lunes, 24 de abril de 2017

La Saga de La Encomienda (153)

MLFA
(RPI – Prohibida su reproducción)

Palacio del Infantado. Guadalajara

A los pocos días de la visita del propio aquel de la Caja, o del Banco, que tanto daba, el debate ya se había instalado en el seno de las familias: los hombres defendían alternativas del tenor de cambio de coche, por uno de mayor cilindrada, claro está, - se reconcomía el hombre de la casa – convencido de que ella, la esposa prudente de toda la vida, rechazaría tal posibilidad, al estar los hijos estudiando; dos días tardaría en llevarse la sorpresa, ya que ella aceptaría, solo si conseguía reformar la cocina y el baño, aunque a ella, - lo que le gustaría - sería cambiar de piso y de barrio, con el chico y la chica ya en la universidad, pero – ¡claro! se decía – no podré contra esa idea del coche nuevo. Coches, muchos de ellos alemanes, cocinas alicatadas y, ya puestos, electrodomésticos nuevos; viajes, el vehículo usado para la hija, que no tuviera ya que cambiar de metro tres veces cada día, para llegar al trabajo aquel de media jornada en Martínez Campos. Se produjo una explosión del consumo y, por consiguiente, un aumento exponencial del empleo, ya que se llegaron a alcanzar los cinco millones de contrataciones en un tiempo récord. España se convirtió en lugar de destino para emigrantes de varios países.

Los conservadores hacían proyectos de reformas para los próximos lustros; José María Aznar había celebrado la boda del siglo entre mafiosos de su cuadra; el país había llegado a no poder cubrir ofertas de empleo por falta de demandantes; España vivía dentro de una burbuja y las marujas volvían a lavar el coche familiar, con bayeta y ambientador en mano, como hicieron de novias con aquellos ‘600’ del tardofranquismo; esta vez se trataba de cochazos traídos de las Alemanias, también de las Suecias, en camiones horripilantes que daba miedo adelantar, ya que superaban todos los límites de velocidad e invasión de carril, presionados por las fábricas, en un circuito infernal, día y noche, y todos los días de la semana. Algún payés llegó a verlos esparcidos por la linde de su viña, junto al quitamiedos de la autopista de peaje, al haberse dormido el conductor, que, en sueños, justo antes de salirse de pista, se veía como propietario de uno de aquellos bugas de la estrella. José Mari se salió de vía en la desgraciada Atocha, un año después, en la mayor demostración de incompetencia política de la historia de España; él estaba en otros temas y, claro, le pilló el tren, como a todos nosotros, ¡aquellos malditos trenes!

En “Zagala” había perdido brillo el parque automovilístico; solo Diego conducía ‘mercedes’, pero el más bajo de gama; el Emilio era propietario de un vulgar ‘citroën’, al que Nicolás, el marido de la amante de Nemesio, intentaba sacar brillo con productos abrasivos, consiguiendo, claro está, el efecto contrario. El ‘land rover’ de “Zagala” se había cambiado por un ‘nissan’ de segunda mano, y la camioneta de “Zagala II” por una furgoneta ‘kangoo’, también de segunda mano. La década prodigiosa pasó de largo por aquel complejo de carretera; de un lado, nuevos coches más elegantes okupaban la autovía y no pegaban aparcados en aquellos hostales de aspecto ruinoso; por otro, cada vez resultaba más complicado acceder a los mismos. Autovías reguladas por normativas de la Unión Europea; algunas afectaban a la seguridad vial, otras a la salud de los viajeros, poniéndoles dificultades para que se metieran entre pecho y espalda las habichuelas recalentadas de aquellos restaurantes de carretera, que provocaban somnolencia al conductor y una aromatización perversa a los viajeros, que no desaparecía ni con los nuevos climatizadores trabajando a tope.

La plantilla se componía de magrebines, así les llamaban para no utilizar la expresión moros, que quedaba para uso exclusivo del párroco de La Encomienda, un tipo curioso que recordaba al arzobispo Cisneros, de infausto recuerdo, y, empeñado como Cisneros, en convertir a estos magrebines a la fe cristiana de la Mancha, recordándoles a todas horas – ellos solo respondían aquel ‘más menos’ del que ya hablamos a su llegada – que su obispo era descendiente de aquellos caballeros de las órdenes militares de Santiago, Calatrava, Odesa y otras, que habían sojuzgado a sus tatarabuelos, y que vivía a 80 kilómetros del pueblo. 

El cura este provocó más fugas de moros, con lo de estos caballeros, que los grupos de la extrema derecha con sus pintadas en los taludes del ferrocarril; muchos prefirieron Cataluña, no fuera que el tal obispo portara espadón debajo del sayal. Este párroco era un recién llegado a La Encomienda, su traslado - informado el PSOE de la capital - se debió a un asunto turbio en otro pueblo de la diócesis; decían algunos de los miembros de las comunidades de base, que no le querían bien, que había participado en el expolio de dos palacetes que habían sido puestos bajo su custodia. Él se defendía del delito de simonía, siendo así que no se le acusaba por la venta de objetos sagrados, sino de armaduras y muebles de época. No quemó libros de moros, no sabían leer.