viernes, 1 de junio de 2018

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (013)

Ayuntamiento de Almagro

Una semana después volvían a Quintanilla, habían visitado Madrid un día, en excursión colectiva que les había conseguido la patrona de la pensión y, aún con precaución, Rita había hecho suyo al hombre con el que se había casado, dos experiencias tan solo, que resultaron muy gratificantes para ambos. De vuelta en el pueblo, gozaron de la manifiesta alegría de los padres de Rita y del flamante padrino de boda, Tomasillo. Quiteria tardó varios días en aparecer, en ausencia de la pareja se había decidido por hablar con Tomasillo y confesarle que no era huérfano, sino hijo suyo y por ende bastardo, aunque el chico prefería decir que era hijo de ella, sin más ambages, incapaz como era de entender la bastardía y, en cualquier caso, feliz y contento cual hombre bueno, la característica que le acompañaría de por vida, era el contrapunto de la maldad de su hermano, enfangado en aquellas muertes del todo reprobables, inconfesables y que nadie bien nacido le perdonaría jamás. 

La represión franquista no amainaba, bien al contrario, el bienio 1943-1944 fue especialmente duro, continuaron los fusilamientos; las iglesias, convertidas en cárceles, eran lugares donde la crueldad resultaba más patente, a pesar de que curas y monjas se ocuparon de tapar todos los símbolos religiosos, algo que resultaba incongruente con sus prédicas acerca de que ‘nuestro Señor lo veía todo’, a lo que algún preso respondía que no creía que pudiera ver nada, con aquellos velones negros por encima. Dentro de aquel clero variopinto, predominaban algunos elementos venidos de fuera, de provincias especialmente castigadas por los anarquistas de la FAI, mayormente llegaban de Andalucía, concretamente de Jaén y de Córdoba y, aunque no todos eran malos, los había sádicos, elementos cercanos a la demencia, bien por lo sufrido por ellos y sus compañeros de religión, o por simple venganza, que ellos definían como justicia del Señor. 

Entre estos desalmados destacaba don Jerónimo, a quien llamaban don Poque Moque, escupía al hablar; algo que exacerbaba el ánimo del sacerdote, que imponía castigos muy severos, aunque lo correcto sería definir a don Jerónimo como un demente, algo que resultaba habitual entre los miembros del clero, como ya hemos dicho y era reconocido por todos, igual que de todos era conocido que algunos llegaron a dirigir piquetes de ejecución, aunque no era lo normal en estas tierras; aquí, como en el resto de pueblos manchegos, algunos de aquellos curas acudían a las ejecuciones con la excusa de recibir a los penados en confesión, extremo éste que no les impedía degustar el chocolate con churros en la Ramona, a una media hora de camino del mortuorio, junto con algunos de los responsables del piquete, que añadían cazalla. 

Demetrio no se prodigaba con los compañeros, era consciente de que su suegro no veía con agrado estas sacas al amanecer de aquellas prisiones-parroquia, o conventos convertidos en cárceles; era padre de una niña que estaba a punto de cumplir el año, Isidra, en recuerdo de la abuela materna, y que llenaba la vida del matrimonio, convencida Rita de que aquellos trabajos duros y penosos de su amado Demetrio eran de justicia y para el bien de España, que sería beneficio para Quintanilla y pueblos de su comarca, además, no era tema de conversación por expreso deseo de su querido y respetado padre; en ocasiones se hacían eco del dolor de alguna familia vecina, aunque las autoridades se encargaban de ejecutar a forasteros, algo que implicaba un trasiego infernal de vecinos desplazados de sus pueblos para ser muertos lejos de los suyos, lo que ocasionaba graves inconvenientes, al no permitir el Gobernador el traslado de los restos de aquellos desgraciados a sus pueblos de origen. 

Demetrio guardaba el uniforme y las botas en el cuchitril donde seguía viviendo Tomasillo, el chico vivía allí por expreso deseo del mayor; no podía abandonar aquel seguro refugio para sus caudales, enterrados en un rincón de la cocinilla a buen recaudo, allí amarraban el perro que les habían regalado hacía tiempo, que, sin olerlo tan siquiera, velaba por aquella considerable fortuna. Solo Quiteria conocía aquella sucia rinconera, por si fuere de menester poner aquellos dineros en lugar más seguro, y quien abastecía al hijo mayor de trapos embreados que servían para proteger los billetes de la humedad y de los insectos.