sábado, 24 de junio de 2017

"La Saga de La Encomienda", las ejecuciones en lindes y cunetas

MLFA
Autor de "La Saga"

Cementerio de Quintanar de la Orden

No habían pasado tres días cuando apareció Justino al atardecer de un viernes, llamó con fuerza y no hizo caso de la invitación a entrar que le hizo Demetrio, no quería que le vieran con el bastardo del jefe, le apremiaba mal fario, le dio instrucción para las cinco de la mañana, a unos seis kilómetros del pueblo; los llamados paseos se llevaban a cabo amparados en la noche, en lindes y cunetas; unos por desquite del odio y pavor sentidos por los asesinatos de los rojos, otros por ajustes de cuentas, o simples envidias de mujerío. España había pasado del rojo al negro y al baño de sangre como nunca se había conocido en países vecinos, Quintanilla no era una excepción al horror que se había instalado, bendecido por una parte importante de la Iglesia, que había perdido muchos de sus miembros ordenados, también frailes de órdenes muy conocidas; llegaron a ejecutar a todos los miembros de la Orden de los Gabrielistas, que procedían de Burgos y llevaban una década en el pueblo cuando estalló la orgía anticlerical. Solo se salvó un aspirante a monje de la edad del Tomasillo de la Quiteria, que pudo escapar a Barcelona gracias a don Anselmo.

Demetrio permaneció en vela, seguro de que Tomasillo dormía profundamente, bebió un vaso de leche y salió hacia las tres; el dinero, pensó, estaba a buen recaudo, rezó un padrenuestro por el camino y se subió el cuello de la camisa de franela, empezaba a refrescar. 

Cuando llegó al lugar se encontró solo, al poco divisó una luz que oscilaba, era Justino en su vieja bicicleta, en la parrilla el saco con las pistolas, no habían vuelto a hacer instrucción, Justino decía que no se podían desperdiciar balas, que lo había dicho don Anselmo. Dejó la bicicleta apoyada en un fresno pequeño y sacó algo de almorzar, a Demetrio le pareció tocino negro, pero el compinche no hizo ademán de invitación.

Eran pasadas las seis, todavía oscuro, cuando escucharon el traqueteo de la vieja camioneta, junto al ‘negro’ venía un falangista conocido del pueblo que se mantuvo aparte, mientras bajaban a aquellos cuatro pobres desgraciados, dos de ellos traían la cara tapada, Demetrio dedujo que serían vecinos del pueblo; no se equivocaba, uno de ellos había sido alcalde, nunca llegó a saberlo, Justino no le abría su confianza.

Esta vez el trabajo fue limpio, cuatro disparos y uno de remate, precisamente al pobre alcalde republicano. El falangista se acercó a los matarifes, Demetrio escondió las manos en los bolsillos del pantalón a toda prisa y sintió necesidad de orinar, lo hizo junto a la bicicleta de Justino, mientras el de falange prevenía a Justino de una saca de dos docenas de hombres de la comarca, cambió el gesto adusto y con un rictus que quería ser complaciente, le dijo que había dinero, mucho dinero, pero que era necesario contar con fosas bien trabajadas para evitar el escarbe de alimañas. 

Demetrio estaba bien dispuesto, pero necesitaba una vida social, siquiera poder invitar a salir de paseo a Rita, ésta, un poco más joven que él, se veía alojada en la soltería y no es que fuera torva o contrahecha, de estatura media, rostro inexpresivo, a veces huraño, su cuerpo era muy completo de hechuras, aunque no bien curvado. Cuando se veían, en la plaza, se hablaban poco, siempre de lo mal que se vivía y ocultando Demetrio que era poseedor de una pequeña fortuna, lo cierto es que Rita le serenaba el alma y podía olvidar, aunque brevemente, sus atrocidades que, curiosamente, no le impedían dormir, tampoco ser galante con Rita, incluso soñador, la madre de la muchacha, sabedora de su origen bastardo, no veía con buenos ojos al pretendiente, pero, como aseguró a su Antonio: nuestra Rita va a cumplir los 25 y no veo otra solución para ella que el bastardo de don Anselmo.


Era sábado cuando Demetrio recibió la noticia de la llegada de una docena de desgraciados; las fosas, habían excavado dos, eso sí, muy hondas, para poner obstáculos a las alimañas del campo, no fueran a desmochar las tumbas, como las llamaba Demetrio, y tras ingerir el vaso de leche que, indefectiblemente, vomitaría horas después, marchó al lugar donde había sido citado, iba pensando en comprar una bicicleta, pero contando con el permiso de su madre, andando tardaba más y facilitaba que le viera algún pastor madrugador.

Llegó al sitio al tiempo que la camioneta, Justino, nervioso por su tardanza, la lió a empujones con él, haciendo visible su pistola engrasada; en cuestión de minutos la cordada estaba formada, además de maniatados, iban sujetos por una larga cuerda, a fin de evitar que alguno decidiera despavorido salir huyendo y gritando por aquella cañada. Esta vez Demetrio sentía miedo, eran demasiados hombres, bien amarrados y el Negro se había quedado para ayudar a tapar la gran fosa negra, a unos metros de donde se encontraban, pero él sentía frío y miedo, a pesar del sudor de la caminata, pensó en el dinero y en Tomasillo, no quería sentir a Rita en medio de aquél infierno a punto de estallar en ruido y humo, el olor a sudor agrio empezaba a ser insoportable y las nubes, cada vez más bajas, no presagiaban nada bueno.

Demetrio sufrió un fuerte empujón propinado por Justino que le apremiaba con blasfemias y perdió el equilibrio, empezaba a llover y casi arrodillado recibió la pistola que le ofrecía, tomándola por el caño, la grasa se escurría por los goterones de lluvia y temió que se le escapara de entre los dedos. 

El aspecto del lugar era dantesco, todo iluminado por los focos de la camioneta del Negro, uno de ellos se apagaba a ratos y el conductor aquel lo encendía golpeando el culo del foco. Repuesto del susto, saltó sobre aquella masa humana, acorralada, algunos llantos eran de histeria, superado ya el grado de rabia, pero se mantenían dignos. Vació el cargador de siete balas en las cabezas de tres de aquellos pobres hombres y no supo qué hacer.

Fue el Negro quien se percató de la situación, habló con Justino que había muerto a cinco hombres y permanecía absorto al descubrir a una mujer vestida de gañán, que le miraba desafiante; contó siete cartuchos con parsimonia, aprovechando que remitía el chaparrón y se los entregó al Negro que acudió en ayuda de Demetrio, al tiempo que aquel canalla obligaba a la mujer a girarse de espaldas y la mataba de un disparo en la nuca. Pronto rompería el amanecer, aunque el cielo seguía negro, en claro desacuerdo con aquella matanza sin sentido, con aquel horror impropio de bestias, pero cuyos protagonistas eran seres humanos. Demetrio mató a otros dos de aquellos desgraciados, mientras el Negro vomitaba de forma convulsiva, gritando – me ahogo, Demetrio, me ahogo – éste vomitó sobre una de las víctimas y fue Justino quien remató aquella faena, ocupándose del último, cuyas gafas colgaban rotas de una de sus orejas.

Eran ellos los responsables de las fosas, y el faro roto ya no funcionaba por más golpes en la carcasa. Miraban al cielo, expectantes ante la claridad que ya perfilaba los picos que rodeaban la cañada.