viernes, 4 de agosto de 2017

'Oligarquía financiera y poder político en España' - C. Alierta (027)

Manuel Puerto Ducet

César Alierta

La actividad de delincuente de cuello blanco crea sin duda carácter. Una vez que uno la emprende, no ceja en su empeño hasta el día en que es enterrado boca abajo; en el caso de ser enterrado boca arriba es muy capaz de regresar y reincidir. Juan Abelló, por ejemplo, vicepresidente de Repsol —que tiene fama de buen chico—, utiliza habitualmente la doble contabilidad y la falsificación de facturas en sus empresas de producción de opio y morfina, dejando de pagar varios millones de euros en impuestos sobre beneficios. La inspección tributaria detectó el fraude en 2007 y levantó acta por importe de dos millones de euros a su empresa Alcaliber y a Postuero de Las Navas y Dehesa de los Lobillos —participadas estas dos últimas en un 60%— por diseñar una trama de facturas falsas. Lo curioso es que el importe de lo defraudado era superior en un millón de euros a la sanción impuesta —en realidad, no es lo curioso sino lo normal cuando afecta a la élite financiera. Obviamente, la sanción se ciñe a los cuatro ejercicios anteriores, pero el fraude que ha prescrito fiscalmente se viene produciendo desde que la empresa Alcaliber iniciara su actividad en 1973. Según el Código Penal, un delito fiscal de estas características debe llevar aparejada la pena de privación de libertad, pero nunca hay que perder de vista que seguimos viviendo en la España postfranquista, por mucho que sus perennes beneficiarios se empeñen continuamente en ocultarlo. La desvergüenza de esta gente no tiene parangón; son famosas las cacerías que Abelló organiza en sus fincas de Postuero de Las Navas y Dehesa de los Lobillos —rememorando las míticas escenas de La escopeta nacional—, a las que acude puntualmente el rey acompañado de las más altas autoridades. ¿Quién osaría meter en la cárcel a un tipo así? 

Hace muy poco, la decantada y servil justicia española dejó una vez más sin castigo y por negligente prescripción el flagrante delito de información privilegiada del presidente de Telefónica, Cesáreo Alierta, durante su paso por Tabacalera, perpetrado junto a su sobrino Luis Javier Plácer (en cambio, jamás prescriben los delitos de los desgraciados). Las distintas instancias judiciales deberían ser el vehículo de la garantía procesal para cualquier encausado enfrentado al Estado de Derecho, pero en este país la Administración de justicia se convierte en mero divertimento para determinados individuos, mientras esperan que su expediente llegue al tribunal de un amigo del alma o, en el peor de los casos, a un amigo del amigo del alma. El mundillo financiero celtibérico es más pañuelo que otros mundos y al final todos sus miembros confluyen junto a jueces, fiscales y altos cargos, en el tendido del siete de Las Ventas o en el hoyo dieciocho de Puerta de Hierro. El precavido Juan Abelló Gallo. Huele el peligro a una legua y en el momento del «crimen» siempre se encuentra en una subasta de arte. Sus convicciones superan cualquier pragmatismo; evoluciona ideológicamente del socialismo al neoliberalismo y viceversa, en función del color de cada legislatura. 

Posteriores restricciones legales lograron atemperar sobre papel mojado aquellas insaciables dinámicas de información de privilegio, pero en el entramado en el que nos movemos es prácticamente imposible llevarlas a la práctica. Cuando a causa de algún olvidado fleco pillan a algún eminente personaje pervirtiendo las reglas del juego, la prescripción o el defecto de forma siempre acuden puntuales a la cita, mientras que el único alivio para los afectados son los baños de árnica. Me referí en anterior capítulo a las indudables capacidades de Claudio Boada como gran gestor en situaciones empresariales difíciles, lo cual no comporta que estuviera libre de culpa. Por segunda vez a lo largo de mi carrera, mi astuto paisano me forzó —en contra de lo que aconsejaban las conclusiones analíticas— a vender en 1987 a una sociedad interpuesta del Banco Hispano Americano un importante paquete de acciones Popularinsa, poco antes de que el Banco Popular anunciara su absorción a un precio un 35% superior. Volví a revivir la experiencia de IBYS y Antibióticos, aunque en honor a la verdad, es preciso introducir algunos matices. 

Don Claudio no era ni mucho menos un ambicioso patológico como lo fueron los protagonistas del caso precedente. Debido a la nefasta gestión de sus antecesores y dada la delicada situación de la entidad que presidía, estaba obligado a sacar dinero de debajo de las piedras. Pese a los eximentes, existía un denominador común entre esta operación y la de Antibióticos: los damnificados eran una vez más los clientes. Casos como este, me llevaron a constatar que, pese a que la ambición humana es determinante en el mundo de las finanzas, las reglas de juego son por definición perversas y acaban abduciendo a individuos de naturaleza honesta.