martes, 18 de julio de 2017

Al Capone en Madrid las paradojas del delito fiscal en España (2/2)

Ricardo Rodríguez


Hasta aquí la exposición del crimen y el castigo. Ahora veremos de qué modo puede escamotearse el castigo

Desde 1995, nuestro Código Penal ha sido objeto de diversas modificaciones de las que, para lo que nos interesa, son destacables la introducida por Ley Orgánica 5/2010, de la Ley Orgánica 7/2012 y la de la 1/2015, es decir, del año que acaba de terminar. Nos ocuparemos de las dos últimas. En materia de delitos contra la Hacienda Pública, la reforma de 2012 introdujo varios cambios de entidad y no todos censurables. Se incorporó, por ejemplo, el tipo agravado del artículo 305 bis que hemos explicado y también el principio general de no paralización de los procedimientos administrativos de liquidación y cobro de la deuda tributaria, vieja reivindicación de los profesionales de la Agencia Tributaria. 

Hasta entonces, uno de los mayores inconvenientes de la regulación penal estribaba en que si la Administración Tributaria apreciaba indicios de delito debía pasar el tanto de culpa a la jurisdicción correspondiente o remitir el expediente al Ministerio Fiscal para que éste formulara en su caso la querella o denuncia que procediera y abstenerse de realizar ninguna actuación administrativa más. Quedaba así pendiente la liquidación de la deuda hasta la finalización de un proceso penal incierto. Si al final la sentencia era condenatoria, Hacienda podía acabar cobrando por el concepto de responsabilidad civil derivada de la pena. Ello, aparte del quebranto de la Hacienda Pública, introducía un insólito privilegio para el presunto delincuente frente al presunto infractor administrativo, que estaba obligado a pagar o garantizar el importe de la deuda si aspiraba a la suspensión de la ejecución del acto administrativo de liquidación.

Tras la reforma de 2012, sin embargo (artículo 305.5 del Código Penal), salvo en determinados supuestos, el principio general es que la Administración continuará con la liquidación, aunque quede pendiente de ajustarse una vez haya resolución judicial, y llevará a cabo también las actuaciones de recaudación de la deuda, salvo que por excepción el juez o el tribunal ordenen la suspensión, con la aportación de la correspondiente garantía. En la última reforma de la Ley General Tributaria, en vigor desde el pasado mes de octubre (Ley 34/2015), se ha incluido un título VI para regular más en detalle las actuaciones administrativas de liquidación y cobro en supuestos de delito.

Se trata de un cambio digno de saludar, sin duda, cuyos efectos positivos en el empeño de perseguir el fraude quedan no obstante asombrosamente anulados por la introducción de una espectacular atenuante como punto 6 del artículo 305. En él se nos dice que si el sujeto en cuestión paga la deuda tributaria y reconoce judicialmente los hechos en el plazo de dos meses desde su citación por el juez como imputado se le reducirán las penas en uno o dos grados. En la práctica esto supone que en el peor de los casos para el defraudador, que es el tipo agravado y la rebaja de pena de un solo grado, la prisión no superará los dos años, por lo que podrá ser sustituida (hoy en día se ha suprimido de hecho la institución de la sustitución de penas privativas de libertad en estos casos, pero se ha abierto una opción de suspensión más que benevolente, como luego veremos).
 
Se librará pues de prisión incluso quien hubiese superado 600.000 euros de cuota defraudada, o hubiese operado en el seno de organización criminal, o se hubiera servido de testaferros o de paraísos fiscales. La multa podría llegar a rebajarse a un porcentaje de entre el 25 y el 50% de la cantidad defraudada. Piénsese que el artículo 191 de la Ley General Tributaria sanciona el dejar de ingresar la deuda tributaria con una multa que puede oscilar entre el 50% y el 150% de la base, dependiendo de que haya existido ocultación de datos a la Hacienda Pública o empleo de medios fraudulentos. Es decir, podrá darse el caso de que un condenado por delito fiscal haya de hacer frente a una multa inferior a la de alguien que sólo hubiese cometido una infracción administrativa.

Piénsese también que estamos hablando de un generoso plazo de dos meses desde que el juez te cita como imputado. Ya de antes el artículo 305.4 del Código Penal establecía la exención de responsabilidad si el defraudador ingresaba la deuda antes de que actuase la Administración Tributaria, el Ministerio Fiscal, los abogados del Estado o el juez. Cabe imaginarse que el sentido de esta eximente completa es estimular el cumplimiento voluntario de las obligaciones tributarias. Pero ¿qué finalidad encierra una atenuante que puede llegar a reducir la pena por debajo de la sanción administrativa una vez que ya eres citado como imputado por el juez? En el pasado se podría haber dicho que ello incentivaba el ingreso antes de que finalice el proceso penal, solventando el problema de la paralización administrativa. 

Pero resulta que la propia reforma penal de 2012 había eliminado el principio de suspensión de la actuación administrativa en caso de delito. ¿Entonces? Es como si se invitara a que, en caso de defraudar, se haga a lo grande y se sobrepase el umbral de delito, porque, salvo que se quede uno sin dinero, y evaluados costes, riesgos y beneficios, puede ser más ventajoso el proceso penal que el expediente administrativo. O, dicho en otras palabras, no sólo beneficiamos fiscalmente a los más ricos; también a los defraudadores mayores sobre los menores.

La traca final ha venido a ponerla un nuevo artículo 308 bis añadido al Código Penal por Ley Orgánica 1/2015, en marzo del año pasado. Se dice en éste que podrá suspenderse la ejecución de pena de prisión en los delitos contra la Hacienda Pública si se procede al abono de la deuda, añadiéndose que este requisito se “entenderá cumplido cuando el penado asuma el compromiso de satisfacer la deuda tributaria… y sea razonable esperar que el mismo será cumplido”. Espectacular. Hablamos ahora de alguien ya condenado por fraude fiscal, cuya palabra vamos a dar por buena (siempre que “sea razonable esperar”, claro) en un mero compromiso de pago para suspender la pena de prisión. Es decir, si es usted lo bastante rico como para alcanzar el umbral de delito fiscal, si no pudo sortear la inquisición de una inspección tributaria con escasos medios, si no pudo librarse de las liquidaciones a pesar de poder pagar a los mejores asesores fiscales (de entre los cuales puede que alguno sea un inspector en excedencia), si no tuvo el detalle de pagar una vez que el juez ya le había citado como imputado, si tras el proceso penal se prueba que usted defraudó, no se preocupe, al final su palabra de caballero bastará para suspenderle la pena de prisión.

¿Queda alguna duda?

Regresemos pues al principio. Ahora que por fin parece empezarse a hablar de propuestas programáticas en los debates políticos y que algunos pintan sus imaginarias líneas rojas, aquí dejamos una sencilla y concreta: supresión de los artículos 305.6 y 308 bis del Código Penal. El efecto práctico puede ser más o menos el restablecimiento del delito fiscal.
Entre tanto, la curiosidad del asunto podría ser que, si Al Capone hubiese operado en Madrid o cualquier otra ciudad española en la actualidad en lugar de hacerlo en Chicago en los años 30, Eliot Ness y sus insobornables muchachos tendrían que haberse buscado otras mañas. Por delito fiscal jamás hubiese pisado una cárcel.