jueves, 3 de mayo de 2018

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (4/5)

Ayuntamiento de Membrilla, conocida entonces como 'La pequeña Rusia'

El aspecto del lugar era dantesco, todo iluminado por los focos de la camioneta del Negro, uno de ellos se apagaba a ratos y el conductor aquel lo encendía golpeando el culo del foco. Repuesto del susto, saltó sobre aquella masa humana, acorralada, algunos llantos eran de histeria, superado ya el grado de rabia, pero se mantenían dignos. Vació el cargador de siete balas en las cabezas de tres de aquellos pobres hombres y no supo qué hacer. 

Fue el Negro quien se percató de la situación, habló con Justino que había muerto a cinco hombres y permanecía absorto al descubrir a una mujer vestida de gañán, que le miraba desafiante; contó siete cartuchos con parsimonia, aprovechando que remitía el chaparrón y se los entregó al Negro que acudió en ayuda de Demetrio, al tiempo que aquel canalla obligaba a la mujer a girarse de espaldas y la mataba de un disparo en la nuca. Pronto rompería el amanecer, aunque el cielo seguía negro, en claro desacuerdo con aquella matanza sin sentido, con aquel horror impropio de bestias, pero cuyos protagonistas eran seres humanos. Demetrio mató a otros dos de aquellos desgraciados, mientras el Negro vomitaba de forma convulsiva, gritando – me ahogo, Demetrio, me ahogo – éste vomitó sobre una de las víctimas y fue Justino quien remató aquella faena, ocupándose del último, cuyas gafas colgaban rotas de una de sus orejas. 

Eran ellos los responsables de las fosas, y el faro roto ya no funcionaba por más golpes en la carcasa. Miraban al cielo, expectantes ante la claridad que ya perfilaba los picos que rodeaban la cañada. 

Al llegar a casa escuchó ruido en la cocina, Tomasillo preparaba pan con cebolla y tomate mientras calentaba algo parecido a café, eran unas hebras marrones que le daba el panadero, por compasión al muchacho, que recién habían trasladado de la Inclusa, y no se acostumbraba al trajín del pueblo, además de sufrir el aislamiento social por su condición de hijo natural, algo que no le afectaba ya que era introvertido y disfrutaba escuchando a su hermano historias de bandidos, que, decía Demetrio, hay ocasiones en que les hemos de matar, porque vendrían al pueblo a quemar la Iglesia o robar niños. Tomasillo se sentía orgulloso de Demetrio y se sentía bien tratado, y su hermano le escuchaba con atención cuando hablaba de la vida en el orfanato, aunque no se decidiera a contarle las cosas que le hacían dos frailes mercedarios, aunque no era solo a él, a todos les había pasado, siempre callaban por miedo a las palizas, y a un cobertizo lleno de ratas en la trasera de las cuadras. Tomasillo pasó en Aranjuez quince años, aprendió a leer y escribir, poco más, las cuentas no se le daban bien. 

Demetrio le abrazaba de forma diferente a como lo hacían los frailes y la señora Quiteria también, y olía a jabón caro que le quedaba pegado a la nariz un buen rato. El Demetrio estaba raro aquella mañana y muy sucio, no quería el pan bien untado que le había puesto delante, al final, apartó la cebolla y mordisqueó el pan. No era un buen momento para hablar sobre su madre, tantos estampidos habían mellado su cerebro y una sensación de miedo y pavor invadían su mente. Demetrio si que era muy bueno con las cuentas y retenía la suma de dinero en la cabeza, haciendo planes para el futuro, que no podrían ser en Quintanilla, se acercaba la primavera de 1941 y Justino decía que pronto dejarían aquel trabajo, ambos trataban de engañarse. 

Desde Navidad habían dado el paseo a siete hombres y dos mujeres, ya mayores, que habían escondido y alimentado rojos durante más de un año, mataban de uno en uno, pero siempre iban los dos juntos, don Anselmo sospechaba que Justino se dejaba sobornar por alguno de los señalados o sus parientes. 

En Quintanilla existía la temida brigada del amanecer; se trataba de un grupo de vecinos, que se intercambiaban, según ordenaba don Anselmo o alguno de sus asociados de relieve social bajo, que, a la manera de las milicias republicanas tras el alzamiento, señalaban a todo aquel que identificaban como potencial enemigo, y que, antes del amanecer, eran cargados en la camioneta del ‘Negro’ para ser trasladados al lugar de ejecución. 

Curiosamente, esos vecinos de baja clase y extracción social que señalaban a las víctimas, eran personas de fuertes convicciones religiosas, esa era la razón de que no participaran en las ejecuciones de una forma directa y expeditiva, por ello se pagaba a los sicarios como Justino, Demetrio y sus compinches. 

Si, en el caso de las milicias republicanas, éstas se constituyeron en fuerzas paralelas a las de orden público e implantaron el terror a cara descubierta; los paseos de los nacionales, sobre todo una vez terminada la guerra, eran clandestinos, en la medida de lo posible.