miércoles, 12 de julio de 2017

‘Oligarquía financiera y poder político en España’ – 2 fiscales (011)

Manuel Puerto Ducet

José María Mena y Carlos Jiménez Villarejo, fiscales del caso 'Banco Catalana', 'frenados en seco' por Felipe.

Dos años después de la intervención de Banca Catalana, la Fiscalía —representada por los comunistas Carlos Jiménez Villarejo y José María Mena— promovía una querella contra Jordi Pujol, pocos días antes de que fuera reelegido presidente de la Generalitat de Cataluña. El gobierno socialista de Felipe González, todavía identificado con el marxismo y disputando a Pujol la supremacía política en Cataluña, aprovechó la crisis industrial y bancaria para forzar la caída de una institución molesta para el lerrouxista PSOE de los ochenta. Intentó deshacerse del rival político promoviendo su procesamiento, pero, por fortuna para éste, las enrocadas y altas instancias jurídicas españolas estaban ansiosas por homologarse con Europa y por aparentar sacudirse el lastre que las ligaba osmóticamente a un régimen fascista. 

Declinaron utilizar la parte oscura de una Constitución pactada con la dictadura, que de habérselo propuesto les brindaba argumentos de sobra, tanto para descabalgar a Pujol, como para estrangular cualquier palpito surgido desde Cataluña. Sería impensable, por ejemplo, que el actual y contaminado Tribunal Constitucional —tras recuperar nostálgicas querencias— revocara hoy una ley como la LOAPA. Mientras que el socialismo español miraba con indisimulado recelo la emergente y recuperada identidad catalana, ABC nombraba a Pujol «Español del año». En distintas ocasiones, se hizo patente la secreta admiración y matizada envidia que la figura de Jordi Pujol despertaba en Felipe González. Mientras el PSOE seguía aferrado al marxismo, Pujol identificaba a su recién creado partido con la social-democracia escandinava. 

Cuando las circunstancias sociopolíticas le obligaron a reconducir a su partido hacia el centro-derecha, el PSOE se apresuró a declararse socialdemócrata. Podría decirse que Pujol se convirtió, desde entonces, en el oscuro objeto del deseo por parte del socialismo y, aunque resulte paradójico, en su tantálico referente, obsesionado por arrebatarle la fórmula secreta de su identificación con la mayoría social catalana. Volví a reencontrarme con Jordi Pujol en 1988, cuando una representación de BANIF fue recibida en el Palau de la Generalitat, con motivo de los veinticinco años de su fundación. Viví un momento de jocoso y reprimido morbo, cuando llegó el momento de presentarle al consejero-delegado de la entidad, Gonzalo Milans del Bosch —a tan solo siete años del 23-F—. Durante una fracción de segundo, percibí que el President fruncía levemente el ceño en un inconsciente gesto de sorpresa —tal vez preguntándose si era un 28 de diciembre—, pero, dada la solemnidad del acto, de inmediato recuperó el control y siguió a lo suyo. 

Al día siguiente recibí una llamada del Palau, para descartar que aquel Milans del Bosch fuera el famoso sobrino de la gabardina, que se dijo había participado en el fallido golpe. Si en España no se produce un auténtico cataclismo, será siempre la derecha sociológica la que tenga la última palabra; la izquierda es un instrumento más en sus manos y a la que solo conceden cancha en periodos puntuales y por razones estratégicas. En realidad, viene siendo así desde las Cortes de Cádiz y no parece que tras la Transición hubiera cambiado nada en absoluto. En el bando de unos preconstitucionales y sumisos «demócratas» —con escasa y muy discutible legitimidad para ser consagrados «Padres de la Patria»—, había especial cuidado en no enervar a unos postfranquistas, cuyo control institucional perduró hasta que vieron garantizado su futuro en las metamórficas y risueñas faces de sus retoños. 

El gobierno socialista, en lugar de presentar batalla en este terreno, quemó sus naves en variopintos menesteres, sin caer en la cuenta de que estaban cediendo de forma irreversible todos los resortes del poder. Desde entonces, todo sigue atado y bien atado, en el contexto de una democracia que, en esencia, sigue siendo tan orgánica como lo fue en tiempos del Caudillo.