jueves, 17 de mayo de 2018

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (009)

Ayuntamiento de Socuéllamos (Ciudad Real)

No obstante el miedo de la muchacha, aceptó el gesto de Tomasillo como invitación para que pasara al interior, allí le dijo a Demetrio que Rita quería verle, pero en su casa y en presencia de su madre, cuando terminó de dar la razón le brillaban los ojos y quedó callada, haciendo ademán de marcharse, lo impidió el pequeño ofreciéndole un tazón de leche caliente, de la jarra que estaba encima del brasero, y dos galletas de las que aguantaban semanas, las que llevaban los vecinos comerciantes cuando abandonan el pueblo para hacer sus ventas por la comarca; también se ofreció para acompañarla de vuelta a la taberna, donde vivía recogida por los padres de Rita, que le ofrecían morada y sustento a cambio de trabajo diario, entre fogones ardientes y de la limpieza de la taberna. Teo se volvió hacia el interior y gritó a Demetrio que estuviera listo para la tarde siguiente. 

Éste no pegó ojo en toda la noche, los miedos iban y venían, y, aunque mantenía los párpados cerrados, pensaba en los muertos, en las vidas a las que había puesto fin, ahora que conocía que podía haber creado una vida, si todo salía bien, se hacía promesas de que abandonaría aquel sucio empleo, que él llamaba de la Justicia. Hacía semanas que no sabía nada de Justino, que se había enrolado como soldado sin paga, con la condición de formar parte de los pelotones de fusilamiento, que recibían una compensación económica, también le habían entregado uniforme usado y unas botas seminuevas. 

Al no tener familia en el pueblo, hacía años que se habían marchado a Toledo; él acudía a casa de una prima de su madre, quien le llevaba la ropa y ordenaba la casa por una módica suma de dinero, sabedora la vieja de que aquel hombre malo tenía dinero en abundancia, que nunca supo descubrir donde escondía. 

Al amanecer hacía mucho frío y el cielo no presagiaba nada bueno, atizó el brasero y despertó a su hermano, tenía que hablar con su madre antes de presentarse ante la familia de Rita, y el único que podía acercarse a la casa de don Anselmo era Tomasillo que no despertaba sospechas en nadie, quizás mucha lástima y hasta piedad por parte de algunas familias del pueblo, que no dudaban en regalarle bien unas botas de buen ver de alguno de sus hijos más jóvenes, o en hacerle pasar y darle un puñado de caramelos, tan gordos como él no creía que se hacían, nunca tiraba el papel porque cada uno de aquellos caramelos le servía para varias veces. 

Sonaron las campanas de las ocho menos el cuarto, que llamaban a misa, y ya había conseguido hablar con la señora Quiteria, como le decían; ella enseguida captó la urgencia y que su hijo Tomasillo no sabía nada de quien era, algo que le tenía enfadada con el mayor, hoy volvería a hablar con él, Tomasillo estaba a punto de cumplir los dieciocho años y le llamarían al servicio militar, que así llamaban a prestar servicio en filas, lo lógico, eso pensaba Quiteria, era que, como huérfano, lo enviaran al norte, o a Cataluña, nadie protestaría por el alejamiento de un huérfano. Demetrio se había librado por su condición y la proclamación de la República del 31, cuando era su edad de servir, y el consiguiente revuelo administrativo en el que estaba instalada España. 

Además los tres años anteriores al alzamiento, de 1933 a 1936, Lerroux y la CEDA que le apoyaba, paralizó la reforma militar, de ese desorden se benefició Demetrio, pero también se paralizó la reforma agraria con la expulsión de quienes habían ocupado tierras en el bienio anterior, así como la prevista reforma educativa que también se paralizó, un huérfano, aún haciendo caso omiso de su condición de bastardo, tenía poco porvenir en aquella España confusa que alumbraba esperanza en algunos, los desfavorecidos, y miedo, aterrador, en las clases dominantes y el propio clero. Tomasillo nunca sería llamado a filas, por matrimonio que don Anselmo hizo valer cuando llegó el momento.