jueves, 10 de octubre de 2019

'Saga de La Encomienda' por Martín L Fernández-Armesto 155/158

Ayuntamiento de Quintanar del Rey

La construcción jalaba de la economía y lo hacía sin tener en cuenta el urbanismo exigible, en algunos casos con deficientes redes de saneamiento y distribución de aguas, al no existir control municipal, ocupados como estaban los regidores en la firma de licencias y el cobro de comisiones ilegales que corrompieron a funcionarios y empresarios, además de a ellos mismos. La gran corrupción comenzó en los ayuntamientos, gobernados por el PSOE en Andalucía, Castilla La Mancha y Extremadura; y por el PP en gran parte del resto de España; siendo reina de la misma la Cataluña de los Pujol y su partido corsario, nombrado CIU, y fruto de la fusión entre la nueva burguesía catalana y aquellos meapilas, no menos corruptos, de ‘Unió’, quienes serían, más adelante, arrojados al alcantarillado de la historia de infamia de la Cataluña vejada para siempre por elementos como Pujol y Durán i Lleida, acompañados de Mas y toda aquella patulea de corifeos, que se acercaban por los madriles con sus incómodos cuellos de camisa, al asalto de las suites de los mejores hoteles de la capital del Reino, de las que se hicieron dueños por usucapión, a lo largo de tres décadas. La escopeta nacional se había convertido en un rifle de asalto en 1982, presto a ser utilizado, como se pudo comprobar en años posteriores. 

El espejismo del trabajo seguro y el dinero fácil, en los sectores de la construcción, hostelería, automoción, telefonía, y todo tipo de negocios instalados como complemento de los mismos, dotaron de vehículos y recursos a toda una pléyade de jóvenes sin atisbo de formación, mucho menos de cultura, que cayeron en brazos de la droga, con consecuencias fáciles de contrastar; otros jóvenes, éstos pertenecientes a la etnia gitana en riesgo de exclusión, asumieron el rol de camellos, que, después de cuatro o cinco años de entradas y salidas de calabozos y juzgados, darían con sus huesos en prisión para largas estadías; algo con lo que ellos no habían contado en sus correrías y sufrirían la quiebra de sus vidas para siempre. Y el país entero se endeudó. 

La autovía de Andalucía se convirtió en el eje neurálgico por donde transitaba la droga camino del resto de comunidades y países europeos; al mismo tiempo que frente de batalla de bandas de gitanos fornidos, bien armados y peligrosos en extremo, que salían de cacería varios días a la semana en los cotos entre Madrid y Jaén, dando palos sangrientos en gasolineras, clubes de alterne y en bares y restaurantes temerarios que abrían de noche, ávidos de mejorar la caja diurna con aquel aluvión de viajeros que se desplazaban hacía Andalucía, donde florecían como setas en otoño segundas residencias, adquiridas, durante el boom inmobiliario, por los miembros de clase media, incluso media-baja, de Madrid, Castilla y León pero, sobre todo, por vascos hacendosos que detestaban la humedad de sus ciudades norteñas. Se generó alarma social como no se había conocido nunca en la planicie manchega, de siempre encrucijada de caminos, desde los remotos años del bandolerismo; la respuesta llegó de la Guardia Civil y sus cuerpos especiales, los famosos lobos, ya conocidos de nuestros lectores. La delincuencia se llevó por delante a cientos de jóvenes, la gran mayoría de etnia gitana, para sufrimiento de sus mayores, que consideraron irreparable el daño sufrido, por haber consentido aquella mala vida de los suyos, el oropel gitano duraría una década, sin contar la siguiente, ya que la pasarían de viaje entre prisiones, especialmente conocidas por ellos las de Córdoba, Jaén y la Mancha, sin collares ni relojes de oro que les eran requisados, mucho menos bugas potentes y tuneados, que habían sido la admiración de vecinos y parientes. Años después ocurrió aquello que tan a menudo se cita, lo del mundo al revés, algunos de aquellos leguleyos que no habían podido impedir la entrada en prisión de sus clientes: muchos camellos y otros crueles atracadores, les sustituirían como camellos de traje y corbata, a la llegada de la crisis que asomaba el testuz. 

Los gobernantes del PP habían decidido que España asumiera, de una vez por todas, su cuota parte de bolsas de exclusión social, al igual que el resto de países europeos, hacinando en barrios – guetos - a aquellos irrecuperables, a los que se dotaría de magras ayudas para hacer frente al pago de reducidos alquileres; en aquella lotería, a Castilla La Mancha le tocarían gran parte de los números, al ser de propio áreas deprimidas, en las que no se vislumbraba futuro en décadas. El grupo “Zagala” continuaba en caída libre, a pesar de la bonanza económica reinante en el resto del país, incluida Castilla La Mancha; sus establecimientos habían pasado a convertirse en marginales, ruinas expuestas al sol manchego, y sus empleados se buscaban la vida, hartos de la tozudez, rayana en el desprecio, de los dueños, en no cumplir con pagos salariales, y de sus mentiras y trápalas continuas. Uno de aquellos, tunecino, muy peligroso, procedía de Cataluña, de donde había sido expulsado por varios delitos de poca monta, una vez descubierta su radicalidad religiosa. Bebedor y mujeriego, no respetaba el Ramadán. 

Aprovechó un viaje a su país, para reunirse en Djerba con miembros de mafias dedicadas al tráfico de personas, magrebíes y subsaharianos, que utilizaban nuestro país como puerta de entrada hacia la soñada Europa central, aunque muchos de ellos se instalaban en Francia, que contaba entonces con ochocientos mil inmigrantes procedentes del Magreb, la mayoría eran marroquíes y argelinos; resultaba fácil desaparecer en las banlieue de las grandes ciudades de Francia, también en Bélgica. De aquellas reuniones, en las que el tunecino de “Zagala” les dio a entender que contaba con la anuencia de los dueños de los hostales – se trataba de un tipo charlatán y jactancioso – salió un compromiso firme, que comprometía al camarero de noche de “Zagala” a dar acogida, durante períodos de cuatro horas – más / menos – a los inmigrantes que arribarían a la Mancha de matute en camiones despachados en la aduana de Tánger, que viajarían hasta Algeciras en la naviera Limadet, abanderada en Marruecos, cuyos tripulantes se pondrían de lado en las maniobras de acomodación de los paquetes, en los grandes garajes de aquellos buques ferries que, además de carga rodada, transportaban miles de pasajeros al día. 

Franqueada la aduana española, enfilaban la autovía a toda prisa, les quedaban 600 kilómetros por recorrer hasta La Encomienda, adonde tenían programada la llegada sobre la medianoche, ya que los controles policiales más rigurosos se desplegaban a partir de esa hora, conocían el cambio de turno de la temida Guardia Civil, que tenía lugar una hora antes, a las once, siempre con precisión militar. Aquel primer viaje se demoró un día sobre la fecha prevista, el tunecino no podía saber que se trataba de una prueba a la que le sometían, por temor al chivatazo, tan habitual en ese tipo de tráfico, y que a veces procedía de vecinos de los viajeros, por razones de envidia, la mayoría de ocasiones. Era muy importante trasbordar a camiones de matrícula española aquellos pasajeros, antes de alcanzar los suburbios del sur de la ciudad de Madrid, allí donde los controles para impedir el tráfico de drogas estaban a la orden del día, como bien sabían los conductores marroquíes. 

Al día siguiente llegaron los dos primeros inmigrantes, lo hicieron media hora antes de la medianoche, inmediatamente fueron alojados en una de aquellas habitaciones utilizadas por el personal, la mitad de ellas vacías y desvencijadas, el tunecino les proveía de bocadillos de queso y atún, y sendas botellas de agua, aquella gente llegaba deshidratada y en condiciones lamentables, al ser los conductores verdaderos mercenarios hideputas sin atisbo de compasión hacia sus paisanos, hacinados entre las mercancías y recibiendo golpes en curvas cerradas y en frenazos desconsiderados, a veces por problema de sueño del camionero. A las tres de la mañana llegó el camión español que se haría cargo de los paquetes, el conductor aceptó un café bien cargado y unos dulces de aquellos industriales, después de entregar un sobre al tunecino, que guardó a buen recaudo de camino a la cochambrosa habitación donde dormían aquellos dos, que ni tan siquiera eran paisanos suyos, que habían pagado mil euros cada uno por el trayecto hasta Madrid, adonde llegarían en hora de apertura de Mercamadrid, inmersos en la avalancha de camiones que se acercaban al mismo, allí se perderían entre las luces del amanecer, o bien contactarían con representantes de la mafia de Marruecos, en el caso de que quisieran seguir viaje hasta Francia, previo pago de otro contrato, éste, entre Madrid y Lyon les costaría mil quinientos euros por cabeza. Saltaba a la vista, por aquellos precios, de que se trataba de una organización de nivel alto y ello redundaba en mayores posibilidades de éxito y los paquetes aquellos lo sabían. 

“Zagala” se había convertido en centro de trasbordo y enlace de inmigrantes ilegales, parece ser que sin conocimiento de los dueños, aunque comentarios llegaría a haber para todos los gustos, ya que el tunecino era un botarate, incapaz de chapurrear el español después de veinte años de estancia en nuestro país. Fuera como fuese, aquel negocio le proporcionó pingües beneficios, y no parece que resultara rentable para los Expósito, de hecho la Guardia Civil lo descartaría de plano a lo largo de la instrucción. Las cosas se torcieron, varios meses después, con motivo de la llegada de una pareja de subsaharianos, aquella hembra era espectacular, su tono de piel era el del ébano y sus facciones suaves, provenían de Mauritania; el camionero no se la quitó de la cabeza en todo el viaje, imaginaba perversiones al volante de su camión lleno de verdura, entre cuyas cajas se bamboleaba aquella pareja de desgraciados, al compás del movimiento de ejes y ruedas, acurrucados y abrigados con gruesas mantas, al tratarse de mercancía refrigerada. 

Llegaron a “Zagala” unos minutos después de la medianoche; el conductor se dirigió en lengua árabe al tunecino, quien, a pesar de tratarse de un dialecto diferente, entendió el mensaje que le imploraba aquel maldito sinvergüenza, éste dudó acerca de complacer su petición, pero tuvo en cuenta que se trataba de un conductor reconocido, había realizado varios viajes con aquella carga humana. Decidió invitar a un filete de carne con muchas patatas fritas al varón, que no era musulmán, saltaba a la vista de cualquiera, ya que admitió de muy buen grado el vaso de vino tinto que le ofreció aquel truhán, al inicio de aquella conversación, arte éste en el cual era muy versado el tunecino. Mientras tanto, el otro desaprensivo acompañaba a la mujer a la habitación de descanso y espera del otro medio de transporte. En el acomodo de la negra en aquel reducido catre trató de ayudarle, a lo que ella se mostraba del todo reticente, y decidió volver a la barra a por un vaso de leche bien caliente, que esta pobre le agradeció, bien dulce como estaba. El tipo, excitado del todo, intentó acomodarse junto a ella, momento preciso en que la hembra comenzó a proferir gritos que parecían de gran agonía, a lo que respondió el camionero con empujones y bofetadas, en un intento desesperado por hacerla callar como fuera. El primero en acudir fue el marido, que atendió solícito a su esposa, presa de histeria e incapaz de controlar aquellos gritos que parecían alaridos. Pocos minutos después aquello era un pandemónium, al aparecer dos huéspedes que se habían echado ropa encima, lo primero que habían pillado, decididos a llamar a la Guardia Civil y a los dueños, a pesar de los ruegos del tunecino que exigía devolver a la pareja al camión aquel que los había traído. El olor a aceite quemado se extendió por aquellas dependencias del servicio, al abrasarse las viandas con que pensaban entretener al pobre marido. Por la cabeza del tunecino había pasado, unos minutos antes, y como un sueño fugaz, la posibilidad de montar a la hembra, si ella accedía a los requiebros del conductor, y llegó a decidir un pago por el servicio, de llevarse a cabo. 

No había transcurrido un cuarto de hora, quizás menos, cuando agentes de la Guardia Civil irrumpieron en el establecimiento y se hicieron cargo; primero de la situación, y posteriormente de los cuatro protagonistas: camionero, camarero y los dos inmigrantes, después de atender a la mujer de color, tarea que se encomendó a una enfermera de urgencias que se trasladó al hostal y que acompañó a la desventurada a las dependencias de la propia Guardia Civil, al rato otra patrulla, esta vez de la policía municipal, procedió a precintar el camión, que más tarde sería decomisado. Antes de proceder al precinto un policía tuvo la brillante idea de ordenar la descarga de todas aquellas toneladas de verdura y ponerlas a buen recaudo, antes de que se estropearan. A la descarga acudieron dos agentes de la Benemérita, que dejaron constancia de que no había personas en el interior del vehículo, un ‘Volvo 560’ nuevo de trinca, y matrícula del vecino reino alauita, que llegaría a decomiso por transporte ilegal de personas. 

Emilio llamó a su amigo funcionario de prisiones, aquel que estaba enamorado de María, su mujer; éste se brindó a colaborar con la familia y ocuparse del camarero; fue lo que generó las sospechas malintencionadas de varios vecinos acerca de la responsabilidad de los dueños del complejo en el tráfico de inmigrantes; siendo así que las malas intenciones se ubicaban en la mente del funcionario, que despreciaba al moro, como le decía él, pero trataba de impresionar a María y de conseguir favores de sus amigos de “Zagala”. En mala hora aceptó aquel encargo ya que el tunecino hablaba del funcionario, en el patio de la cárcel, como si se tratara de algún amigo íntimo, llegando a contar que el funcionario quería acostarse con su jefa, que él lo sabía todo de aquella casa. Cierto es que causó extrañeza que se ocuparan de su defensa y cuidado en prisión. Tres años después la extrañeza fue mayor, al recolocar de camarero al convicto, encontrándose en libertad vigilada. 

La planicie manchega actuaba a modo de estación modal, un perfecto intercambiador de toda clase de envíos, bien fuera de drogas, inmigrantes o – algo peor – transporte de mujeres que serían prostituidas a la fuerza, procedentes de lugares tan lejanos como China y Camboya. Era geoestrategia pura y dura al encontrarse Madrid protegido y blindado, según su alcalde, que no sabía lo que nos esperaba unos meses después, pero es que Gallardón era muy impostado. La autovía había ganado la batalla al ferrocarril, mucho más fácil de controlar, y se contaban por cientos los caminos rurales que, como si se tratara de afluentes, iban a parar a la autovía; ello abría multitud de vías de escape, utilizadas a la más mínima señal de alerta enviada por móvil desde el coche piloto, vehículo que precedía, absolutamente limpio, a aquél que transportaba drogas o personas, técnica copiada de grupos terroristas, usuarios también de la Autovía A4.