Demetrio aprendía rápido el oficio de cocinero, se daba buenas mañas y se sentía espoleado por su suegro, hombre activo y puntilloso, un perfeccionista de lo suyo que vigilaba el menor detalle de cada comanda que salía por aquel ventanuco al comedor; sabedor como era de que aquella gracia y primor en la decoración de sus platos se vendría abajo en la mesa de aquellos clientes, hombres rudos dedicados al menudeo entre los pueblos de la comarca y que eran más de cucharón que de forquilla y cuchillo, presentes junto a los platos y que, de necesitarlo, preferían el uso de sus navajas, normalmente de buena calidad, que Antonio vendía, un poco a escondidas de los alguaciles, buenas facas que le traía un viajante de Albacete, a pesar de ser mercadería controlada por las autoridades, bien que incapaces de marcar prohibición, para no enfrentarse con los agricultores, para quienes constituían herramienta y no arma de ofender o agredir. No obstante, Teo, ayudada a veces por Tomasillo, fregaba aquellos cubiertos aunque no hubieran sido utilizados por los comensales, propicios al eructo y expulsión de esputos, sin miramiento alguno por la cubertería o mantel ni tan siquiera por el resto de comensales.
Tomasillo era feliz; de repente había encontrado una madre real, no de acogida, y tenía trabajo y, lo más importante, estaba relegando al olvido las vejaciones sufridas en el orfanato, de vez en cuando salía con Teófila y se sentaban a beber horchata en la plaza Mayor, eran almas gemelas, ella huérfana por la guerra, sus padres fueron trasladados a Madrid por los rojos, con engaño, incluso pudo acudir a despedirles a la estación con su tía Matilde, la hermana de su madre; justo hacía un año que les fue comunicada oficialmente la muerte de sus padres por las hordas rojas, fue en Aranjuez seis años antes, allí realizó su última parada el tren con destino a Atocha (Madrid) y estaban moviendo hilos, con más pena que resultados, para intentar traer los restos al pueblo y tenerlos junto a ella, les costaba mucho dinero, aunque el alcalde había prometido que todos los hijos de Quintanilla volverían con los suyos y había empeñado su palabra en ello, ya habían transcurrido siete meses de aquella alocución que hizo pública el regidor desde el balcón de la Casa Consistorial, a su derecha estaba el inefable don Anselmo.
Justino había conseguido un ascenso en el ejército, a pesar de haber entrado en el mismo de forma harto irregular, aunque más exacto sería definirlo como ilegal, él decía que era cabo pero de cucharón, como si viniera de largo su nombramiento y trataba con consideración a Demetrio por su nueva situación como cocinero de Casa Antonia y al tiempo voluntario en el ejército de tierra, libre de instrucción y acoplado en exclusiva a los piquetes de ejecución, actividad propia de verdugos, pero muy bien remunerada, al proveerse de fondos públicos y privados. Llegó a sentir envidia del bastardo y en la soledad de su pisejo de renta municipal soñaba con hacerse con los caudales de Demetrio; los suyos menguaban día a día por su mala vida en el burdel de la Alberta, a la salida del pueblo, y las partidas de cartas clandestinas, algo para lo que no estaba bien dotado, ya que sus ojos, además de maldad reconcentrada, revelaban su jugada a los adversarios, que le desplumaban de continuo.
A finales de 1946 Justino era confidente de la Guardia Civil, actividad que le reportaba un cierto poder sobre los vecinos, al tiempo que rechazo; conocedor de ello, Demetrio se distanció, aún más, del otrora compadre de ajusticiamientos, ellos no mencionaban la palabra paseo, mucho menos asesinato. La decisión de apartarse de Justino resultó acertada, tanto que pudo salvar su vida, es cierto que en la decisión intervino su madre que le aconsejó pedir la baja en aquél pelotón de fusilamiento al que pertenecía en calidad de voluntario. Demetrio intuyó que detrás del consejo de su madre subyacía el mensaje directo de don Anselmo, nunca se refería a él como su padre. Cumplimentada la baja por razón del trabajo como mano derecha de su suegro que absorbía su vida y aceptada la misma por el Brigada, pasó recado a Quiteria, que se presentó en el piso de Tomasillo a hora convenida de antemano.
- Demetrio, hijo mío; no parece que en Madrid agradezcan las tareas de limpieza que venimos llevando a cabo en esta zona de La Mancha; soplan ya nuevos vientos que se sustancian en indultos de forma generalizada a lo largo y ancho del País.
Demetrio nunca había escuchado hablar de política a su madre y sintió un ramalazo de cierta admiración, más intenso desde su condición de padre, y aprovechó para comunicar a Quiteria que Rita estaba de nuevo en estado y que todo marchaba bien. Ella le interrumpió, con suave voz y le tomó de la mano para felicitarle.
- Tienes que sacar el dinero del escondrijo y envolverlo en un saco pequeño, de los de harina, yo vendré a buscarlo con mi hermana Rosario, es instrucción de don Anselmo, que hará la procura para dotarte de fideicomiso que sirva de justificación del origen de tu fortuna, al mismo tiempo que queda resguardado y protegido de cualquier intento de decomiso, o, incluso, de hurto por parte de la gentuza con la que te has visto involucrado durante estos años.
Demetrio asintió complacido, a pesar de la amenaza que subyacía en aquellos mensajes, de la que venía siendo consciente, así como reconocía en su interior el interés de su suegro porque no saliera de la cocina, algo así como si se avergonzaran de él, no tanto por su condición de bastardo, como pudo suceder en un principio, sino por su participación en las ejecuciones por fusilamiento, las más de ellas llevadas a cabo sin juicio previo, o sea de sumarísimo, que decía aquel brigada energúmeno que le daba las órdenes y convenios.
En la primavera de 1947 nacía Diego, su primer varón; el acontecimiento afianzó la relación de Demetrio con sus suegros, satisfechos, todo hay que decirlo, por la devolución del uniforme y las botas de militar, por cuanto significaba. La crianza de los pequeños les libraba de mantener la vida social que difícilmente llegarían a conseguir en el pueblo. Tomasillo y Teo tampoco tenían vida social, los horarios de la casa de comidas dificultaban las salidas y el hecho de sentirse tan a gusto en mutua compañía, hacían que no echaran de menos los domingos y festivos, que, para ellos eran días de más trabajo que lo normal de la semana.