Ayuntamiento de Toledo |
Demetrio
permaneció en vela, seguro de que Tomasillo dormía profundamente, bebió un vaso
de leche y salió hacia las tres; el dinero, pensó, estaba a buen recaudo, rezó
un padrenuestro por el camino y se subió el cuello de la camisa de franela,
empezaba a refrescar. Cuando
llegó al lugar se encontró solo, al poco divisó una luz que oscilaba, era
Justino en su vieja bicicleta, en la parrilla el saco con las pistolas, no
habían vuelto a hacer instrucción, Justino decía que no se podían desperdiciar
balas, que lo había dicho don Anselmo. Dejó la bicicleta apoyada en un fresno
pequeño y sacó algo de almorzar, a Demetrio le pareció tocino negro, pero el
compinche no hizo ademán de invitación.
Eran
pasadas las seis, todavía oscuro, cuando escucharon el traqueteo de la vieja
camioneta, junto al ‘negro’ venía un falangista conocido del pueblo que se
mantuvo aparte, mientras bajaban a aquellos cuatro pobres desgraciados, dos de
ellos traían la cara tapada, Demetrio dedujo que serían vecinos del pueblo; no
se equivocaba, uno de ellos había sido alcalde, nunca llegó a saberlo, Justino
no le abría su confianza.
Esta
vez el trabajo fue limpio, cuatro disparos y uno de remate, precisamente al
pobre alcalde republicano. El falangista se acercó a los matarifes, Demetrio
escondió las manos en los bolsillos del pantalón a toda prisa y sintió
necesidad de orinar, lo hizo junto a la bicicleta de Justino, mientras el de
falange prevenía a Justino de una saca
de dos docenas de hombres de la comarca, cambió el gesto adusto y con un rictus
que quería ser complaciente, le dijo que había dinero, mucho dinero, pero que
era necesario contar con fosas bien trabajadas para evitar el escarbe de
alimañas.
Demetrio
estaba bien dispuesto, pero necesitaba una vida social, siquiera poder invitar
a salir de paseo a Rita, ésta, un poco más joven que él, se veía alojada en la
soltería y no es que fuera torva o contrahecha, de estatura media, rostro
inexpresivo, a veces huraño, su cuerpo era muy completo de hechuras, aunque no
bien curvado. Cuando se veían, en la plaza, se hablaban poco, siempre de lo mal
que se vivía y ocultando Demetrio que era poseedor de una pequeña fortuna, lo
cierto es que Rita le serenaba el alma y podía olvidar, aunque brevemente, sus
atrocidades que, curiosamente, no le impedían dormir, tampoco ser galante con
Rita, incluso soñador, la madre de la muchacha, sabedora de su origen bastardo,
no veía con buenos ojos al pretendiente, pero, como aseguró a su Antonio:
nuestra Rita va a cumplir los 25 y no veo otra solución para ella que el
bastardo de don Anselmo.
Era
sábado cuando Demetrio recibió la noticia de la llegada de una docena de
desgraciados; las fosas, habían excavado dos, eso sí, muy hondas, para poner
obstáculos a las alimañas del campo, no fueran a desmochar las tumbas, como las
llamaba Demetrio, y tras ingerir el vaso de leche que, indefectiblemente,
vomitaría horas después, marchó al lugar donde había sido citado, iba pensando
en comprar una bicicleta, pero contando con el permiso de su madre, andando
tardaba más y facilitaba que le viera algún pastor madrugador.
Llegó
al sitio al tiempo que la camioneta, Justino, nervioso por su tardanza, la lió
a empujones con él, haciendo visible su pistola engrasada; en cuestión de
minutos la cordada estaba formada, además de maniatados, iban sujetos por una
larga cuerda, a fin de evitar que alguno decidiera despavorido salir huyendo y
gritando por aquella cañada. Esta vez Demetrio sentía miedo, eran demasiados
hombres, bien amarrados y el Negro se había quedado para ayudar a tapar la gran
fosa negra, a unos metros de donde se encontraban, pero él sentía frío y miedo,
a pesar del sudor de la caminata, pensó en el dinero y en Tomasillo, no quería
sentir a Rita en medio de aquél infierno a punto de estallar en ruido y humo, el
olor a sudor agrio empezaba a ser insoportable y las nubes, cada vez más bajas,
no presagiaban nada bueno.
Demetrio
sufrió un fuerte empujón propinado por Justino que le apremiaba con blasfemias
y perdió el equilibrio, empezaba a llover y casi arrodillado recibió la pistola
que le ofrecía, tomándola por el caño, la grasa se escurría por los goterones
de lluvia y temió que se le escapara de entre los dedos.