El ‘chincheta’ presto al acercamiento, y a la vista de aquella ruina de coche que le entregaba, expresó su pesar por el exceso de trabajo, pero, no obstante, aseguró que haría todo lo posible para que dispusiera del coche en la próxima semana, además precisaba pedir algunas piezas de las que no disponían en La Encomienda, animándole al paso a que se pasara por el taller; que hablarían del pueblo, y él mismo lo devolvería al hostal a tiempo para la comida. El ‘chincheta’ se había percatado de que se trataba del típico amigo o pariente ful que llegaba para dar el palo con una mano delante y otra detrás, eso sí, aprovechando su condición de paisano del antiguo matarife, y llena de proyectos su desestructurada mente, se convirtió en confidente del recién llegado. El mecánico sabía poco de lo que ocurría en “Zagala”, donde se le consideraba poco más que un apestado cliente, al que había que soportar debido a que la mayoría de clientes del taller entretenían la espera en la barra de la cafetería del hostal.
Su táctica dio resultado; al esconder su bacinismo en las preguntas de carácter personal, ya se encontraba en disposición de hacer al visitante, al que no había preguntado por su nombre; lo miraría en los papeles del coche, preguntas más interesantes para sus fines, una vez ganada su confianza. Era consciente de que el forastero no había reparado en el olor a sudor agrio que despedía, y que de ocasión, lo habían apreciado los camareros, parecía un vapor que llegaba a invadir, casi inundar la pituitaria de los que se encontraban cercanos al sucio mecánico.
A no dudar, los Expósito no eran los únicos que obtenían enormes beneficios de la hostelería de carretera gracias a los elevados precios y a la baja calidad de su restauración, cuya base principal eran las habichuelas y chuletas de cordero que resultaban ser pura grasa, se trataba de llenar estómagos, ello acompañado de vino malo disfrazado con gaseosa a discreción; pasarían unos años antes de que se controlara la ingesta de bebidas alcohólicas a conductores de automóviles o camiones. Desde nuestra perspectiva del siglo XXI nadie en su sano juicio entendería que aquellos viajeros pudieran meterse al coleto media botella de vinazo y cerrar el postre con café y la clásica copa de licor de alta graduación, que a veces era una invitación de la casa.
No eran los únicos ya que las carreteras castellanas se llenaron de locales de alterne, que se conocían como puticlubs, y que obtenían grandes beneficios con anterioridad a la aparición del SIDA, que, como es obvio, redujo el número de visitas a estos establecimientos, que encubrían el tráfico de sexo con la música y baile con mujeres desconocidas, al estilo de salas de fiesta para viajeros y, sobre todo, para los vecinos de los pueblos próximos a estos puticlubes, que decían puticlús, ya que resultaba más coloquial. Comenzaron a instalarse años antes, durante los años ‘70’, pero la gran eclosión tuvo lugar al inicio de los ‘80’, consolidada la apertura, que así se conocía el cambio en nuestro país; no se hablaba de ruptura sino de reforma y ésta iba acompañada del tan manido aperturismo que en el mundo cineasta y de la cultura básica se conoció con el calificativo ramplón del destape. El lenguaje cambiaba, como el país, toda una maniobra para que no cambiara nada en lo fundamental.
La Encomienda resultó ser el epicentro de varios Clubes de Alterne; algunos situados en la periferia del casco urbano y otros en un radio de diez a doce kilómetros, para escarnio de sus sacerdotes ultramontanos, incapaces de convencer a las autoridades municipales del oprobio que suponían esos locales y su actividad para el pueblo; los munícipes de la derecha estaban de traslado, haciendo ya las maletas y tratando de borrar huellas de su paso por el Consistorio, donde habían oficiado de amos y señores durante décadas. Los vecinos no sospechaban que los ediles de recambio, socialistas, por supuesto, harían buenos a los cesantes. Se acercaba el año del Señor de 1983 y hasta el Nazareno solicitó una capa de color rojo para su fiesta anual.
Juan era el hijo varón de Tomasillo; buena persona en el fondo, generoso, más bien pródigo, con los amigos, que vino en dar con malas compañías, a pesar de los intentos de sus padres por impedir esas relaciones. Él renegaba de sus orígenes, consideraba, ya desde muchacho, que la bastardía de su padre, y de los tíos Demetrio y Edelmira, suponía un freno al desarrollo social suyo y de su hermana, ambos preocupados en extremo por ser admitidos en el pueblo; a fin de cuentas, decían, habían nacido en el pueblo.
Se quejaban en exceso, llegando a humillar al padre en ocasiones, sin valorar tan siquiera que su tío Demetrio había conseguido, para todos sus vástagos, y los de su hermano el apellido Gimeno, con el que habían sido inscritos en el Registro Civil de Valdepeñas, ciudad cercana a La Encomienda, en dirección a Madrid. Se trataba de hacer desaparecer el vilipendiado Expósito de sus mayores. El restaurante la “Grandalla” de Tomasillo era muy frecuentado por clientes de excelencia, todos ellos directivos de empresas desplazados a la comarca desde sus centrales o matrices, radicadas en otras capitales españolas, además de viajeros de la carretera, que, año tras año, paraban con gusto en el establecimiento del digno matrimonio, que sabía complacerles en calidad gastronómica y trato de máxima corrección, no digamos ya de limpieza, ya que Teofila era enfermiza respecto del orden y la limpieza, características nada habituales en los establecimientos de carretera.
Al igual que ocurría en la “Zagala”, los clientes de La Encomienda que acudían a la “Grandalla” eran sujetos irrelevantes socialmente, advenedizos y aprovechados de toda índole, incluidos alcohólicos, que acudían en sus motos, bicicletas o algún coche medio desvencijado, en el hostal eran aceptados, siempre que no molestaran a los viajeros; en el local de Tomasillo eran rechazados con amabilidad, aunque el bueno de Tomás no podía evitar que de noche, siempre después del último turno de cenas, aparecieran por allí un grupo de sinvergüenzas, amigos se decían del hijo, que les invitaba a café y licores de las mejores marcas, además de platos de queso y jamón, a modo de recena de aquella chusma. Esta gente andaba embolicada en un proyecto de Club de Alterne, Juan, ávido de amistades del pueblo, no solo les invitaba en el restaurante de sus padres, sino que cogiendo dinero de la caja del restaurante, se marchaba con ellos de juerga por los puticlús más cercanos, distantes de 10 a 20 kilómetros los pioneros de aquella actividad.
En los años ‘80’ había muchos clubes de carretera y si tenías ganas y dinero no te quedabas sin fornicar, aunque ibas un poco a la aventura, no sabías que te encontrarías en el local, mejor acondicionado en su interior de lo que el caserón dejaba entrever, con aquellas luces siniestras y cables que iban desde el poste de la luz al interior del local; en aquellos años los clubes de la carretera no se anunciaban en los medios de comunicación, ibas a la aventura, pero solían estar señalizados y pegados a la carretera, normalmente funcionaba el boca a boca, si algún amigo había disfrutado de la experiencia pasaba el parte a los compañeros; muchos puteros eran partidarios de encontrar algo bueno fuera de su zona habitual, para evitar encontrarse con vecinos o conocidos del pueblo.
En esos años había mucha mujer española, y alguna que era de nacionalidad sudamericana, principalmente brasileñas o colombianas. Los ‘80’ fueron años sin condón, a finales, en pleno apogeo del SIDA, la situación cambió y se pasó al todo con condón, por parte de los clientes españoles, más adelante, cuando nuestro país se llenó de inmigrantes, volvió el desmadre y el contagio de enfermedades de transmisión sexual aumentó de forma exponencial, incluido el SIDA, que envió a muchas de estas pobres desgraciadas a centros de acogida, en condición de enfermas terminales. En cualquier caso, la idea de contraer una enfermedad venérea era contemplada por muchos como un mal inevitable al mantener relaciones sin protección con mujeres de mala vida, que así se decía, como si la de los clientes fuera buena.
En los años ochenta, como hemos dicho, casi todas las mancebas eran españolas, al igual que el resto de la población, que todavía no era multicultural, sería ya metidos en los años noventa cuando contratarían (es un eufemismo) mujeres de la Europa del Este, Rusia, Polonia y de la extinta Yugoslavia, y más tarde se incorporarían a los clubes de carretera algunas procedentes de Rumanía y Bulgaria.
Los puticlús eran íntimos, dotados de luces tenues y las chicas iban en ropa interior, algunas con lencería fina y el sistema establecido de forma implícita consistía en invitarlas a unas copas para meterles mano e incluso algo más en el reservado. Las habitaciones solían ser pequeñas y cutres, aunque algunos disponían de habitación especialmente decorada y más limpia para clientes VIP.
Existía la posibilidad, previo pago de un estipendio extra al propio club, de llevarse la chica elegida fuera del local, bien al coche del cliente o a un hotel en condiciones, de los muchos que había en la carretera, parecidos a la “Zagala”, que era receptor, al igual que “Zagala II” de esos amores carnales.
A fin de cuentas la ropa de cama se lavaba siempre con lejía por orden expresa de la esposa de Demetrio. Más adelante comprobaremos como aconteció la tragedia, en una saca de una de aquellas muchachas, en la que se vio implicado Juan, el hijo de Tomasillo, si bien de manera indirecta.
En los ‘80’ no se contrataba por tiempo, sino por servicio. Podías contratar sólo un francés (fellatio), o un completo, que incluía caricias o masaje, francés y el coito final; no incluía besos, ya que la mayoría de mancebas nunca besaban en la boca. En el momento del orgasmo se acabó el servicio. Un completo venía a durar media hora, ya que la pobre desgraciada hacía lo posible para que lo alcanzaras (el orgasmo) lo antes posible.
Como curiosidad, en aquellos años no se depilaban el pubis; años después todas lo hacían, y antes de que el SIDA aterrorizara a la población, era normal que ella te preguntara si lo querías hacer con preservativo o bien a pelo; con posterioridad a 1983, fecha de aparición pública del síndrome, el condón se hizo obligatorio, bien es cierto que la norma no se llevaba a rajatabla, para no perder a determinados clientes. El precio normal de un ‘completo’ eran 10.000 pesetas, si incluía griego, que lo hacían muy pocas chicas, el precio era 15.000 pesetas. Aquellas que pretendían ser de más nivel cobraban 15.000 pesetas sin hacer griego. Los equivalentes a los fast-fuck actuales cobraban 5.000 o 6.000 pesetas por el completo. El precio normal de solo masaje con final feliz, o solo francés era 5.000 o 6.000 pesetas.
Resulta evidente que eran precios muy altos para los años ‘80’, porque son prácticamente los mismos precios que en la actualidad; ello se debía a que en aquella época había muy pocas prostitutas, casi todas españolas, ahora hay bastantes más, la mayoría extranjeras. Debemos reseñar que algunas de las mujeres, normalmente jóvenes, que plantaban sus reales en clubes de carretera lo hacían para costearse las drogas a las que estaban enganchadas.
La banda de canallas que merodeaba alrededor de la “Grandalla” se mostraba complaciente y amistosa con Juan quien, además de invitarles continuamente; este muchacho, de naturaleza noble, era desprendido, diría pródigo, debido a su baja autoestima y al deseo de pertenecer a un grupo social del pueblo, en el que fuera reconocido, además de que podía ayudarles, siquiera informarles, acerca de locales a pie de carretera, donde instalar un club de alterne, que era su intención. Juan terminaría arruinando a su familia, que se limitaba en su infinita bondad a tomar dinero suficiente de la caja registradora para así poder pagar a los proveedores, antes, claro está, de que el hijo la desvalijara de un plumazo casi a diario. Ocasión hubo en que desde la juerga nocturna correspondiente en los clubes de alrededor, se llegaban a Madrid, donde tomaban un vuelo para Canarias, con regreso a las pocas horas, liquidado todo el efectivo.
Este gang estaba constituido por dos o tres empresarios de poca monta y algún dirigente del partido socialista que llegó a ocupar cargos políticos de cierto relieve. En poco tiempo, de sobra conocidos por los dueños de locales próximos, consiguieron un cuchitril infecto y un par de chicas drogadictas, situado a 15 kilómetros de La Encomienda, en una pedanía agrícola, y lo más importante, situado a pie de carretera. Estos clubes se abastecían en gran medida de muchachas enganchadas a las drogas, muy principalmente a la mortífera heroína o caballo, y provenían de cualquier estrato social; ya fueran hijas de latifundistas, funcionarios de cierto nivel, o bien procedían de familias desestructuradas, a menudo por culpa de un padre jugador o alcohólico, ya que ambas taras eran frecuentes en esta tierra, que permanecía en el atraso, mientras el resto del país intentaba sumarse como fuera al tren del desarrollo económico y del progreso social que se atisbaba ante el cambio que ofrecía el partido socialista, a punto de ganar el poder a través de las elecciones, ya cercanas en el tiempo.