Manuel Puerto Ducet
La actividad de delincuente de cuello blanco crea sin duda carácter. Una vez que uno la emprende, no ceja en su empeño hasta el día en que es enterrado boca abajo; en el caso de ser enterrado boca arriba es muy capaz de regresar y reincidir. Juan Abelló, por ejemplo, vicepresidente de Repsol —que tiene fama de buen chico—, utiliza habitualmente la doble contabilidad y la falsificación de facturas en sus empresas de producción de opio y morfina, dejando de pagar varios millones de euros en impuestos sobre beneficios. La inspección tributaria detectó el fraude en 2007 y levantó acta por importe de dos millones de euros a su empresa Alcaliber y a Postuero de Las Navas y Dehesa de los Lobillos —participadas estas dos últimas en un 60%— por diseñar una trama de facturas falsas. Lo curioso es que el importe de lo defraudado era superior en un millón de euros a la sanción impuesta —en realidad, no es lo curioso sino lo normal cuando afecta a la élite financiera. Obviamente, la sanción se ciñe a los cuatro ejercicios anteriores, pero el fraude que ha prescrito fiscalmente se viene produciendo desde que la empresa Alcaliber iniciara su actividad en 1973. Según el Código Penal, un delito fiscal de estas características debe llevar aparejada la pena de privación de libertad, pero nunca hay que perder de vista que seguimos viviendo en la España postfranquista, por mucho que sus perennes beneficiarios se empeñen continuamente en ocultarlo. La desvergüenza de esta gente no tiene parangón; son famosas las cacerías que Abelló organiza en sus fincas de Postuero de Las Navas y Dehesa de los Lobillos —rememorando las míticas escenas de La escopeta nacional—, a las que acude puntualmente el rey acompañado de las más altas autoridades. ¿Quién osaría meter en la cárcel a un tipo así?