Las leyes, primero la del divorcio, y más tarde la del aborto, progresistas las dos, no hicieron mella en la temible cerrazón de estas costumbres y normas de convivencia arcaicas, por las que se regía la sociedad castellana. La ley del divorcio de 1981 enfrentó a los políticos de UCD con la Iglesia Católica, que rechazaba de plano la ley, bien apoyada en el flanco derecho por los demócrata-cristianos, ello a pesar de que la ley trataba de frenar el sufrimiento de tantas parejas rotas, algo con lo que, en principio, la Iglesia debería estar de acuerdo; ocurría que la iglesia de Castilla en particular, junto a una parte de la jerarquía eclesiástica española, seguían estando de acuerdo con los postulados del sufrimiento y la resignación cristianos, como motor de salvación eterna. La Iglesia seguía prejuzgando intenciones y juzgando conductas, igual que antaño. Adolfo Suárez llegaría a dar lecciones de democracia a los malhadados del grupo felipista, que solo acertaban en el yerro, como se comprobó en muchas de sus leyes, con el paso de los años deslavazadas las más de ellas. El divorcio en España se le debe en puridad a las huestes, tan denostadas, de Adolfo Suárez.
En aquel bienio 1980-1981 se negoció con aperturismo, sin cartas marcadas, tal como se había hecho en el trance constitucional; con consenso entre partidos políticos y asociaciones de mujeres; una parte de cuyas propuestas fueron incorporadas al texto de la Ley, promulgada en el verano de 1981. Los tribunales se llenaron de demandas de divorcio, también en Castilla La Mancha, aunque aquí sin darles una mínima publicidad; la separada, que pronto sería divorciada, entraba en el Juzgado provista de embozo y abandonaba apresurada el edificio, como si se tratara de acto delincuencial.
De La Encomienda una de las que primero se puso a la cola, con la debida discreción y ropa de tonos oscuros, sin afeites o maquillaje, a cara limpia con rastros de acné juvenil y con el cabello recogido con cintas moradas, fue la hija maltratada de Tomasillo y Teófila, que no cabían en sí del gozo que experimentaban ante la próxima liberación de su hija tan querida, Soraya, alegre y satisfecha, aunque algo temerosa de su obligado paso por el Juzgado, sito en el pueblo cabeza de partido, al cual se desplazaba en taxi, casi siempre acompañada de su hermano, amigote de la otra parte. En ocasión que se vio obligada a viajar sola, cometió el error, al no encontrar taxista por el mal tiempo que sacudía a la zona, de aceptar el viaje de vuelta con el ex marido, ladino el cabrón y de malas artes que hicieron mella en la muchacha perturbada por aquellos protocolos judiciales que le resultaban ininteligibles. Su abogado no podía ayudarle al residir en la misma población.
A mitad de camino el conductor simuló una avería y detuvo el coche en la linde de un vasto campo de cebada, ella rehusó salir del coche a fumar un cigarrillo como le ofrecía aquel patán malo y desconsiderado, la situación se recompuso ante la presencia de un tractor que enfilaba con el apero de arado ya dispuesto; Soraya que visualizaba, a pesar de la lluvia, la erección de su ex marido, abultada ya en forma de paquete considerable, nerviosa a punto de llanto, se decidió por abrir la puerta y saltar entre el barro dirigiéndose mojada y asustada al tractorista, pocas explicaciones necesitó aquel arriero mecanizado, buen hombre que, tomando una barra de hierro de las utilizadas para separar las cubiertas de las grandes ruedas del tractor, mojado ya hasta la médula al ceder su asiento a la muchacha, arremetió con el coche, un ‘850’ de la ‘Seat’, destrozando a placer los dos faros delanteros y ya de paso el espejo retrovisor, que voló a consecuencia del impacto cual mariposa haciendo quiebros y voladizos. En el fragor y con el ruido de metales y vidrios aplastados, aquella erección se vendría abajo, a buen seguro.
El buen samaritano paró un automóvil que transitaba despacio, ante el diluvio que anegaba ya la linde, cuyo conductor se avino a trasladar a la muchacha, a quien dejó en la misma puerta de “Grandalla”, negándose a aceptar una buena comida y disfrutando de un reconfortante café con leche, acompañado de unos dulces, elaboración de la propia madre de la muchacha. Un año después, ante la ausencia de hijos en el matrimonio fallido, Soraya disponía de la sentencia que oficializaba su condición de divorciada; la anulación de su matrimonio se demoró diez años ya que en el Tribunal de La Rota se caminaba con pies de plomo, pasito a pasito; pero al fin llegó y fue celebrado como la ocasión merecía.
La ley del aborto llegaría cuatro años después, en 1985, impulsada y promulgada por el PSOE y su abultada mayoría absoluta en las Cortes, tanto en el Congreso de los Diputados como en el Senado, se trató de una ley de supuestos, habría que esperar a 2010 para una ley de plazos. Vino a resolver muchas tragedias personales y familiares, aunque se quedó corta, el felipismo promulgaba leyes que, hemos dicho ya, eran de corto recorrido, aunque ellos las vendían cual logros históricos, lo cual no resultaba difícil, al provenir de una dictadura como la franquista. Gracias a esta ley se despenalizaba el aborto, que, increíblemente, seguía siendo un delito diez años después de desaparecido el dictador; pero solo en tres supuestos: violación; riesgo para la salud física o psíquica de la madre; y malformación del feto; y resultó una victoria pírrica para los colectivos feministas y para la sociedad española progresista. En Castilla La Mancha, feudo socialista donde los hubiera, la ley se recibió con indiferencia en algunos sectores; y en los más cercanos a la Iglesia, con un absoluto rechazo. Los párrocos, desde la escalinata, al haber perdido el usufructo de los púlpitos, lanzaron andanadas de críticas feroces al gobierno y rechazaron de plano la pacata legislación abortista recién estrenada.
El aborto en Castilla, igual que el divorcio, era rechazado de entrada y, posteriormente, fue aceptado para las clases sociales bajas, lo cual incluía mancebas y sirvientas o aventuras extra matrimoniales, al librarse el pecador de bragueta del costo del aborto allende fronteras; ya que bastaba con dirigirse a los Centros de la Mujer, algo que podía hacer la interesada sin ningún acompañante, donde le indicarían cómo justificar el supuesto que hacía referencia a la salud psíquica de la madre; era el segundo de los supuestos ya citados: ‘riesgo para la salud física y psíquica de la madre’, que resultó ser la panacea universal referida al aborto en España.
No era nada nuevo, los socialistas, que habían llevado a Londres a hijas y hermanas, igual que habían hecho el resto de políticos de cualquier signo, sabían que había que razonar el aborto en las clínicas londinenses, y aquel razonamiento casi siempre era el mismo: ‘llevar a término el embarazo ocasionará a mi hermana, novia, querida, criada, problemas psicológicos’, algunas secretarias-comadronas, que hablaban español, te exigían una firma, aunque te recomendaban que firmaras con nombre falso. En cualquier caso; las clases medias de La Encomienda seguían acudiendo a Londres y Ámsterdam, donde además de practicarle un aborto a la niña, del que no se enteraría nadie en el pueblo, se podían hacer compras de mucha calidad. A los profesionales les hacía gracia ver aparecer en la habitación, inundada de luz lechosa al macho preñador con un espectacular ramo de flores, como si la mujer hubiera dado a luz un precioso niño. Como es lógico, la recién abortada dejaba el ramo en una de las sillas; casi todos los días se cenaba con rosas rojas en las casas de las empleadas de la clínica; alguna, más necia, se llevaba las flores al hotel, provocando la risa contenida del empleado de recepción.
Estudiosos del turismo abortivo llegaron a la conclusión de que tanto la clínica abortista, como la agencia de viajes, el hotel y la floristería, que también vendía artículos de cerámica, eran de propiedad del mismo grupo empresarial. En “Zagala” se llegó a rizar el rizo de la mala suerte; una de las nietas del patriarca precisó de los servicios de una clínica en Ámsterdam; cual no sería su sorpresa al coincidir en el mismo hotel con una de las familias de relumbrón del pueblo que no pudo negar la evidencia por la huella del miedo que aún adornaba el rostro de la hija, preñada por uno de los empleados de la empresa de su padre, del que, parecía ser, seguía muy enamorada, y entristecida ya que habían enviado al amante a Logroño, con su esposa y los dos niños.
Fuera de los tres supuestos que contemplaba la ley del aborto de 1985, éste seguía siendo un delito en nuestro país, aunque eran pocas, por no decir ninguna, las mujeres que llegaban a pisar la cárcel. Felipe González intentó introducir un cuarto supuesto en esta ley de 1985, cual era, permitir el aborto, o interrupción voluntaria del embarazo, que era el eufemismo que utilizaban al referirse al aborto los políticos, en caso de suponer conflicto personal o social para la mujer. La expresión aborto resultaba cacofónicamente dura, amén de que muchos políticos la habían escuchado como insulto a su persona en numerosas ocasiones, y a veces a sus actos políticos, con expresiones del tipo de: ‘la ley de seguridad vial de los socialistas es un aborto’. En España se empezaba a utilizar lo que vino en llamarse lenguaje políticamente correcto y los miembros de la Academia (RAE) tuvieron que hacer las correcciones oportunas en el diccionario y en nuestra gramática.
Eulogio meditaba acerca de lo que había escuchado al mecánico mientras preparaba su viaje a Quintanilla y lo seguiría haciendo durante el mismo; tenía que resolver un error de filiación en el Registro y aprovecharía toda la tarde y parte de la noche para reunirse con varios de los compinches, dos de ellos eran sus socios en la aventura de la cuadra de caballos, todavía sin perspectivas de compra, a la espera de un crédito bancario que no llegaría nunca. Aspiraba, no obstante, a hacerse con un par de caballos que le otorgaran un cierto pedigrí a los ojos de su nueva familia, e incluso de los empleados, aquellos taimados que hacían mofa y befa de su viejo automóvil, y de su deformidad; él sabía que, a lomos de una buena cabalgadura, sobre una silla española, el animal con la crin trenzada y aderezos, calzado con estribos de paseo, su impresión era muy diferente, como tenía comprobado en las ferias de los pueblos cercanos.
Trataba de no pensar en posibles relaciones de Mercedes, si a eso se refería el ‘chincheta’, del que no podía fiarse del todo, al reunir malas referencias acerca de su persona, claro que no le asustaban los rufianes, sabía tratarlos de mano, vamos que conocía el paño como el que más, pero allí había algo que no le cuadraba; aquel fulano había definido al camarero Javier como pretendiente, no como acosador, aunque al principio de la charla había mencionado algo sobre acoso. Con ella no había comentado nada de lo hablado el día anterior con el mecánico, algo le dijo sobre la necesidad de un automóvil para ellos dos; Teodoro no había hecho ni mención sobre la posibilidad de hacer el viaje en uno de los coches de Demetrio y el Land Rover, nuevo y reluciente, se precisaba a diario para transporte de personal.
Procuró pensar en la parte buena, ahí es nada, haber emparentado con aquellos potentados y desposar a la hija joven y bella, un poco fría para su gusto, aunque bien mirado, ella se limitaba a abrirse y él se refocilaba con una penetración honda, si bien que de corta duración, y ella lo aceptaba siempre; estaba extrañado de que no quedara embarazada, algo que reforzaría su posición dentro del clan; y el fallo no estaba de él, que había preñado en dos intentos a aquella novia del Toboso, que prefirió parir junto a un antiguo novio de su pueblo que aceptó su vuelta, a pesar de tratarse de mercancía averiada, según él mismo manifestó.
Enfermizo entre pensamientos que ascendían a la categoría de celos patológicos, trataba de apartar todo aquello de su mente, tenía que ser hábil, consciente como era de su violencia interior, desatada a menudo por cuestiones fútiles, se manejaba, bien que a bandazos, entre la racionalidad y el despecho, este último resultaba ser mal compañero; Eulogio estaba en la frontera de la esquizofrenia, algo que nuestra Quiteria no supo nunca; el tipo era un borderline peligroso, en tanto en cuanto no había sido diagnosticado y, cuando lo fue, resultó demasiado tarde para todos. Tampoco Demetrio fue capaz de detectarlo, a pesar de su conocimiento de personajes esquizoides, ya que sus compañeros matarifes lo eran; a fin de cuentas el foco del patriarca merchero estaba puesto en los negocios, no en las personas; algunos, temerosos de ser oídos por alguien de la familia, ya habían advertido acerca de la sociopatía del potentado, seguros como estaban de que Diego, su hijo mayor, la había heredado.
Rita no podía hacernos luz; ya pertenecía a otro mundo, el de la constante vela y cuidado de su marido, el negocio le resultaba ajeno y los nietos, bien queridos, que a nadie le quepa duda, pero a cierta distancia, de forma que no interceptaran el flujo o corriente mental que conectaba al matrimonio. El resto de lo mundano; incluidos los grandes beneficios que proporcionaban los dos hostales y las inversiones en bienes inmuebles y grandes parcelas, algunas con naves que eran alquiladas a empresarios de la zona, además de algunas viñas de cierta extensión, no le preocupaba, su vida y la de su esposo se habían fundido en una misma, el resto pasaba a ser secundario; si Demetrio dormía ella velaba su sueño y nada ni nadie podía importunarla.
En “Zagala”, Mercedes había conseguido una cita con Javier, a pesar de ciertas reticencias por parte del joven, a quien tuvo que convencer de la ausencia del marido, que pasaría la noche en su pueblo, obligado a presentarse en el Registro Civil de Quintanilla la mañana siguiente; se le esperaba de vuelta a primera hora de la tarde. Quedaron al atardecer, Javier se ocuparía de que le permitieran no acudir a servir la cena por motivos familiares. Una vez juntos, cualquier reticencia previa desapareció y dispusieron un plan de acceso a la vivienda, ella llevaba ropa de cama de “Zagala” en una bolsa y aseguraba que había previsto hasta el último detalle.