Enrique, el corredor inmobiliario, había levantado un imperio en bienes inmuebles que tenía oculto a nombre de amigos de diferente condición social, era una forma de conseguir amistad e integración en la vida social de La Encomienda. Su juventud había resultado penosa dada su condición de homosexual, y lo que ello suponía en los años del franquismo: represión social, sanción penal, incluido el encarcelamiento, con violaciones consentidas, cuando no propiciadas por policías en los calabozos; azuzando a presos hetero para que las llevaran a cabo, toda una suerte de barbaridades cometidas con homosexuales por el mero hecho de serlo; orientación sexual penada por el propio Código Penal que les consideraba peligrosos sociales y elementos que generaban alarma social y escándalo público notorio. En España ‘maricón’ era un insulto.
Muchas instituciones les consideraban enfermos que debían recibir tratamiento psicológico dentro de las prisiones, cuyas estancias se prolongarán en las mismas en el supuesto de no responder al mismo; por simple orden administrativa del gobernador civil de turno, ya superada la condena judicial. Estábamos ante otra de las páginas negras del régimen franquista, lejana en el tiempo, pero no en las mentes: la Inquisición. Eran numerosos los clérigos que aplaudían estas graves medidas represoras contra la homosexualidad; quizás para tapar tales prácticas, muy frecuentes y toleradas en seminarios y conventos; y en colegios de frailes, en los cuales deberíamos utilizar el calificativo indigno y doloso de pederastia o pedofilia.
El franquismo enviaba a prisión a homosexuales, donde eran sometidos a vejación continuada y otros tormentos físicos y psicológicos, al tiempo que cientos de sacerdotes y frailes cometían abusos sexuales con niños y niñas en la más absoluta impunidad, dico vobis, sin olvidar lo ya mencionado en cuanto a relaciones homosexuales entre sacerdotes y frailes en el recóndito y oscuro ámbito de seminarios y conventos. Mención especial merecen los casos de lesbianismo en conventos de monjas, que las interesadas consideraban simples demostraciones de amor fraternal. Nada más lejos de nos que incidir en la crítica acerba sobre la orientación sexual de cada individuo; nos limitamos a reseñar la hipocresía de aquellos estamentos como la Iglesia que espoleaban con saña la represión contra homosexuales que fue llevada a cabo por gran parte de aquellos gobernantes católicos. Los homosexuales no le deben nada a la Transición española; no estaban incluidos en aquella reforma que terminaría saltando por los aires en 2015. A pesar de que la homosexualidad fue despenalizada en 1979, no sería hasta bien entrado el siglo XXI cuando se diera un tratamiento político a la misma que significó el respeto hacia el movimiento gay, que permanecía todavía agazapado en profesiones como enfermería, marinos, camareros, así como profesionales de medios audiovisuales, que, lentamente, irían saliendo del armario, animados por famosos que ya habían dado el paso adelante. Bien es cierto que algunos famosos lo hacían por cuestión de morbo que redundaría en publicidad, del todo beneficiosa. Llegado el momento de albores del siglo XXI, que se corresponde con nuestra narración, la sociedad conoce, a través de los mass media, la orientación homosexual de políticos, militares y miembros conspicuos de las fuerzas y cuerpos de seguridad, también de algunos clérigos.
En la España rural eran rechazados por principio; si nos referimos a La Encomienda, de forma simplista; es decir, sin entrar en consideraciones sociológicas alejadas de nuestra competencia e interés narrativo, detectamos, con respeto y consideración, a políticos, docentes, algunos en calidad de directores de centros educativos especiales, artistas de bajo perfil, y miembros de grupos próximos a la iglesia que jalean a los párrocos, también confundidos como hermanos en cofradías penitenciales; muchos de ellos casados, no por profesar de bisexuales, sino como la garantía de normalidad que impidiera su aislamiento social; de sobra conocidos en esta zona los homosexuales famosos, incluidos algunos más del común, que, a las puertas de la tercera edad, y ante la nueva realidad que incluye libertad y respeto hacia su personalidad, proceden a divorciarse de sus comprensivas esposas a fin de vivir en solitario los últimos años de su propia sexualidad. Nuestro Enrique, compendio de discriminación social y fracaso existencial, llegado tarde a la nueva situación de sus congéneres, inicia una relación sentimental que le conducirá a sufrir una grave depresión que le arrastrará a la tragedia, empujado, por los depositarios de muchos de sus bienes, ante el riesgo de que éstos les sean exigidos por familiares o por la aceptación de las condiciones que le exigía su novio de la capital, y que hacían referencia a compartir la nuda propiedad de aquellos bienes.
Enrique nunca participó en política, ni tuvo que ver con movimientos gays, algo ciertamente justificado por razón de residencia; en Castilla La Mancha los medios de comunicación no se hacían eco de las reivindicaciones del colectivo homosexual, y mucho menos se publicaban noticias referidas a transexuales, lesbianas y bisexuales, simplemente se les toleraba, a los adultos; porque en lo referente a adolescentes el acoso en aulas y patios de recreo eran algo habitual, agravado porque la dirección del centro se ponía de perfil y muchos maestros, hijos de la Transición, hacían lo propio, en definitiva desentenderse del problema. Algunos políticos castellano-manchegos que comenzaban a hacer acto de presencia en las manifestaciones del Orgullo Gay de algunas capitales, de otras comunidades autónomas, por supuesto; callaban de vuelta en su pueblo. Desaparecidos los partidos de extrema izquierda que fueron pioneros en la defensa de los movimientos homosexuales, ésta quedaba en manos de partidos como Izquierda Unida y su exigua militancia. Colectivos, de siempre en la exclusión social, cuando no en la pura y dura persecución y aniquilamiento, en ciertos países y en éste hasta hace poco.
Podemos asegurar que los homosexuales, a principios de la década de ‘2000’, son tolerados, pero no aceptados, algo parecido a lo que ocurre con los inmigrantes y, en ambos casos, están presentes tanto la homofobia como la xenofobia que comprometen a ciertas minorías violentas, que no son para nada desdeñables, ni en número ni por su actividad; habremos de esperar tres lustros para que la sociedad española más progresista: vascos, madrileños y catalanes, tengan presentes a los homosexuales en todas sus manifestaciones sociales, políticas y culturales; en provincias el colectivo homosexual continuará sin ser aceptado, con un plus de rechazo hacia el movimiento lésbico, que no sufre tanto como el homosexual al resultar mucho menos identificable. La exploración de la sexualidad entre mujeres nos conduce a una suerte de paraíso sexual, en el que todo aquello que de violencia puede comportar la relación entre machos y hembras, con penetraciones agresoras, en cierta medida, no digamos ya en el caso de las anales, propias de los homo pero también de los heteros, que llegan a provocar heridas y a fisurar tejidos blandos, con el consiguiente riesgo de infecciones por trasiego de fluidos.
Si necesaria – necesse est – es la cópula para garantizar la reproducción entre los humanos, y entre el resto de animales vivos y a esa unión debemos el máximo respeto, nos seduce la idea de una sexualidad de tipo lésbico como algo envidiable; y todo nuestro respeto para aquellos hombres que aman a congéneres de su mismo sexo, aunque manifestemos nuestro rechazo a la violencia que lleva implícita la penetración anal; la historia nos recuerda, con imágenes muy vívidas, la violación anal como uno de los grandes castigos, superior, si cabe comparar ambas aberraciones, a la violación de la hembra. Y en el recuerdo, para nuestra vergüenza, el uso que se hizo de ambas atrocidades durante la guerra civil y aún en la postguerra; nos retrajo a otros tiempos que creíamos haber superado. Los criollos argentinos, es decir, nuestros hijos de otra época en paises hispanoamericanos, adaptaron el verbo coger para referirse a fornicar, debido a la orden de ¡cógela! dada por el soldado conquistador señalando a la mujer que huía de sus apetitos carnales del todo injustificados, de sobra sabía el indígena que cogerla sería fornicarla por la fuerza, al significar la violencia de la aprehensión y forzamiento un añadido a su virilidad.
Actualmente encontramos a mujeres insatisfechas que, no alcanzando el clímax, solicitan de su pareja una cierta dosis de daño que suele dejar apesadumbrado al varón recto de conciencia y sentimientos de nobleza. Parece que se impone mejor educación sexual en nuestras escuelas, de forma particular en el mundo rural, donde el sexo acostumbra, a principios de siglo, a ser algo tabú; se comprueba como el joven que se humilla y hasta babea ante la muchacha de sus sueños, tarda muy poco tiempo, no suele llegar al año, en asumir el rol de mando, olvidando la berrea lastimera que le condujo a la hembra. Reaparece el mete-saca expeditivo y su mensaje.
Recordamos a Beatriz Gimeno y hacemos nuestros sus consejos: - “En estos últimos años, debido a la visibilidad de gays y lesbianas y al aparente éxito, todavía más aparente que real, de sus reivindicaciones, la homofobia de algunas personas o de algunos medios, acallada por la corrección política, surge con virulencia. La imagen que se está transmitiendo de gays y lesbianas como triunfadores, adinerados y sin problemas, puede volver a parte de la sociedad en contra de nosotros y que perdamos el terreno ganado en cuanto a aceptación social. Y lo más preocupante es que incluso periódicos progresistas, artífices en parte del cambio social producido, caen ahora en estas generalizaciones”. –
De nuevo aparece la envidia con su temible guadaña; aunque no sería éste el caso de nuestro Enrique; él formaba parte del grupo de homosexuales que, de alguna forma, pedían perdón, y rogaba ser aceptado. Su estrategia no fue acertada y le condujo al fondo de un pozo de campo, sucio y abandonado, cual si de una alimaña se tratara; ahora su preocupación era la de seguir ocultando su patrimonio a la Hacienda pública.
En el invierno de 2002 fallece Teodoro por un cáncer de pulmón, se negó a abandonar el vicio asesino del cigarrillo, la enfermedad cursó en pocos meses y dejó a Isidra en compañía de su madre, ya nonagenaria y de cabeza algo perdida, aún conservando cierta lucidez; algunos sospechaban que presentaba signos de absoluta lucidez, se referían a que podía ser ella quien escondiera su mente en una especie de caparazón en el que convivía con su marido. La hija mayor, viuda del gasolinero, vivía en Andalucía, donde mantenía relaciones sentimentales con un técnico de Telefonica que terminarían en boda, viajaba poco a La Encomienda, era la madre quien se desplazaba a Baeza, donde residía la Luisi que, con el tiempo, había llegado a olvidar la fatalidad que supuso la muerte de Manolo en aquella intrusión del todo irresponsable. En el hostal era su hermana quien había ocupado el rol de hija de la Isidra, aunque también daría que hablar por una relación adúltera, que se venía arrastrando desde hacía años, y que habría comenzado en uno de aquellos negocios de diversificación que les resultaron fallidos a los de “Zagala”, al no encontrar empleados que aceptasen los míseros salarios que se les ofrecían, en la creencia de que implantarían la misma política de recursos inhumanos que venía dándoles un buen resultado, ellos lo entendían así, al menos en el negocio hostelero.
El personal y los proveedores eran diferentes, más formados los unos y de mayor exigencia los otros, al ser los productos de calidad estándar y el cobro de los pedidos hecho, siguiendo la costumbre, con inmediatez, es decir, a la entrega de los mismos. Así pues, los empleados que aceptaron trabajar para ellos eran de nivel profesional ínfimo; no realizaban la limpieza de las estanterías ni el polvo que se depositaba en las mercaderías, ni etiquetaban debidamente los precios, tampoco conocían los de la competencia, fallaban en el trato a los clientes y paraban para fumar y charlar demasiado a menudo. Además, metían mano en la caja, tal y como veían que hacían los dueños, al percatarse de que resultaría imposible cuadrar las mismas al final de la jornada. En las tiendas estas tuvo mucho que ver la hija menor de Isidra, perteneciente a la tercera generación de los Expósito; sin formación de ninguna clase se colocó al frente de aquel negocio, en calidad de coordinadora de los diferentes puntos de venta, y sobrevino el desastre, no sin antes haber permitido que aquello se convirtiera en una especie de Sodoma y Gomorra, encabezado por ella misma, que, a pesar de su condición de casada, se dejaba manosear por uno de los encargados, en los rincones del gran almacén donde recepcionaban las mercancías para ser etiquetadas y puestas a la venta, desde donde alcanzaban a ver otros desahogos.
Su matrimonio había sido arreglado por los parientes al estilo de sus mayores, y el marido, como era de rigor, pasó a engrosar la plantilla del otro hostal, lo que permitía a la mujer cierta libertad de movimientos, que le permitieron alargar jornadas laborales con la excusa de verse obligada a inventariar todos aquellos productos que recibía; de hecho, el negocio estaba bien planteado, en cuanto a la necesidad del mismo en La Encomienda, a salvo la deficiente gestión en cuanto al personal y pagos a proveedores hacía referencia. Aquellos encuentros sexuales resultaron de tal intensidad que unirían a la pareja durante varios lustros. El hombre aquel se casó con todas las de la ley con otra, aún después de conocer a esta Anita, cuya capacidad amatoria era desbordante; convencido de que la relación entre ambos se mantendría. Su impulso podía con todo, ya no les importaba que el resto de empleados les viera en actitudes que dejaban mucho que desear, el mejor inventario era el realizado entre cajas sobre el cuerpo inacabable de aquella dueña, dicho en castellano viejo. Cada día de trabajo les regalaba una nueva experiencia sexual, quizás por aquella clandestinidad de acciones adúlteras, que implica descargas de adrenalina, o bien por el acto en los nuevos rincones acondicionados entre aquel desastre organizativo; también por la satisfacción que producía poder disponer de aquellos caudales, que desataba otro tipo de ambición y facilitaba una vida muelle al acarajotado individuo, testosterona en estado puro que hacía levitar a su jefa, aún en previos momentos a su desnudez, con las calzas a medio desvestir o descomponer fuera de su lugar y situar aquel fulano su cipote en húmedos y resbaladizos recovecos; ella, decimos, restaba descompuesta antes de ser penetrada por aquel poderoso miembro, que semejaba grueso manojo estriado.