Manuel Puerto Ducet
¡Hagamos-lo posible! (el vaciado absoluto del dinero público), anunciaba el virrey de Cataluña... ¡y lo hizo! La ciudadanía catalana humillada; sus dirigentes actuaron como corruptos "bananeros". |
La corrupción es herencia (aceptada y consolidada) del franquismo
Durante la construcción de la ciudad Satélite de San Ildefonso, los camiones de cemento entraban por el acceso principal —controlado por un funcionario del Ministerio de la Vivienda— y poco después salían por una puerta trasera en dirección a las promociones de lujo de los dos socios. La sustitución de cemento por otro de menor calidad y el exceso de arena en la mezcla fueron causa directa de las grietas que al poco tiempo se produjeron en los bloques de San Ildefonso por las que se colaba un niño de doce años. Tuve en mis manos el presupuesto de pintura aprobado para cada piso: 500 pesetas. Ni brochas ni rodillos; la manguera era la única herramienta permitida a aquellos «deshonrados» pintores a los que incluso se les privaba del elemental honor de empuñar la brocha gorda. Llegó el momento de instalarnos en los confortables edificios Trade; era el pistoletazo de salida de la operación «Cambio de imagen».
Me adjudicaron un despacho con una vista espectacular; me sentía importante y todavía inconsciente del historial que arrastraba la empresa. Figueras esbozaba constantemente una media sonrisa y ejercía siempre de poli bueno; para aplicar consignas de bajo perfil, contaba con media docena de esbirros de colmillo retorcido, macerados en rancias servidumbres al Régimen. En cierta ocasión, estábamos despachando y recibió una llamada de Porcioles. En el transcurso de la misma pude hacerme una idea aproximada de lo tratado; finalizada la conversación, las instrucciones que me trasladó Figueras no dejaban ninguna duda al respecto. El señor alcalde le había hecho saber que «Madrid» últimamente venía detectando que Banca Catalana insistía en su amparo a las corrientes catalanistas y todo empresario catalán afecto venía obligado a reafirmar más allá de toda duda su lealtad al Régimen. Porcioles estaba haciendo una recomendación que equivalía en la práctica a una orden.
Era necesario desvincularse José Mª de Porcioles. Alcalde franquista, notario «liberal» y padrino de Figueras Bassols de cualquier colaboración con la entidad entonces presidida por Jordi Pujol, y Figueras me trasladó el encargo de la inmediata venta de las acciones de Banca Catalana en poder de su grupo familiar. Tuve que negociar la operación con la entidad bancaria, ya que los títulos eran sindicados y no cotizaban en Bolsa. A pesar de contar con una lista de espera de compradores particulares, hubo que ceder en una rebaja sobre la cotización del momento, debido a que Figueras no había sido el único empresario «advertido» por el establishment franquista y la presión vendedora se había hecho notar en los últimos días. Unos meses más tarde y por caprichos del destino, mi actuación profesional se iba a desarrollar en el grupo financiero de Banca Catalana. De haberlo sabido, hubiera apercibido a Jordi Pujol para que tomara nota de por dónde le iban a venir los tiros.
Al causar baja uno de los antiguos empleados de contrastado colmillo retorcido, me fue encomendada una de sus funciones que produjo un gran impacto en un alma todavía cándida como la mía, que había abrevado en los arroyos de una banca, que hasta donde yo había podido percibir, guardaba todavía las formas. Recibí el encargo de entregar cada mes 100.000 pesetas en efectivo a la secretaria del alcalde de Cornelia (municipio al que pertenecía la ciudad Satélite).
No tardé en descubrir el concepto de aquel pago: un buen día acudí a la promoción inmobiliaria y fui testigo de un espectáculo que me turbó; unos pequeñuelos, ajenos a cualquier peligro, chapoteaban alegremente en un barrizal maloliente receptor de aguas fecales. Desde hacía tres años Construcciones Españolas S.A. venía obligada a instalar un colector y nadie parecía estar por la labor. Realicé algunas pesquisas; la obra estaba presupuestada en 30 millones y las 100.000 pesetas mensuales que me habían encargado entregar al señor alcalde constituían el argumento para que el edil demorara ad infinitum la construcción de aquella infraestructura.
Lo consulté durante una semana con la almohada y decidí presentar mi dimisión; no quería formar parte de aquella felonía, aunque fuera en calidad de mensajero. Tenía proyectado casarme en dos meses, pero mi decisión estaba tomada; no se trataba de ninguna heroicidad; en aquella época un joven economista catalán con experiencia bancaria, tenía trabajo asegurado en una semana. En cualquier caso, me casé, me fui de viaje de bodas y al regresar me puse a buscar un nuevo empleo.