domingo, 24 de abril de 2022

'La Saga de La Encomienda' - La Mancha - MLFA 2015 - (074-076)

 MLFA, autor

Bono, el Paje de Bono, y Barreda (6 'Audi-6'), los artífices del sub-desarrollo de Castilla La Mancha, llegaron con una mano delante y otra detrás.

El día siguiente, de buena hora, Teodoro trasladó a los novios al aeropuerto de Barajas, donde tomarían un vuelo a Palma de Mallorca, allí iban a gozar de su luna de miel; el destino había sido elegido por Demetrio, éste no quería oír hablar, como le había sugerido Eulogio, de visitar a la familia de Quintanilla, mucho menos en uno de los coches de la familia. El viejo Renault 7 ya no arrancaba, casi abandonado del todo; lo que tenía muy enfadado al ‘chincheta’, puesto que se alargaban en el tiempo las visitas del Eulogio, ocupado por su matrimonio y a la espera del lugar prominente que le dispensara su suegro dentro de la estructura familiar. El ‘chincheta’ estaba dispuesto a utilizar su último cartucho y esperó paciente la vuelta de los recién casados, protagonistas en su sucia mente de imágenes sexuales que excitaban a este pobre diablo en demasía.

No habiendo ocurrido nada de relevancia durante la primera noche, al estar Eulogio ebrio del todo y limitarse a un cubrimiento de aquella gacela entristecida, y que esparció de súbito presto su semilla por el vientre de la muchacha que obligó a ésta a levantarse del tálamo adornado para la ocasión y lavarse de buena gana aquella viscosidad que lucía repelente en forma de manchones. Algo brilló en su mente y le animó sobremanera; al amanecer, medio resacoso todavía, el varón, ella tiraría de sábanas, por recato (diría más tarde) al estar manchadas de sangre y resultar ofensivas a la vista. Ello a pesar de que no había sido penetrada, algo que no sería discutido por el novio por cuestión de hombría y por su estado de embriaguez notoria, ya que todos pudieron verle trastabillando al subir las escaleras que conducían a la suite nupcial del hostal, la que siempre ofrecían a los recién casados que celebraban el convite en “Zagala”; suite a la que tenían una especial aversión casi todas las empleadas que, en muchos casos, contemplaban, además de semen y sangre desparramados, rastros más que evidentes de llanto en fundas de almohada. Isidra les tenía ordenado que no mezclaran aquella ropa con el resto y aumentaran la cantidad de lejía en el lavado con agua muy caliente. Y Mercedes había logrado salido airosa de una situación complicada.

Javier abandonó el servicio a mitad del banquete, alegando que sentía bascas y fingiendo que había vomitado, retrasándose en la limpieza de los servicios comunes por higiene. Nadie dio la menor importancia a la escapada del camarero, pendientes, como estaban todos, de brindar con deseos de felicidad dedicados a la nueva pareja de casados. Demetrio, impávido, asistía al evento rodeado de sus nietos, que le hacían mimos y carantoñas, agradecido el patriarca, pero con su mente muy lejos de aquella estancia engalanada. A media tarde dio instrucciones para que se invitara a champán y un pedazo de tarta a los huéspedes del hostal, conforme fueran llegando de su viaje o de sus tareas y negocios en los pueblos de la comarca. Tan solo María, la esposa de Emilio, se percató de que algo iba mal; ella conocía bien a sus empleados, y éste en concreto, Javier, no solo disfrutaba en los servicios de bodas u otros eventos festivos, sino que permanecía atildado hasta el último momento, y hacía frecuentes viajes al baño, no para vomitar, sino para repeinarse y acicalarse, lo suyo era un muy buen servicio y ligero coqueteo con las invitadas, que a veces le era devuelto. El muchacho era, clarísimamente, un narcisista.

María se afanaba en colaborar con sus empleadas en devolver a la normalidad el trabajo en el hostal, en volver a lo cotidiano; en su mente, además del viaje a las Baleares de su cuñada, trataba de revivir en su mente escenas de la boda, de forma particular las correspondientes al banquete; recordó a su esposo flirteando con la hermana de Eulogio, una ordinaria que les atronaba con sus salidas de pata de banco que trataban de resultar jocosas, pero dotada de unos pechos enhiestos y henchidos cual bocoy repleto de mistela; entre ellos un canalillo que se perdía en un pozo insondable, era su cara sana como una manzana verde, pero con alguna zona de vello entre dorado y madera y algún pelazo negro que estropeaban el conjunto.

El viaje a Mallorca fue un completo desastre; iban a pensión completa y todo pagado en un hotel de lujo del paseo marítimo de Palma, en los dos primeros días Eulogio gastó en ropa, para él mismo, todo el dinero que les había dado, en sobre cerrado, Demetrio; Mercedes tuvo que pedir más efectivo a su padre, que les envió un giro postal urgente; con ello pudieron terminar la semana y realizar algunas compras para la familia. En cuanto a la coyunda, desde la primera tarde, Mercedes comprobó con qué especie de animal se había casado.

Arreglada y maquillada para salir de paseo y recorrer los centros turísticos de la capital mallorquina, ella aspiraba terminar la noche en una de las discotecas de las que tanto le había hablado María, pero tuvo que soportar como Eulogio le arrancaba la ropa con ojos de deseo, la montaba a medio desvestir y se vaciaba en su interior. La media barba de aquél hombre y sus lágrimas terminaron por deshacer afeites y peinado; él gemía como un animal en celo y le apretaba con fuerza los pechos; a media noche, después de visitar una de las salas de fiesta, se repitió el ataque, ya que no cabía otra definición para aquellas embestidas, lo único positivo era que el fulano padecía eyaculación precoz y el tormento duraba poco, sin contar el intenso lavado vaginal de la muchacha, muy preocupada por un embarazo no deseado. María le había hablado de Londres, pero no creía que Eulogio consintiera en ello; era tarea suya evitarlo sin enfurecer a aquel advenedizo que se había hecho con el favor de su padre. La semana resultó un suplicio, resolvió hablar con su cuñada en cuanto volvieran a “Zagala”.

En el aeropuerto de Madrid estaba el buenazo de Teodoro; hombre instruido por su trabajo de camionero autónomo y anteriormente taxista proclive a la educada charla con el cliente que se prestara a ello, el cual se vino a dar cuenta, al momento de los abrazos, que aquello no había resultado un éxito, a pesar de que el Eulogio hablaba sin parar de las maravillas de la isla de Mallorca y cubría de palmadas en la espalda a su cuñado, que tomó de su cuenta el equipaje que portaba Mercedes, una bolsa liviana, dejando en manos de aquél parlanchín, el maletón del matrimonio.

En su fuero interno, Teodoro, cambiando ya la gentil sonrisa de bienvenida por su característico rictus de seriedad, pensó que Demetrio, por quien sentía muy grande respeto, había cometido un error al arreglar aquel matrimonio, sin ser consciente, el Teodoro, por su forma de ser, de natural bondadosa, de lo inconmensurable de aquel error, el tiempo le daría, en cualquier caso, la razón, para oprobio de toda la familia. Como primera medida, tanto Teodoro como su bendita esposa Isidra, ensayarían un fair play, bien que rudimentario, con aquél recién acoplado al clan que auguraba malos tiempos para el mismo.

A los recién casados les esperaba el piso de Mercedes, amueblado y decorado, limpio y con olor a lejía, después de emplearse a fondo las muchachas de “Zagala; Eulogio no podía ocultar la enorme satisfacción que sentía, se consideraba propietario del piso y de la dueña del mismo, no se le ocurrió pensar, en aquél momento, en cómo restallaría la rojez de la sangre en aquellas paredes blancas recién pintadas, el piso tenía ya unos años, desde aquella compra (tan) ventajosa realizada por Diego para los cuatro hermanos; después del crimen sería abandonado, ya que ni tan siquiera se atrevieron a ponerlo a la venta. Allí se desgració a un hombre en plena juventud y se mató a Demetrio, que moriría unos meses después del luctuoso suceso que allí aconteció. Pasarían pocos meses para que la lejía volviera al piso, pero esta vez a sus paredes, no a los suelos.

Y arrastraría también al ‘chincheta’, cuya vida experimentaría un giro copernicano, reducido al ostracismo y utilizado políticamente como peón de brega por los de izquierdas y de derechas del pueblo; una vez que se vio obligado a buscar, fuera de su pueblo, mujer para mal yacer y procrear. En el recuerdo, la Maritornes de don Quijote, descrita por nuestra memoria, a fuer de yerro: "Servía en la venta asimesmo una moza, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo bizca y del otro no muy sana. Las espaldas, que algún tanto le cargaban, le hacían mirar siempre al suelo". El ‘chincheta’ ya le había diseñado esbozo en su imaginación, del todo perturbada.

En La Encomienda; los munícipes del falso rojerío sentaban las bases para la instauración de un nuevo régimen político y social que perdurase en el tiempo durante décadas, en perfecta simbiosis con las autoridades autonómicas de la Junta de Comunidades y provinciales de la Diputación; se trataba de una suerte de nacionalsocialismo que bebía de fuentes de la iglesia y de principios ‘joseantonianos’. Comenzaron por garantizar al clero local que sus actividades, rayanas en el integrismo religioso, serían no sólo respetadas, sino subvencionadas en sentido estricto; el opio del pueblo, así se consideraba, vendría a favorecer el tránsito de los socialistas, que no era otro que mantener al pueblo sumido en la ignorancia, hacia su perdurabilidad.

Tanto es así que igualaron en témporas, cual ciclos litúrgicos, las estaciones del propio franquismo, que se sucedieron sin solución de continuidad, ya que, en Andalucía, Extremadura y Castilla La Mancha, llegarían a medirse en decalustros, con un breve interregno en el caso de estas dos últimas regiones citadas. Si con la iglesia montaraz, dizque cateta en la mayoría de pueblos de la región, resultó fácil, otro gallo cantaría con las fuerzas empresariales; ahí exigían mayores garantías que el clero, y hubo que pactar con el sindicato hermano, y ya puestos, lo harían con el primo, el sindicato radical que, al fin y a la postre, resultaba ser más de lo mismo, ya que aspiraban al verticalismo de antaño, donde la jubilación estaba asegurada, siempre que los delegados se acostumbraran a rodear los dogmas, algo que a todos convenía.