MLFA
Autor de ‘La Saga’
En “Zagala” no había días de descanso, mucho menos vacacionales, éstos comenzarían cerca de finales del siglo; actualmente, ya en los ‘90’, los empleados habían conseguido un día de descanso semanal, siempre que no fuera viernes, fin de semana o festivo; los dueños seguían la política del fundador, es decir, permanecer al pie del cañón de forma continuada, excepción hecha, claro está, de aquellas escapadas a Madrid, incluso a Barcelona, pero de ida y vuelta, ya que nunca dormían en otro alojamiento que no fuera el suyo, para eso estaba Teodoro, que se pasaba los partidos de fútbol – no le interesaban lo más mínimo – durmiendo dentro del coche, a la espera de regresar a casa, a cualquier hora de la noche. Por ello extrañaba la decisión tomada por el hombre éste, el Eulogio, que había decidido pasar la noche en Linares, a dos horas de coche de “Zagala”, siendo más que suficiente emprender viaje de amanecida, eran costumbres innovadoras que no gustaban al resto del clan, quienes disfrutaban algunos días al año en la costa almeriense, no como turistas, sino en el cuidado y mantenimiento de sus pisos en aquella provincia. La expresión vacaciones era tabú en ámbito familiar, y a ningún empleado, por corto de luces que fuera, se le habría ocurrido hablar de alguna vacación disfrutada en compañía de los padres y hermanos. Se decía siempre visitar a otros familiares.
Aquella convivencia generaba tensiones en la familia, que los varones podían aliviar abandonando el hostal con amigos 'ful' que acudían al olor del dinero, esas salidas eran propicias, indefectiblemente, al desahogo sexual con prostitutas; aunque, en honor a la verdad, hemos de reconocer que los ‘Zagalos’ se limitaban al magreo, más o menos considerado; eran sus mujeres quienes recibirían, bien entrada la madrugada, el empellón sexual, ciertamente grosero en las formas, que ellas aceptaban, bien que a regañadientes, salvo que la carga de alcohol de los maridos fuera excesiva, en cuyo caso el rechazo estaba garantizado.
Eulogio anunció que viajaría a ver sus caballos el día martes después de atender la comida en el hostal; Mercedes ya lo tenía hablado con su joven amante, éste, inquieto, se enredaba con una de las empleadas, de pechos prominentes, a efectos de apartar aquella mezcla de deseo y miedo que sentía; se habían prometido pasar la noche juntos, era preciso llevar un despertador fiable y seguro que le arrancara de los brazos de ella, ya que el trabajo arrancaba a las seis de la mañana, así era durante todo el año, claro.
Eulogio decidió no informar del viaje al mecánico, todo saldría a la perfección si actuaba solo, las consecuencias tampoco estaban previstas, mucho menos meditadas; necesitaba conocer la presunta historia amorosa de primera mano, sin intermediarios de aquel jaez. Fue durante el servicio de comida cuando, en un par de breves escapadas, introdujo el machete en el Land Rover, debajo del asiento, así como chocolate y café que justificó para el viaje, y aún le quedó tiempo para distraer un par de billetes, uno de ellos era de los grandes, en ausencia de Teo, a quien la próstata traía a mal vivir, y empleaba tiempo con sus abluciones de bidet, en un vano intento de reducir aquella inflamación, por más que dolorosa.
Emilio permanecía pegado a la televisión, fumando un cigarrillo tras otro, bien atento a la gente que entraba al comedor por oleadas, su mérito era, decía a menudo, estar siempre dispuesto para cualquier eventualidad, normalmente recados de última, para los que utilizaba cualquier vehículo de la casa menos el suyo propio, un flamante Peugeot 604, traído desde Francia, con una de aquellas licencias de importación obrantes en poder de Demetrio, desde tiempo atrás. Ya había pedido las llaves a Eulogio un par de veces durante el fin de semana; por ello había escondido el machete en los bajos del asiento.
Otro problema añadido era el de los kilómetros, más llamativo tratándose de un coche recién estrenado; es por ello que decidió viajar a la Carolina, entre ida y vuelta le haría más de los 260 kilómetros y estaría de vuelta a media tarde, en el inicio de la anochecida invernal. Tendría que esconder el ‘todo terreno’, al menos retirarlo de la vecindad, y ya tenía decidido el lugar, muy al abrigo de miradas indiscretas, tras una ermita medio derruida próxima a la salida del pueblo. El viaje resultó gratificante, el vehículo respondía a la perfección, olía a nuevo, tanto los asientos como aquella especie de tapicería que les habían pegado al techo, a los nuevos, para dotarles de algo de confort; su mente, extraviada hacía días ya, restaba irrefrenable y sin condicionar en modo alguno aquella conducta desviada. Se había prometido a sí mismo no beber ni chispa.
Eulogio habría decidido días atrás dar muerte al joven pretendiente, así como marcar el bello rostro de su mujer, la alevosía era clarísima, todo estaba premeditado; ejercería su derecho en calidad de ofendido, si se diera el caso de pillar a aquellos dos en flagrante consumación, es decir, en el momento de cometer el viejo delito de adulterio en su propio domicilio conyugal. Se consideraba cargado de razón y su actuación se vería como legítima. Su mente seguía aún sin enviar señales de prudencia y cordura, sin advertirle de que aún estaba a tiempo de rehacer todo aquello, incluso de impedir la entrada del malhadado camarero a su vivienda, aunque fuera de necesidad ayudarse de su propia fuerza física, todo antes de perpetrar aquel horrible crimen que llevaba dibujado en mente.
De vuelta en La Encomienda aparcó el vehículo, bebió dos vasos de café del termo y un buen trozo de pan con chocolate, que guardó en uno de los amplios bolsillos de aquella raída trenca que le servía de abrigo y camuflaje, gracias a la capucha; en el otro introdujo el machete, en su funda, pero listo para ser empuñado; se dirigió al edificio con precaución de no ser visto por la pareja, si de cierto acudían allegados, el resto de vecinos no le preocupaban lo más mínimo, ni uno solo de entre ellos le profesaba una mínima simpatía, algo recíproco de su parte.
El viaje, entre nubes bajas y lluvia persistente, le había producido sopor; que, una vez aparcado el coche tras la derruida ermita e ingerido aquellos tragos de café, negro como el cielo de La Encomienda, desapareció como por encanto, posiblemente la copiosa adrenalina también estaría afectando ya a su cerebro poniéndolo en alerta, por momentos acariciaba el machete, como si quisiera asegurarse de que seguía junto a él; al rato mordisqueó un poco de chocolate, y continuó la vigilancia, el mal tiempo, ya desatado, obraba a su favor, los vecinos apuraban el paso hacia las entradas de sus casas, sin pararse a averiguar quien era aquel fantoche, calado a pesar de aquella trenca sayón que recordaba mucho a los antiguos frailones que cuidaban de la ermita.
Eran más de las ocho cuando apareció el coche del camarero; sobresaltado, el corazón vino en darle un vuelco, hasta el momento todo formaba parte de su imaginario desbocado, en un día maldito del que tendría que dar muchas explicaciones cuando los jueces se ensañaran con él a preguntas. Ahora todo cobraba sentido para su mente enfermiza; ella salió rápidamente del coche, se cubría la cabeza con una bolsa de plástico, aún había tiempo de arreglar aquello, el tipejo seguía en el coche, con la ventanilla medio abierta por donde salía humo de un cigarrillo. Eulogio llegó a creer por momentos en la posibilidad de que arrancara, que hacía allí si no, este romeo de mierda, se preguntaba, lo cierto es que ella había subido sola; o quizás esperaba a que volviera para dirigirse a lugar más seguro, preocupado por la distancia que le separaba de su ‘todo terreno’, en el caso de que los amantes tuvieron otro nido fuera de la localidad.
La humedad le calaba ya los huesos, todo su sistema nervioso en tensión y la mano derecha, el brazo largo, acariciaba el mango del puñal, que llenaba el bolsillo y lo abultaba; bueno era que no pasaba un alma callejera, pasaban los minutos y la única señal de vida era el humo que salía del viejo coche del camarero, que debía ir por su segundo cigarrillo. Así sostenía la vista, fija en aquellas volutas que la fina lluvia hacía desaparecer al instante. El camarero era de complexión robusta, aunque de estatura similar a la suya, de un metro setenta y cinco, el pelo descuidado era castaño rizado, sus ojos, muy oscuros, le suavizaban los marcados pómulos, enmarcados por largas patillas a la moda de entonces; él contaba con el factor sorpresa y la violencia desatada que pensaba emplear con la pareja de adúlteros.
Su vista iba del frontal del edificio al tubo de escape del automóvil, con aquella humedad, ya convertida en neblina, detectaría el arranque del motor; al girar la vista contempló impactado la luz que acababa de encenderse en la segunda planta, era su cocina, casi no le dio tiempo, ante el amarilleo de aquella luz, a observar como saltaba el canalla aquél de su asiento, cerraba la puerta con el llavín y se dirigía a grandes zancadas al portal. Pudo verle pegado a la puerta y de espaldas, ya dentro del recinto, todo fue cuestión de segundos; no podía ser, esto no podía ocurrirle a él, se dirigió a su vehículo, una vez dentro y con la calefacción al máximo, encendió un cigarrillo, los brazos ya de remolino, en aquella cabina amplia, hicieron que el cigarrillo fuera al suelo, lo pisoteó con rabia y encendió otro del arrugado paquete.
Sentía una necesidad imperiosa de orinar, lo hizo entre aquellos sillares de derrumbe, con las manos pringosas, había sentido ya varias erecciones, acaso producto de la grave perturbación y los celos apremiantes de deseo hacia su mujer; limpió sus manos con aquella hierba mojada y las secó en la pernera del pantalón; más tranquilo de repente, convencido de que había que terminar con aquello, tiró el chusco de pan, se ajustó la trenca y de vuelta al portal ya llevaba las llaves en la mano cerrada, aliviada la vejiga volvía la erección por su ser y le incomodaba.