Ricardo Rodríguez
Alphonse Capone, "Al Capone", condenado a 11 años de cárcel por delito fiscal, murió por la sífilis. |
Si es lo bastante rico como para alcanzar el umbral de delito fiscal y si no pudo sortear una inspección tributaria, si no pagó una vez que el juez le había imputado, si se prueba que usted defraudó, no se preocupe, su palabra de caballero bastará para suspenderle la pena de prisión.
Con frecuencia el debate ciudadano se ve conducido por los asuntos que se presentan como de mayor interés por los grandes medios de comunicación, lo que hace que también a menudo pasen inadvertidas reformas de enorme trascendencia acometidas por los gobiernos. En el ámbito fiscal es éste un mal más usual tal vez que en otras esferas de la vida pública. Todo el mundo habló de la que se popularizó como “amnistía fiscal” del ministro Montoro, lo que no está mal, pero se ha reparado bastante menos sin embargo en dos decisivas reformas de nuestro Código Penal que abren una cómoda vía de impunidad a los procesados por delito fiscal, sean aún presuntos o hayan sido ya condenados. La izquierda política sigue repitiendo la trillada reclamación de aumento de penas y rebaja del umbral de la cuantía para que exista delito, reclamación que no digo yo que sea injusta, pero que quizá debería ser precedida de la exigencia de que, al menos, las penas en la actualidad vigentes se apliquen.
En nuestro país, la historia del delito fiscal como figura jurídica es relativamente reciente. Hasta 1977, ya iniciada la Transición, no existió propiamente un delito con tal nombre, si bien había un denominado delito de ocultación fraudulenta de bienes e industrias, que careció de verdadera aplicación práctica. Fue en este año, dentro de la Ley sobre medidas urgentes para la reforma fiscal, cuando se tipificó por primera vez el delito fiscal, persiguiéndose con ello dos objetivos básicos: castigar con mayor severidad de la que permite el derecho administrativo las conductas defraudadoras más graves y concienciar a la ciudadanía de la importancia de contribuir al mantenimiento del gasto público con el pago de impuestos justos y equitativos. Parecían tiempos más prometedores.
Después de sucesivas reformas, la regulación fue ampliándose y sistematizándose, hasta alcanzar la regulación actual, en la que el viejo delito fiscal se integra en un conjunto de delitos contra la Hacienda Pública, cuyos tipos se describen en el título XIV del libro II de nuestro vigente Código Penal (aprobado por Ley Orgánica 10/1995), junto a los delitos contra la Seguridad Social. Son delitos contra la Hacienda Pública el delito de defraudación tributaria, el de fraude en ayudas o subvenciones públicas, los de fraude contra la Hacienda o los Presupuestos de la Unión Europea (se refiere el primer grupo de éstos en esencia a fraude en los tributos que conforman la deuda aduanera) y el delito contable, que se castigará por separado si su comisión no fue mero instrumento para la realización de otros delitos del mismo título.
Llamamos por lo común delito fiscal al primero de los enumerados, el de defraudación tributaria, que dispone de un tipo general y de un tipo agravado. El general se contempla en el artículo 305 del Código Penal, que alude a quien, por acción u omisión, defraude a la Hacienda Pública (estatal, autonómica, foral o local) dejando de pagar la deuda tributaria, o de ingresar las cantidades retenidas o que hubiese debido retener o ingresar a cuenta, o bien obteniendo de manera indebida devoluciones o beneficios fiscales, siempre que, fuere cual fuese la modalidad de fraude, se superasen los 120.000 euros. La pena que se impondrá es de prisión de uno a cinco años y multa del tanto al séxtuplo de la cuantía defraudada (es decir, desde el mismo importe que el defraudado hasta seis veces ese importe), a la que se añadirá la pérdida de toda posibilidad de obtener subvenciones o ayudas públicas y de disfrutar de beneficios o incentivos fiscales y de Seguridad Social por un periodo que oscilará entre los tres y los seis años.
Aparte de que la cuantía de 120.000 euros ha de traspasarse en cada periodo fiscal (no pueden sumarse las cantidades dejadas de ingresar de diferentes periodos para que den el umbral de delito), el mero hecho de haber dejado de ingresar o haberse percibido devoluciones o beneficios por importe de 120.000 euros no es condición suficiente para que nos encontremos ante la posible comisión de un delito. Dicho con otras palabras, la cuantía no es la única diferencia entre el ilícito administrativo y el ilícito penal.
Tanto para que exista infracción administrativa como para que haya delito es imprescindible que concurra algún grado de culpabilidad. Si se puede justificar que se ha dejado de pagar basándose en una “interpretación razonable” de la norma, no cabrá apreciar ni infracción administrativa ni delito. Pero, mientras para la primera es suficiente la simple negligencia (artículo 183 de la Ley General Tributaria), para que apreciemos que se ha cometido delito la culpabilidad tiene que llegar a grado de dolo, ha de haber un ánimo defraudador probado. Se ha de diferenciar de este modo la cuota tributaria de la “cuota penal”.
En cualquier obligación tributaria cabe diferenciar distintos elementos (deducciones de cuota o de base, ajustes, minoraciones, módulos). La cantidad a tomar como referencia del delito no es el total de la cuota tributaria eludida, sino la que provenga de aquellos elementos en cuya elusión ha concurrido dolo. Es evidente que si una persona física cuya declaración de la renta arroja un resultado a pagar de 200.000 euros no presenta declaración difícilmente podrá alegar ignorancia del deber de declarar. Pero cabe pensar en supuestos más complejos, en los que el total detraído a la Hacienda Pública no es cuantificable como delito.
El artículo 305 bis del Código Penal regula un tipo agravado del mismo delito, para el supuesto de que a la conducta fraudulenta se añada cualquiera de las siguientes circunstancias: que la cantidad defraudada supere los 600.000 euros, que el fraude se cometa en el seno de organización o grupo criminal (lo que habitualmente se conoce como “tramas de fraude”) o que se recurra a personas o entidades interpuestas (“testaferros”), o cualquier otro instrumento fiduciario, o bien a paraísos fiscales o territorios de nula tributación. En tal caso, la pena de prisión será de dos a seis años y la multa del doble al séxtuplo (es decir, dos veces la cuantía defraudada como mínimo), aparte de que, como consecuencia directa de la elevación de la pena de prisión, se aumentará también el plazo de prescripción del delito de cinco a diez años.