La desgracia, para estos pájaros de cuenta, apareció una tarde de otoño en forma de joven muy agraciada físicamente, adicta al caballo, depauperada y hambrienta; había escapado de su casa en Almadén y era hija de un militar de alto rango, algo que se encargó muy mucho de ocultar a aquellos facinerosos que le habían ofrecido trabajo. La bella joven presentaba signos muy claros de bipolaridad, ello provocaba cambios de carácter, subidas y bajadas repentinas de ánimo que desconcertaban a aquellos pueblerinos, ávidos de poseerla, aunque dejaban que la pobre muchacha les tomara confianza.
Un buen día se produjo la temida saca, con la excusa falaz de que le enseñarían un elegante local donde conseguirían heroína de calidad a muy buen precio; eran tres los gañanes y ansiosos tomaron dirección hacia una casilla de campo abandonada y desportillada hacía años lo que provocó un estado de ansiedad en la pobre muchacha, recelosa del camino que habían tomado con aquel coche que no paraba de dar saltos y rozar las lindes llenas de barro de las recientes lluvias. Se divisaba la casilla, justo en el momento en que descargaba con fuerza una de aquellas nubes y el espectáculo era dantesco; también ellos demostraban estar nerviosos, aunque lo disimulaban con cierto aplomo, excitados por el deseo, que aumentaba por minutos debido al alcohol y droga que habían ingerido en su propio local, que había quedado al cargo de una de las muchachas y que resultó ser pieza clave en la posterior investigación judicial.
Dentro de la casilla y a resguardo del vendaval de lluvia, sacaron unas botellas y algo de frutos secos, que llevaban en el coche y comenzaron un baile de extravagancia en el que dos fulanos hacían pareja mientras un tercero lo intentaba con la chica, que se manifestaba remisa. Hacían cambios y se mostraban solícitos con la joven, radiante de hermosura aún a pesar del estrago que producía la heroína en su cuerpo, tan visible como su belleza. En pocos minutos se desató el pandemónium en aquella habitación destartalada al intentar obligar a la muchacha en una especie de catre cubierto con una lona de plástico que parecía de alguna camioneta o similar; al negarse comenzó la paliza, primero con bofetadas de menosprecio, entre discusiones sobre qué hacer, entre ellos, el siguiente paso fueron los puñetazos violentos, entre intentos de forzar a la hembra tierna y llorosa, con su humilde indumentaria hecha jirones, en medio de un olor fuerte a alcohol, orines y la sutil percepción de la testosterona de aquellos cerdos.
Se impuso la cordura, ante la locura generalizada, de uno de ellos, que entrevió las gravísimas consecuencias del secuestro y apalizamiento y abandonaron a la muchacha a su suerte; en la esperanza fútil de que nadie daría crédito a aquella pobre desgraciada; y así habría sido de no ser por el celo del padre de la muchacha, que acudió a solicitar ayuda de compañeros de la Benemérita ya que su estado de angustia le impedía actuar con mente fría.
La muchacha fue hallada al amanecer por un agricultor que acudía al arado de su campo de cebada, estaba herida de gravedad junto a una linde de piedra gruesa, era una especie de muro y la chica sufría ya de hipotermia; el hombre asustado, la subió al tractor como pudo y dio vuelta camino del cuartel de la Guardia Civil, sin atreverse a acudir al hospital y ser denunciado por el personal de guardia. Desde el cuartel se solicitó una ambulancia después de envolver en gruesas mantas de campaña a la pobre mujer apalizada, agradeciendo al buen samaritano su gesto y tomando su filiación con amabilidad extrema; de vuelta a lo suyo fue acompañado por dos agentes veteranos en un Land Rover del cuerpo, llegados al lugar donde estaba el muro se despidieron. El murete estaba próximo a la casilla, allí comenzó, ya de día, aunque oscuro y grisáceo por las nubes, la investigación, más exhaustiva si cabe cuando al mediodía se presentaron compañeros del Cuerpo de Almadén. En aquella ciudad, el Comandante del Puesto había prohibido, en amigables componendas, al padre desolado que interviniera en el caso, fueron dos guardias civiles quienes le trasladaron al hospital de Valdepeñas, junto con su hijo mayor, estudiante de enfermería.
La muchacha presentaba un aspecto deplorable, había perdido un ojo, el izquierdo, y atendían a la hipotermia para evitar gangrenas en alguno de sus miembros tumefactos, uno de sus pies presentaba herida abierta infectada. La investigación en curso comenzó a dar resultados esa misma tarde, al presentarse en el cuartel una de aquellas desgraciadas, se trataba de la que se había quedado al cargo del ‘puticlub’ la noche de autos.
Esa misma noche fueron detenidos dos de los rufianes metidos a empresarios en el submundo de la trata de blancas. El otro, aquel que impidió que la muchacha fuera violada salvajemente, había puesto tierra por medio y fue detenido dos días después en Linares (Jaén) en casa de unos familiares, donde se había refugiado.
Milagrosamente; Juan, el hijo de Tomasillo, no acudió, como era su costumbre, al club de sus amigos, por encontrarse indispuesto, lo cual le permitió seguir de cerca el proceso, y echar una mano a aquellos amigos, sin verse involucrado lo más mínimo. Juan era de suyo un bebedor compulsivo, pero no gustaba de temas de mujerío y prostitución. En su misma casa le habían inculcado el miedo a contraer enfermedades venéreas. Tampoco se vieron implicados en actos de violencia socialistas de La Encomienda que, posteriormente, asumirían cargos políticos de relevancia, a pesar de ser reconocidos por todos como unos sinvergüenzas, claro que la ola del ‘felipismo’ rampante encubría a tantos y tantos desaprensivos que se apuntaron al carro del vencedor, aunque solo fuera, en un principio, para recoger las boñigas de las mulas que tiraban del mismo, ya vendrían tiempos mejores, pensaban estos advenedizos que provenían, en gran parte, de Falange Española y las JONS, donde también había hecho sus pinitos un tal Felipe González Márquez.
Los tres fueron condenados, aunque sólo uno de ellos entró en prisión, donde cumplió pena de varios años y llegó a ser maltratado por otros reclusos. La tragedia tuvo mucha repercusión en la provincia, lo cual no impidió que los clubes de alterne siguieran proliferando en la zona, como en el resto de España. El club de estos patanes violentos pasó a otras manos, y años después fue escenario de un homicidio, lo cual provocó su cierre definitivo; se llamaba la “Rosa Amarilla” y era muy conocido en la zona, hasta él llegaban clientes desde pueblos situados a más de sesenta kilómetros.
Por La Encomienda pululaban ya los nuevos señoritos, se trataba de ganapanes malencarados y como perros se les conocía; socialistas de aluvión que estaban ya a punto de comenzar la andadura de un régimen político muy similar al del fenecido franquismo en lo fundamental, cual era la falta de libertades, la censura de prensa y la corrupción que superaría todos los límites que habíamos conocido durante el régimen anterior y que alcanzaría el clímax en la España profunda, cuyo máximo exponente era Castilla La Mancha, donde hordas de falangistas devinieron en socialistas en cuestión de meses, algo que, increíblemente, fue aceptado por el pueblo llano, en el fuero interno de la mayoría de vecinos, por seguir convencidos de las ventajas del régimen franquista, casi todos por ignorancia y ausencia de una vida en libertad, claro está, y los restantes por sumisión, tan propia del castellano viejo.
La relación entre Eulogio y el ‘chincheta’ marchaba viento en popa, éste proveía al invitado de los Expósito de gran cantidad de información referida a la familia y sus batallas internas, evitando mencionar a Mercedes, a la espera de ser preguntado y hasta repreguntado por ella, conforme ambos compinches se allegaban. Eulogio había conseguido cierta intimidad de parte del patriarca; cierto es que no sabía tanto como aparentaba, no obstante, al igual que hacía el propio ‘chincheta’, adornaba su información con invenciones, aportaba alguna noticia que era de su propia cosecha, o bien hablaba de oídas sin contraste alguno de sus fuentes; su interés era el de resultar conveniente para Demetrio, prendado como estaba de Mercedes, desde el momento en que la vio aparecer en el comedor la primera noche, la de su llegada a “Zagala”, y convencido de que aquella familia sólo le podía reportar beneficios y seguridad a futuro; había decidido no asediar a la muchacha; más bien, por el contrario, manifestar indiferencia, que no estuviera reñida con la cortesía y buenas maneras; esperaba el momento de hacer preguntas directas a su confidente, aquel mecánico caído del cielo cual maná para sus intereses espurios.
Javier era chico listo y no le pasaba desapercibido el pampaneo de aquel muerto de hambre allegado a su patrón; le seguía atentamente con la mirada y procuraba ser él quien atendiera su mesa en el yantar, a pesar de sus formas, ya que ni compostura tenía al sentarse, mientras sus brazos desiguales no paraban de girar, y cabía la desventura de que golpeara la sopera o cualquiera de las bandejas o plaqués y saltara la vianda por los aires.
Empezó a mostrar celos ante Mercedes, que se reía de él y sentía complacida que los celos alimentaban, más si cabe, la intensa pasión que sentía por ella. No se atrevía a comentarle las insinuaciones que recibía de su padre respecto del nuevo invitado de Quintanilla, en el sentido de que Eulogio podía resultar un buen partido para ella y para la familia. La presión de Javier sobre Mercedes comenzó a hacer mella en la mujer; además le llegaban comentarios sobre los devaneos del mozo con las empleadas, ello provocó cierto rechazo y deterioro consiguiente de la relación que mantenían, aunque seguía enamoriscada, en parte por el placer que obtenía del joven, desconocido por muchas de sus amigas, aquellas que no lograban alcanzar el momento cumbre; que procuraban hablar de aquel tema con eufemismos y medias verdades, a tal punto llegaba la ignorancia de estas jóvenes en aquellos años, que veían con tristeza y desazón como los varones, novios, incluso maridos, se satisfacían sobre ellas en un tiempo breve, sin berrea, mucho menos complicidad; se trataba de aparearse y las familias contribuían a ello, al no existir comunicación con las hijas, al fin y al cabo, muchas de aquellas madres, no conocían el placer sexual completo, y tampoco parecía que le dieran mayor importancia.
Lo de Mercedes era diferente, ella era consciente de que su relación ilícita, (para el sentir de su familia), no era conveniente, eran un cúmulo de sentimientos, algunos muy contradictorios, que hacían que empezara a no controlar su situación, aunque seguía arrebatada por su hombre; a veces verle, con mirada disimulada, hacía que la humedad impregnara su ropa interior, mojado ya el borde del pubis, y era un hecho indubitable para ella que era una mujer satisfecha, en ocasiones ayudada por ella misma, algo que no era imaginable en su mundo familiar y social.
Eulogio había abandonado su pose indiferente y se mostraba solícito con ella, sin atreverse a insinuar sus sentimientos, confiaba más en la labor de zapa del padre; aquella mañana fría lucía un sol radiante, y decidió acercarse caminando al taller de su único amigo, si así podía considerarse la relación entre estos dos personajes malignos, llenos de envidia ambos y sin fortuna, fuera crematística o profesional, se trataba de gente sin futuro; aunque el Eulogio veía posibilidades de cambio, su instinto no le engañaba nunca, y Demetrio precisaba de su ayuda para mantener control sobre sus fantasmas, y él se consideraba la persona adecuada para mantenerlos alejados de “Zagala” y sus moradores.
Demetrio ya había arreglado, de acuerdo con su nuera Isabel, la mujer de Diego, el matrimonio de Emilio, su hijo menor, con María, un verdadero ángel; junto con Isidra era la responsable de “Zagala”, aunque admitiendo siempre que el verdadero control del negocio era responsabilidad de Isidra, la hija mayor de Demetrio. El problema que se suscitaba era que, estando todos de acuerdo en la conveniencia de casar a la hija pequeña Mercedes, no opinaban lo mismo acerca del marido elegido, el tal Eulogio; al final, como siempre se impuso la voluntad de Demetrio, éste tampoco estaba de acuerdo en que la elección fuera la más acertada; pero su obsesión por controlar Quintanilla, le predisponía a disponer en su propia casa de un emisario o veedor de cualquiera de las circunstancias que podrían generar sospechas acerca de sicarios que le fueran enviados por algún familiar desestructurado psicológicamente por la matanza cometida con los suyos en aquellos años de sangre y fuego.
Comenzaba a debatirse la posibilidad de que los responsables de la represión franquista rindieran cuentas ante la Justicia; pero no parecía nada probable; Franco había comenzado su Pax fusilando a mansalva y poniéndose de perfil cuando le hablaban de paseos, por entender que se referían a los de don Miguel de Unamuno por la plaza Mayor de Salamanca, antes de acudir a su tertulia diaria en el ‘Novelty’. Fusilando festejaba su penosa agonía, en alarde que el Señor le hizo pagar con unas melenas como cataratas y un encarnizamiento terapéutico más propio de enemigos que de yernos. Ajusticiar a aquellos cinco jóvenes activistas-homicidas fue algo parecido a una patada por la espalda al país, que perdió el prestigio que había ganado de pasito en pasito, con tecnócratas, opusdeistas y algún falangista empedrado, por una descarga de fusilería. Aquellos muchachos, que rechazaron vendarse los ojos y se subieron los jerseys, tejidos por sus novias en Yeserías, para que no los estropearan las balas. El General no tenía conocimiento del significado del perdón, el Cielo se abrió aquel 27 de Septiembre y proclamó sentencia inapelable: ¡morirás con dolor! y así fue, cada minuto de sufrimiento del Dictador era un grito justiciero de los muertos que acumulaba en palacio.