Manuel Puerto Ducet
Siempre resulta ingrato referirse a cuestiones de carácter político y religioso especialmente cuando no constituyen el tema fundamental del debate ya que suelen manifestarse polémicas y odiosas para quienes se sienten aludidos, pero a medida que fui entrando en materia, me di cuenta que por lo que respecta al caso español, resulta imposible orillar estas dos variables al abordar la actuación de nuestra oligarquía económica y financiera, si es que pretendemos obtener una adecuada respuesta. Un régimen de partidos de perfil endogámico consensuado con los miembros más irreductibles del franquismo, tenía que dejar a la fuerza huella. Diputados sujetos a una férrea disciplina de partido, que conforman las listas electorales en función exclusiva de su servidumbre al aparato. Una organización jerárquica que si la despojamos del barniz democrático, no desmerece en absoluto de un Soviet Supremo. Congresistas y senadores no son en este País, individualmente responsables de sus actos políticos.
España es una especie de Fuenteovejuna política en la que cualquier responsabilidad queda siempre diluida en la dispersa oscuridad de la tribu. Este sistema organizativo es el que permite al jerarca de turno, ser el sólido interlocutor de los lobbys financieros dominantes, que siempre tendrán preparado un trueque que beneficiará a ambos. No es baladí el hecho, de que hayan sido precisamente los países PIGS, los más recientes protagonistas de regímenes dictatoriales de corte fascista. Los coroneles en Grecia, el franquismo en España, las rosas que se trocaron espinas en Portugal y la Italia de los neofascistas y misinos que sigue venerando a la nieta de Mussolini y cuya discrepancia con el que fuera líder del MSI Gianfranco Fini, y hoy hombre fuerte de Italia, se reducía al hecho de que este último se mostraba crítico con el antisemitismo. Cultura política, religión y responsabilidad ciudadana, son las tres variables que combinadas aleatoriamente, arrojan siempre los mismos resultados. Afectada por las consecuencias del fascismo nazi, nos encontraríamos también con el caso de Alemania, pero una cultura de país, una religión comprometida con la ética y una conciencia social, inmunizaron al pueblo germánico de los efectos secundarios de una ideología perversa. Algo parecido aconteció en la etapa colonial, sobre cuya herida no hace falta hurgar demasiado.
Solo cabe comparar la América colonizada por católicos meridionales y la colonizada por protestantes anglosajones. En otras latitudes nos tropezamos con los ejemplos de Australia y Filipinas. No creo que resulte baldío, pararse un momento a reflexionar sobre estas evidencias desgraciadamente inmutables. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que situaciones como esta, puedan ser revertidas. Incluso cambiando el curso de la historia con carácter retroactivo, no lograríamos intercambiar ni voluntades, ni actitudes. Correspondería a los antropólogos dar respuesta a tan ingrata realidad.
Debo prevenir al lector de que cabe la posibilidad de que un servidor esté diametralmente equivocado en sus conclusiones y que pudiera darse el caso de que represente un mérito sin precedentes el haber evangelizado el Nuevo Mundo con la única y verdadera fe. Que tras empalar a los más rebeldes, hayamos dotado a aquellos pobres desgraciados de una lengua que ni en sueños hubieran imaginado y que es hoy una referencia en el último rincón del Planeta; con el mérito añadido de que jamás se le ocurrió semejante iniciativa a anteriores ni posteriores colonizadores. Que pusimos en práctica un mestizaje que no es producto de primarios instintos, sino que fue inteligentemente diseñado, para elaborar una raza que se ha significado como punta de lanza de la civilización occidental.
De ella han surgido los mayores genios de la humanidad, dejando bien patente que los suecos nos tienen una envidia malsana, ya que desde que se instauró el Nobel de las ciencias, no han hecho otra cosa que beneficiar descaradamente a los representantes de todas las Pérfidas Albiones. Dimos muestras una vez más, de pueblo poseedor de una sabiduría sin límites, al enfrentamos en 1936 a una guerra fratricida que jugó benéficamente en favor de los buenos españoles. Reiteramos nuestra ancestral habilidad, al consentir durante cuarenta años, una dictadura regeneradora de nuestros vicios e insanas costumbres.
Llevamos a cabo una Transición ejemplar hacia la democracia, sin perturbar la paz de quienes se habían constituido en verdugos de media España, dirigida con suma habilidad por el sucesor que Franco paternalmente nos designó. Nos dotamos de una Constitución que es envidia de propios y extraños, que nos ha conducido a logros tan indiscutibles como los de que «España va bien» y que «estamos sólidamente posicionados en la Champions League de los países europeos». Ni en sueños podíamos haber imaginado algo mejor.