tras José Mª Figueras Bassols, estuvo siempre «el amigo invisible», José Ildefonso Suñol —tal como se le conocía antes de pasar a llamarse Ildefons —. 

Compartía este último su vocación de hombre en la sombra con la de amante de la pintura. Ambos próceres representaron la facción del empresariado catalán más colaboracionista con el franquismo, a pesar de que, conscientes de su ubicación geográfica, no descuidaron ningún flanco y jamás olvidaron poner una vela a Dios y otra al diablo. 

Construcciones Españolas S. A. fue la empresa constructora de la que en 1970 consiguieron borrar todo vestigio y donde consolidaron su fortuna dos josemarías ilustres: Figueras y Porcioles. Su obra cumbre fue La ciudad Satélite de San Ildefonso (debió ser una debilidad de Suñol la de identificar a su santo patrón con la de aquel engendro inmobiliario). Cuando José Mª Figueras disolvió Construcciones Españolas y transfirió el negociado a Edificios Trade, invirtió grandes cantidades en una campaña de olvido, sin reparar en gastos y prohibiendo expresamente a todo su personal cualquier referencia a la empresa embrionaria. Recalé en Construcciones Españolas cuando estaba a punto de iniciarse la mayor operación de maquillaje empresarial realizada en España. 

Sus oficinas estaban ubicadas en la calle Rosellón de Barcelona, donde la cola de inmigrantes patrios —con intención de adquirir los últimos pisos de San Ildefonso a 185.000 pesetas— daba la vuelta a la manzana. Paralelamente, se culminaba la construcción de los innovadores edificios Trade en Gran Vía de Carlos III, acreedores a premios arquitectónicos e ideales para el lavado de una deteriorada imagen corporativa. 

Las viviendas de San Ildefonso estaban subvencionadas por el Ministerio de la Vivienda con 60.000 pesetas por unidad. Figueras tan solo dedicaba 30.000 al coste de construcción y fueron vendidas a un precio medio de 175.000 pesetas. Es uno de los negocios más redondos que ha visto este país. Sin arriesgar la menor inversión y partiendo de una subvención que duplicaba el coste de cada vivienda, representaba el sueño más húmedo para cualquier empresario. Seguro que el mismo Franco hubiera montado en cólera de haberse enterado de aquel negocio fraudulento que se nutría de sus paternalistas subvenciones; pero el amiguismo entre camisas viejas y la corrupción estaban tan arraigados que ni él mismísimo Caudillo hubiera podido frenar aquella perniciosa espiral.