Manuel Puerto Ducet
Mario Conde mantuvo contactos políticos con Albert Rivera después de salir de prisión la primera vez. |
Pioneros de una inmoralidad Hace ya unos años, se destaparon las emblemáticas «hazañas» de Mario Conde y Javier de la Rosa, que evidentemente cabe matizar. El primero fue un hombre inesperadamente enriquecido y seducido por el poder, que asegura ahora haber escarmentado. El segundo, un pionero y vocacional estafador que se coló en una fiesta de alto standing. Si Mario Conde se hubiese moderado cuando ya disponía de una fortuna como para que vivieran de lujo diez generaciones de «condesitos», ahora sería una persona envidiada y respetada, como lo fue cuando se convirtió en modelo de la juventud pija española. En su vorágine, fue incapaz de frenar; cuando tuvo tres fincas quiso seis, cuando tuvo dos yates quiso tres, el jet privado se le hacía pequeño; al amarrar su yate junto al del rey, es probable que rezara para que este se hundiera y así poder ocupar su plaza. Así hasta que se creyó inmune; perdió la conciencia del miedo, sintió estar por encima del bien y del mal y, en este escenario, la sensación de plácida impunidad no conoce freno. ¿De qué le sirvió su supuesta inteligencia y ser el número uno de su promoción?
Lo peor de esta gente es que no sólo se perjudican a sí mismos, sino que dejan tras de sí un reguero de damnificados. Todo ello no excluye que se aprovecharan sus debilidades para deshacerse de un huésped incómodo que hizo escuela creyendo ser el más guapo, el más rico, el más listo de los banqueros y el más prometedor de los políticos. Independiente de las razones de carácter jurídico que incidieron en la caída de Mario Conde, influyó más el líder de la oposición José Mª Aznar —que lo veía como un rival político— que el entonces presidente del gobierno Felipe González, que consideraba que la pugna entre ambos podía incluso beneficiarle. Lo verdaderamente determinante fue que Botín no podía permitir dos gallos en el mismo corral, sabiendo además que las vacas sagradas de la banca consideraban a Conde un advenedizo y así se lo hicieron saber a Juan Abelló, quien astutamente hizo mutis por el foro. Don Emilio se deshizo de un molesto rival en la banca y Aznar ya no tenía que preocuparse del inminente salto a la política del banquero gallego. No estoy en disposición de criticar los argumentos técnico-jurídicos esgrimidos en contra de Conde, pero sí puedo afirmar con rotundidad que sus actuaciones al frente de Banesto no fueron más deshonestas que las de la mayoría de sus colegas.
Cualquier proceso degenerativo transmitido por osmosis suele contar con una célula madre. Todos los indicios apuntan a la persona de Javier de la Rosa que lanzó al estrellato el modelo heredado de su progenitor. El destino me deparó que en 1979 viviera con relativa cercanía las hazañas de Antonio de la Rosa Vázquez en el Consorcio de la Zona Franca, donde estafó más de mil millones de pesetas (un récord en España antes de que se lo arrebatara su retoño Javi). No llegué a conocer personalmente al patriarca, pero sí a José Luis Bruna de Quixano, cliente de BANIF que fue inculpado por haber firmado los cheques que cobró el viejo De la Rosa. Bruna de Quixano era el consejero-delegado del Consorcio y Antonio de la Rosa le pasó premeditadamente a la firma, los cheques supuestamente destinados a la compra de unos terrenos. José Luis Bruna, fiándose del que era su presidente, los firmó y cargó con el muerto, mientras el viejo verde emigraba a Brasil con los millones y acompañado de una vivaracha jovenzuela.
En España, lo peor que le puede pasar a uno es enfrentarse a un tribunal siendo inocente. Tras varias experiencias, he llegado a la conclusión de que con los jueces sucede lo mismo que con los árbitros deportivos; son rehenes de la ley de la compensación. Parece que se ensañen con los inocentes, para compensar las sentencias de quienes siendo culpables salen absueltos. El delfín Javier de la Rosa no apareció en escena al ventilarse el caso del Consorcio de la Zona Franca, aunque abrigo fundadas sospechas de que en los trapicheos de su progenitor actuaba entre bambalinas. A nadie pareció importarle que los cheques de la estafa hubieran sido hecho efectivos en la Banca Garriga Nogués, que por aquel entonces ya mangoneaba el joven De la Rosa. Javier de la Rosa. Recolector de óbolos dominicales en la parroquia de Santa Gema y fiel cumplidor de los mandamientos de la ley de Dios; especialmente del cuarto: «Honrarás a tu padre». Javier de la Rosa fue el gran precursor en España de una banca de inversión exenta de toda ética.
En 1984, perfiló su primera gran estafa «Quash- Tierras de Almería», siendo consejerodelegado y vicepresidente de Banca Garriga Nogués (el banco de negocios del grupo Banesto). La sociedad almeriense estaba participada por el banco matriz y por un grupo de notables saudíes y kuwaitíes. La presidencia del Banco Español de Crédito la ostentaba entonces Pablo Garnica, flanqueado por un consejo de notables octogenarios. Javier de la Rosa obsequiaba habitualmente a los seniles consejeros con una bandeja de frutos exóticos procedentes de Almería y, poco a poco, se fue granjeando la confianza de aquellos ancianos; este chico promete, se decían entre ellos. Fue convenciendo poco a poco a los miembros del consejo para que suscribieran acciones de Tierras de Almería a título personal, implicándolos de esta forma en un premeditado plan. Cuando el falaz proyecto se desplomó —tal como era de prever—, el terror se apoderó de los honorables consejeros que temieron ver manchada su impoluta y secular trayectoria bancaria. El resultado fue que Banesto no se opuso al laudo que lo condenó a cubrir el agujero que superaba los 10.000 millones de pesetas de 1985.
Javier de la Rosa se apuntó un tanto ante los saudíes y kuwaitíes, que recuperaron su inversión. La gratitud árabe propició que, unos años más tarde, celebrara su rentrée en las altas finanzas, cabalgando cual nuevo Atila a lomos del corcel de KIO. La historia ya la conocen ustedes; por donde pisó, no volvió a crecer la hierba. Javier de la Rosa me fue presentado por Ramón Trias Fargas, cuando era un joven analista en el Servicio de Estudios de Gesfondo-Banco Urquijo. No podía imaginar que aquel individuo que me tendía su cimbreante mano iba a convertirse en uno de los mayores pillos de la historia. Años más tarde, nuestras oficinas en la avenida Diagonal de Barcelona estarían separadas únicamente por la desaparecida cafetería Balmoral. Su mano derecha, Jorge Ventosa, era hombre reservado que adoraba a su hermano Ignacio —con quien yo compartía funciones ejecutivas en BANIF—, a quien me unía una gran amistad (lamentablemente un infarto truncó su vida). A través de este nexo, tuve ocasión de seguir muy de cerca la insólita carrera de De la Rosa.
El hombre de KIO cumplía el precepto dominical en la parroquia de Santa Gema. Era enternecedor verle comulgar con cara circunspecta y, como buen cristiano temeroso de Dios, pasar la bandeja por una hilera de bancos, mientras Josep Lluis Nuñez — entonces presidente del Barça—, con reprimida emoción, se encargaba de hacerlo por la otra. La surrealista escena superaba a la de la mejor película de Buñuel, cuando ambos confluían en el altar mayor para realizar con pía compostura la ofrenda de los óbolos. Apenas tuve tiempo de agitar el cuello para saludarle, cuando en un par de ocasiones me crucé con él a la salida del templo, mientras dos «gorilas» lo llevaban en volandas hasta el coche blindado, que le aguardaba aparcado en doble fila, junto al tenderete en el que se vendían con total desfachatez y dispensa eclesial, souvenirs de Tejero, José Antonio y Franco.