Habían nacido el segundo hijo de Teófila, Juan, y el cuarto de Rita, Emilio, ambos varones, nuevo motivo de alegría y satisfacción para el resto de la unidad familiar, ante la indiferencia del personal empleado. El trabajo, desbordante, es compartido por hijos y extraños, los primeros no perciben salario, es la razón por la cual les resultará extraño, en generaciones venideras, que los camareros y las mujeres de limpieza del complejo reivindiquen salarios que no sean de mera supervivencia y con los descansos regulados, el clásico ‘comen lo mismo que nosotros’, que es la gran falacia del paternalismo, comienza a resquebrajar la coordinación entre propios y ajenos. El patriarca empieza a ser muy consciente de esta crisis de crecimiento, ya en ciernes, y del desmadre organizativo y funcional que origina la excesiva confianza entre desiguales, así como la prolongada convivencia entre ambos grupos.
Es el momento de tomar medidas, éstas comienzan por separar la familia, dotando a Tomasillo de los recursos suficientes como para comenzar, de forma autónoma, bien en el sector de la hostelería, a imagen y semejanza de “Zagala”, o en otro sector, si esa fuera su decisión, algo que satisface a Tomasillo y su mujer, agobiados por el ritmo que imprimía su hermano mayor a la vida del clan. Edelmira se convierte en el enlace entre los varones y colabora con ambos en las respectivas cocinas y en el control de las empleadas, a quienes trata con bondad extrema, siendo apreciada por todos, en aquel mundo de locos donde el dinero entraba a raudales, claro que para beneficio exclusivo de la familia. Tomasillo, acompañado de Teo, con los hijos al cuidado de Edelmira, encuentra un establecimiento en la misma carretera, en el municipio de La Encomienda y recibe las mismas facilidades que su hermano de las autoridades municipales; no consideran la necesidad de levantar dos plantas con habitaciones, como les recomienda el hermano patriarca y se limitan a la restauración, de mucha calidad, superior a la que conocían en “Zagala”, limpieza esmerada y trato de absoluta corrección a los clientes.
A principio de los años ‘60’ la pasión de los españoles por el fútbol era incontenible, sobre todo para los seguidores del Real Madrid y Barcelona, también, en menor medida, los dos Atléticos, el madrileño y el bilbaíno. Es la década prodigiosa del Real Madrid que ganará ocho de las diez ligas disputadas entre 1960 y 1970, y también la década del relevo generacional ya que cuelgan las botas dos de las figuras más emblemáticas del futbol de la era de Franco, que así se llamó la época, Di Stefano y Puskas; este sentimiento futbolero no pasa desapercibido a Demetrio que, utilizando sus contactos políticos en la capital, logra que le presenten a Santiago Bernabeu, don Santiago, a quien invita a “Zagala”, presentándose como apasionado seguidor del club merengue, el equipo que representaba el régimen y la españolidad, por contraposición al Barcelona, apoyado por los nacionalistas catalanes y por las clases progresistas del resto de España.
De vuelta en La Encomienda plantea a sus hijos y yerno la creación de una Peña Real Madrid, que, justo es decirlo, fue festejada por la familia, ya que no gozó de la aceptación de los serios madridistas del pueblo. La escasa vida social de Demetrio tenía lugar en Madrid, adonde se desplazaba en su flamante Buick comprado al estraperlista, con su yerno Teodoro al volante, el marido de Isidra y antiguo camionero con el que Demetrio había arreglado la boda de su hija la mayor, confiado en que el hombre se vería satisfecho de la relación que le unía a “Zagala”, como así resultó ser, a lo largo de toda su vida, que llevó con toda dignidad por su condición de castellano viejo.
Se aprovechó la condición de conductor profesional de Teodoro para montar una empresa de taxis de gran turismo cuyo único cliente era el propio Demetrio Expósito, dueño de la misma; se podría decir de este hombre que nunca dio puntada sin hilo, conocía las leyes, que existían para beneficiarse de las mismas, en la medida en que ello fuera posible; algo habitual entre los hombres del régimen franquista, sistema corrupto desde el primer momento, desde su llegada al poder tras la victoria de Abril de 1939. Todas las puertas les eran abiertas, como podremos comprobar con el transcurso del tiempo.
La Encomienda languidecía, se recuperaba del conflicto bélico, aunque no había sido pueblo muy afectado por el mismo, por su condición de lugar de paso; ya se había librado de represión cuando los franceses pastoreaban estas tierras a sangre y fuego, y lo hacía lentamente, bajo la admonición de la Iglesia local, que ejercía un férreo control sobre la feligresía y frenaba todo atisbo de progreso social o avance cultural que no fuera dirigido por ella misma.
Mientras esto ocurre en la España profunda, cuyo máximo exponente es Castilla La Mancha, en el Vaticano se hacen eco de las protestas obreras de finales de los años ‘50’ y fuerzan a los obispos españoles a que reclamen una mayor distribución social de la riqueza, al tiempo que les sugieren que recuperen la neutralidad política, característica del ecumenismo, dentro del adecuado respeto al poder político, en suma, una velada crítica del buen Papa Juan XXIII a la injerencia del franquismo en las decisiones de los eclesiásticos, siendo así que parte de la Curia española comulgaba con los postulados franquistas; nos atreveríamos a cifrarla en una gran mayoría de prelados que, a su vez, distribuían a los párrocos por los pueblos de la geografía española siguiendo directrices de las autoridades del Movimiento, particularmente de sus alcaldes.
Una parte del episcopado español, en País Vasco, Cataluña y Valencia, pondrá el foco en los problemas sociales, de acuerdo con la nueva Doctrina Social de la Iglesia que anuncian ya los precursores del Concilio Vaticano II, que abrió sus puertas en 1959 y fue clausurado en 1965 y significó una revolución en el seno de la Iglesia Española. Castilla y Extremadura son las dos regiones más beligerantes con los postulados del Vaticano II, de hecho se oponen frontalmente a las conclusiones del mismo. También Madrid se subirá al carro del progreso a finales de la década de la mano del Arzobispo Tarancón, hombre del Concilio Vaticano II sin ambages.
En La Encomienda lo vivieron en sus carnes los frailes que fundaron publicaciones cuyos serios contenidos ahondaban en la Doctrina Social de la Iglesia, así como en la más justa distribución de la riqueza que reclamaba Roma; fueron destituidos de la redacción de aquellas revistas parroquiales, y éstas fueron entregadas a los párrocos, que las utilizaron como sus altavoces a partir de finales de la década del mismo Concilio, el integrismo llegaban a la librería del pueblo, de la mano de la prensa del Movimiento. La Iglesia local había pasado directamente de la plaza Mayor al escaparate de la librería, regentada por un conocido fascista de la localidad. Ese episodio filocultural de carácter integrista protagonizado por los párrocos contó con el apoyo de fanáticos laicos, hombres de la cultura de medio pelo de la localidad, que mantuvieron a los vecinos en la más absoluta desinformación, manipulando las informaciones que llegaban de otros puntos de España, donde la renovación ya se estaba dejando sentir, llegando, incluso, a tildar de traidores a determinados obispos y cargos de la mismísima Conferencia Episcopal, como fue el caso de Tarancón, quien sintonizaba plenamente con esta renovación promovida por el Concilio Vaticano II.
La jerarquía católica española no estaba preparada para el cambio que suponía el Concilio Vaticano II; Roma había pasado de sugerir reformas a recordar al episcopado español que el nuevo marco de referencia establecido se tenía que acatar obligatoriamente, lo cual reforzó las posiciones contestarias al mismísimo régimen del General Franco, e inevitablemente surgieron las tensiones internas dentro de la Iglesia española, que generaron un grave distanciamiento del Vaticano respecto de la Dictadura Franquista.
A resguardo del vendaval que azota a la Iglesia en aquellos años; la “Zagala” era lugar de parada y descanso de miles de turistas; Demetrio había acertado en todas sus predicciones, aunque no sabía que aquel turismo tenía ya una denominación sociológica, se trataba del turismo de masas, que venía a equilibrar nuestra balanza de pagos, enriqueciendo de paso a esta familia, de manera ilegal, es decir, utilizando medios esclavistas en materia laboral y social; a sus empleados les era negado cualquier tipo de vida social, incluso familiar, ya que los horarios eran impropios, por desproporcionados e injustos, y comenzaba el acoso sexual, a renglón seguido del laboral, o quizás como consecuencia de éste, hacia las muchachas que se dejaban los riñones limpiando de rodillas la ingente cantidad de bruticia y desperdicios que se generaban cada día en el establecimiento.
“Zagala” trabajaba ya a pleno rendimiento, diríamos que desbordado de trabajo por la ocupación máxima, que se mantenía día a día, sin hacer distingos en los cambios de temporada. A mediados de los ‘60’ el personal no daba abasto; tres y hasta cuatro turnos de comida y dos y tres turnos de cena, aderezado con varios autobuses cada día que vomitaban entre cuarenta y sesenta pasajeros, ávidos, claro está, de hacer sus necesidades, eso en primer lugar, en unas condiciones de suciedad extremadas, tonificarse con un café con leche y bollería (elaborada para ese tipo de establecimientos), o bien ingerir refrescos, nunca lo suficientemente fríos, como era de necesidad para el viajero acalorado y agobiado; hacer una llamada telefónica familiar desde un teléfono que se tragaba las fichas, más adelante fueron monedas, a una velocidad que era inusual, se trataba de un robo, en este caso telefónico.
Respecto del tan deseado café con leche, se daba la circunstancia de que en “Zagala” habían conseguido dos cafeteras, se decían exprés, de contrabando, claro está, y las instrucciones impartidas por los hijos del nuevo magnate, también exprés, eran que debían cargar a tope las cazoletas o receptáculos metálicos donde se depositaba el café molido, y ante la extrañeza de aquellos camareros, les aclaraban que cada una de las cargas debía utilizarse cuatro veces, antes de proceder a la recarga de la misma; ello provocaba que los viajeros visitaran de nuevo el reservado, esta segunda vez para aguas mayores, al tragarse los posos, así que la siguiente tanda de autobuses se encontraba letrinas en vez de cuartos de baño.
Llegó un momento en que la situación era insostenible; la solución propuesta por Diego, el hijo mayor, fue salomónica; los viajeros de autobús, muchos de ellos emigrantes en busca de mejor futuro, utilizarían las letrinas; los pocos viajeros nacionales de automóvil eran invitados a utilizar los servicios de los comedores, igual que los turistas extranjeros, ese trato diferenciado tenía un efecto muy positivo ya que aumentaban las ventas de queso, miel y chucherías variadas, por parte del viajero agradecido; incluido un chocolate en tableta que producía efectos laxantes varios kilómetros después de su ingesta, algo extraño ya que de siempre se había dicho que el chocolate era astringente. Esa era la razón de la desaparición o hurto de los rollos de papel higiénico el elefante, los pobres turistas sabían que lo necesitarían unos cien kilómetros más adelante, en pleno campo. El viajero honrado, bien disciplinado, que rehusaba proceder al hurto de los rollos del elefante, se proveía de unos palmos de aquel papel áspero, icono de la España de Franco, que colaboró, junto con la deficiente alimentación general, a la aparición de hemorroides en gran parte de la población. Al viajero despreocupado le quedaban a mano las hojas de mazorca de maíz, y las prisas por recuperar su asiento en el autobús y engullir queso, como le recomendaba el compañero de viaje de al lado.
España se definía como un país insólito, plagado de contrastes y lugares misteriosos, entre estos últimos podríamos considerar los servicios de la “Zagala”. Otro de los trucos que subían las ventas consistía en asegurar a aquellos pobres desgraciados de los autobuses, por los que la familia no sentía ningún respeto, era transmitirles que si comían queso y aceitunas, vendían muchos botes de cristal llenos de aceitunas inmersas en un líquido maloliente y aceitoso, no se marearían en el viaje, y así sucedía, a cambio sobrevenía el estreñimiento que les amargaba las vacaciones, o los primeros días en Hospitalet de Llobregat o en Baracaldo, donde acudían en busca de mejores y más dignas condiciones de vida.
España restablecía en los ‘60’ su disciplina financiera, fijaba un sistema de cambio de moneda realista, el comercio exterior se liberalizaba a luces vista; también rebajaba progresivamente su intervencionismo, marca de la casa del régimen franquista; todo ello provocó la llegada de visitantes, que aportaban (bienvenidas) divisas a nuestra balanza de pagos, pero nadie pensó en las condiciones de uso y disfrute de los cuartos de baño de aquellos bares y restaurantes de carretera, situados en las largas rectas de la planicie manchega. Son años de Coca-Cola, los americanos la impusieron, al tiempo que las bases militares; el problema era que los chicos de la “Zagala” no sabían, por entonces, que había que servirla muy fría, ya que templada sabía a orines.