Demetrio reunió a toda la familia, a excepción de Mercedes, a quien pidió disculpas y encargó del control de “Zagala II”, ayudada por su tía Edelmira; ambos hostales seguían trabajando a pleno rendimiento; lo que no era óbice para continuar con su política de explotación laboral, amen de incumplir las normas establecidas para la inclusión de todos los trabajadores por cuenta ajena en el Régimen General de la Seguridad Social; muchísimo menos disponer de un marco de relaciones laborales, ni tan siquiera de un cuadro horario; al verse obligados a realizar una sola comida a las seis de la tarde, por necesidades del servicio, a medianoche, liquidado el último turno de cenas, intentaban perderse con las muchachas, a quienes recogían en sus pueblos, después de permanecer de apostadero atentos a la llegada de la camioneta del marido de la Isidra, que cumplía su misión de devolverlas a sus casas, con sus hatillos de comida sobrante, regalada por los dueños o bien distraída de las neveras y congeladores.
Si no había suerte con las muchachas acudían a bares del pueblo, los había que cerraban de madrugada y allí gastaban el montante de propinas conseguidas, escondido en faltriqueras de bajo vientre el producto de la sisa, que, en los tiempos de que hablamos, sumaban monto muy considerable. ‘Neme’ era, por así decirlo, ‘el jefe de los bandidos’, su único rival, además de gran amigo, era Javier; ambos ejercían el control de aquellos buenos muchachos que, en lugar de aprender un oficio, se hacían bachilleres del hurto, engaño, de la mentira y falsa promesa a aquellas muchachas, repletas del atractivo añadido de la hembra joven acostumbrada a mentir en su casa y a no hacer asco a las pajillas que, a veces, eran el último y gratificante recurso a que se veían obligadas en los coches viejos que los muchachos cuidaban con esmero, y que tantas veces, cubiertos de escarcha, incluso helados, había que arrancar a empujón, para poder volver a casa. Sexo lo que se dice sexo era el que practicaban en aquellas espartanas habitaciones, sin calefacción, en las que descansaban con motivo de fiestas y eventos, al tiempo que hacían incursiones (los hombres) por neveras y despensas.
“Zagala II” era un mundo aparte, Diego se ocupaba de que sus empleados fueran familiares de ellos, o entre sí mismos, a los que controlaba y compraba, muy serio el gesto, cuando éstos le pillaban en las habitaciones del personal, casi de madrugada. Diego, al igual que su padre, no hacía vida social en La Encomienda, le había cogido gusto al Madrid de Demetrio; su mundo era el hostal y su vida extramatrimonial era la que podía pillar con las empleadas, todas jóvenes y bien dotadas, como las de enfrente. Su fisonomía y la capacidad de negociar todo tipo de posibilidades del negocio, así como el engaño continuado a proveedores, recordaban al hombre del Común de la Mancha, al merchero que llevaba dentro, de costumbres similares a las de los gitanos aunque no compartía origen étnico.
Se le notaba preocupado; la propuesta de su padre sobre el casamiento de su hermana menor, la guapa Mercedes, por la que sentía especial aprecio, con aquel desconocido llegado de su pueblo le había desconcertado. Aspiraba a que su hermanita casara con un buen mozo de La Encomienda, tal que su propia mujer; si bien comprendía las razones de su querido padre, que temía a un marido clásico, y exigente en el sentido de llevarse a su esposa con él al pueblo, algo que resultaba de toda lógica. Diego era desconfiado, como lo son todos los truhanes, y estaba convencido de que el Eulogio era un don nadie, vamos, que no tenía la menor duda al respecto. Seguro que su padre valoraba esa condición como algo positivo para sus intereses.