Javier Pérez Royo
Catedrático Derecho Constitucional
Un proceso electoral desarrollado en estas condiciones es difícil que no desemboque en la continuidad de la polarización que ha estado presente en las dos últimas legislaturas catalanas. La democracia española había conseguido evitar tener que recurrir a la protección excepcional o extraordinaria del Estado desde la entrada en vigor de la Constitución. Con la excepción del recurso al estado de alarma por la huelga de los controladores aéreos en Palma, no se había recurrido a ninguno de los institutos previstos en el artículo 116 CE (estados de alarma, excepción y sitio) o en el artículo 155 CE (coacción federal, que es una suerte de estado de excepción autonómico).
A diferencia de lo que había ocurrido a lo largo de toda nuestra historia constitucional sin excepción, en que la normalidad fue recurrentemente interrumpida por el recurso a la protección excepcional del Estado, desde el 29 de diciembre de 1978 no se había producido ninguna alteración de la normalidad que exigiera recurrir a la mencionada protección excepcional. Este es, si no el indicador de éxito más relevante de la Constitución, sí uno de los más relevantes.
Con la aplicación del artículo 155 CE se ha producido la ruptura de la normalidad. Se ha producido con la finalidad de recuperarla, como ocurre siempre que se hace uso de la protección excepcional del Estado. Pero se ha roto. Y se ha roto no de manera menor. La quiebra de la normalidad constitucional afecta nada menos que a la Constitución Territorial, que ha sido y continúa siendo el gran problema constituyente material con el que tiene que enfrentarse la sociedad española.
Se entiende perfectamente por qué el presidente del Gobierno se estuvo resistiendo hasta el último minuto a activar el 155 y por qué intentó que fuera el president Puigdemont el que disolviera el Parlament y convocara las elecciones. Ser el primer presidente del gobierno que quiebra la normalidad constitucional no es algo que guste tener en el curriculum.
La autonomía de Catalunya ha sido uno de los problemas centrales de la democracia en España. No lo fue en el constitucionalismo liberal del siglo XIX, pero sí lo ha sido en el constitucionalismo democrático del siglo XX y de este comienzo del siglo XXI. Atravesó la experiencia constitucional de la Segunda República desde antes incluso de que se aprobara la Constitución en diciembre de 1931 y a lo largo de la aplicación de la misma. Y ocupó un lugar destacado tanto en la “Transición” en sentido estricto (del 75 al 78), es decir, antes de la aprobación de la Constitución, como después de la entrada en vigor de esta última. No hay problema constitucional individualmente considerado, que no sea la Monarquía, de mayor entidad que éste. Y de ahí que quebrar la normalidad constitucional en este punto sea de una gravedad extrema.
Especialmente por dos motivos:
Porque, en primer lugar, la activación del artículo 155 CE es una medida que divide mucho a la sociedad. Tanto que ha sido necesaria la intervención del Rey, a fin de asegurar el concurso del PSOE en la operación. Con dicha intervención se ha producido un cierre de filas de los partidos dinásticos. Pero dicho cierre de filas, ha supuesto que se han quedado fuera de la Constitución todos los demás. El 155 ha introducido una línea divisoria en la sociedad española respecto de la Constitución y respecto de la Monarquía. Desde la entrada en vigor de la “coacción federal” hay una Constitución y una Monarquía de los partidos del 155, pero se han quedado fuera de ellas los demás. Ciertamente, los partidos del 155 CE constituyente una mayoría amplia, pero su activación comporta un desgaste para el mensaje de la Constitución y la Monarquía de todos.
Porque, en segundo lugar, no está claro cómo se puede volver a la normalidad, es decir, cómo puede volver a ejercer en Catalunya el derecho a la autonomía. Pues no se puede perder de vista que las elecciones que han sido convocadas no han sido un ejercicio del derecho a la autonomía, sino de imposición por el Estado. Puesto que van a participar todos los partidos, se puede considerar que en cierta medida queda subsanado ese vicio de origen. Pero el vicio está.
Tampoco se puede perder de vista que, como consecuencia de la activación del 155 CE, quedaron privados del fuero jurisdiccional los miembros del Govern y los diputados del Parlament, lo que posibilitó que el Fiscal General esquivara los órganos judiciales radicados en Catalunya y registrara las querellas por rebelión ante la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo. Estas querellas, no solo por las medidas cautelares adoptadas, sino por sí mismas, están pesando en el proceso electoral y van a gravitar sobre la interpretación del resultado electoral del 21-D.
Un proceso electoral desarrollado en estas condiciones es difícil que no desemboque en la continuidad de la polarización que ha estado presente en las dos últimas legislaturas catalanas. Con dirigentes políticos y sociales en prisión o bajo la amenaza de un proceso penal que puede comportar penas muy prolongadas de privación de libertad y la ruina económica, no parece probable que se pueda volver a la normalidad.
Estas son las circunstancias, en mi opinión, más importantes de las que acompañan la activación del 155 CE. Hay más, pero con estas es suficiente en el contexto en el que escribo.
La democracia española está estrenando su primer estado de excepción. Sabemos cómo hemos entrado. Nos queda por ver cómo salimos de él. En política la puerta de salida no es menos importante que la puerta de entrada.