domingo, 21 de noviembre de 2021

"La Saga de La Encomienda" - La Mancha - MLFA 2015 - (012-013)

MLFA
Iglesia de La Santísima Trinidad de Alcázar de San Juan (Ciudad Real).

También a su hija Rita, modelo de bondad y sencillez para muchos en el pueblo. Don Anselmo regaló el dormitorio matrimonial con armario y el ajuar correspondiente, que incluía una estupenda alfombra usada, probablemente procedente de decomiso, todo ello, pero en muy buen estado. Antonio no puso buena cara pero prefirió no hacer comentario alguno, como le sugirió su esposa; el preboste tuvo el buen gusto de acercarse a la iglesia unos minutos y felicitar de corrido a la pareja de recién casados. Quiteria se reservó para mejor ocasión, ya que Tomasillo no conocía la verdad todavía, pero envió su regalo a través de Angelita, su consuegra, de alguna manera; era un aguamanil nuevo, no decomisado, con su jarro de flores con surco vertedero y asa muy grande, y la vasija ancha y poco profunda similar a una palangana, que gustó mucho a la pareja y a toda la familia. De la ropa del novio y de Tomasillo se encargó el propio Demetrio, que justificó unos ahorros como buenamente pudo.

La pareja salió para Toledo y Madrid en el autobús de línea, la maleta había sido el regalo del padrino, Tomasillo, con dinero que le dio Quiteria, que hasta le acompañó al guarnicionero, que hacía maletas rústicas, pero de gran calidad, ella se sentía muy nerviosa, pero acompañó al muchacho a por su regalo, ya que al sastre había acudido con Demetrio; se trataba de un vecino que le debía favores a don Anselmo, y acomodó un precio ajustado con tela de calidad para los dos trajes solicitados, era de Gorina de Barcelona, la utilizada para los uniformes de los oficiales del Ejército.

Llegaron a la pensión de Toledo ya de atardecida, allí les esperaba el matrimonio que les condujo a la mejor habitación y les recomendó que dieran un paseo por el casco viejo, antes de cenar, ambos estaban nerviosos y aquella familia era consciente de ello por lo que usaron de su experiencia en estos casos y trataron a la pareja como reyes, así era costumbre de actuar con sus inquilinos recién casados, y la cena fue exquisita, con pollo y almendras, además de ensalada con trozos de queso fresco y vino tinto de una bodega familiar, de paladar suave, aunque Rita lo mezcló con agua, porque se tomaba muy en serio su estado.

Ya en el dormitorio, limpio y decorado con unas sencillas flores encima de la cómoda, Demetrio advirtió que Rita se encontraba sumida en el desconcierto, sentada a los pies de la cama. Galante, Demetrio se acercó a su esposa y le preguntó por su gran agitación.

– Tengo miedo por la criatura, respondió ella, pienso si le podemos hacer daño. – El mozarrón, tranquilo, ayudó a su enamorada a desvestirse y se tumbó junto a ella, prometiendo no tocarla, añadió que le preguntaría a la buena posadera, parecía modelo de mujer buena y eficiente. Al amanecer, Demetrio, inquieto pero feliz, abandonó el tálamo y después de unas abluciones poco ruidosas, se abrigó y salió a pasear por los alrededores de la pensión.

Volvió al rato para desayunar junto a Rita, exquisitos manjares como corresponde a unos recién casados, explicó la patrona apoyando sus manos en los hombros de la pareja y recomendándoles una visita al ‘Cristo de la Vega’, el que inspiró a Zorrilla la obra: “A buen juez, mejor testigo”, basada en la leyenda de Diego Martínez e Inés de Vargas; la pareja mantuvo relaciones prematrimoniales e Inés exigió matrimonio a Diego para reponer su honor; Diego aceptó ante la imagen del Cristo, aunque más tarde rechazó la promesa; después de muchas vicisitudes y varios años desde aquella exigencia, Inés de Vargas solicitó que testificara el propio Cristo de la Vega; el juez aceptó y a la ermita se dirigió la comitiva, siendo así que el Cristo, suelto del clavo su brazo derecho, apoyó la demanda de la muchacha. El Cristo de la Vega era el Cristo de los hortelanos toledanos y la ermita se había construido fuera de las murallas, por lo que no era muy visitado por los forasteros que acudían a la ciudad imperial, la de las tres culturas. Allí, postrada a los pies del Nazareno, Rita, con los ojos arrasados en lágrimas y cogida de la mano de su hombre, hizo votos y promesas en la esperanza y en la ayuda del Cristo en su embarazo, pedía, desconsolada ya, que todo fuera bien.

Esta visita marcó la vida de la pareja, como podrán comprobar a lo largo de próximas décadas; forjó la vida de ambos, el Nazareno entró en sus vidas casi con la misma intensidad que el fruto, aquella vida alojada y protegida en el vientre de ella.

Una semana después volvían a Quintanilla, habían visitado Madrid un día, en excursión colectiva que les había conseguido la patrona de la pensión y, aún con precaución, Rita había hecho suyo al hombre con el que se había casado, dos experiencias tan solo, que resultaron muy gratificantes para ambos.

De vuelta en el pueblo, gozaron de la manifiesta alegría de los padres de Rita y del flamante padrino de boda, Tomasillo. Quiteria tardó varios días en aparecer, en ausencia de la pareja se había decidido por hablar con Tomasillo y confesarle que no era huérfano, sino hijo suyo y por ende bastardo, aunque el chico prefería decir que era hijo de ella, sin más ambages, incapaz como era de entender la bastardía y, en cualquier caso, feliz y contento cual hombre bueno, la característica que le acompañaría de por vida, era el contrapunto de la maldad de su hermano, enfangado en aquellas muertes del todo reprobables, inconfesables y que nadie bien nacido le perdonaría jamás.

La represión franquista no amainaba, bien al contrario, el bienio 1943-1944 fue especialmente duro, continuaron los fusilamientos; las iglesias, convertidas en cárceles, eran lugares donde la crueldad resultaba más patente, a pesar de que curas y monjas se ocuparon de tapar todos los símbolos religiosos, algo que resultaba incongruente con sus prédicas acerca de que ‘nuestro Señor lo veía todo’, a lo que algún preso respondía que no creía que pudiera ver nada, con aquellos velones negros por encima. Dentro de aquel clero variopinto, predominaban algunos elementos venidos de fuera, de provincias especialmente castigadas por los anarquistas de la FAI, mayormente llegaban de Andalucía, concretamente de Jaén y de Córdoba y, aunque no todos eran malos, los había sádicos, elementos cercanos a la demencia, bien por lo sufrido por ellos y sus compañeros de religión, o por simple venganza, que ellos definían como justicia del Señor. Entre estos desalmados destacaba don Jerónimo, a quien llamaban don Poque Moque, escupía al hablar; algo que exacerbaba el ánimo del sacerdote, que imponía castigos muy severos, aunque lo correcto sería definir a don Jerónimo como un demente, algo que resultaba habitual entre los miembros del clero, como ya hemos dicho y era reconocido por todos, igual que de todos era conocido que algunos llegaron a dirigir piquetes de ejecución, aunque no era lo normal en estas tierras; aquí, como en el resto de pueblos manchegos, algunos de aquellos curas acudían a las ejecuciones con la excusa de recibir a los penados en confesión, extremo éste que no les impedía degustar el chocolate con churros en la Ramona, a una media hora de camino del mortuorio, junto con algunos de los responsables del piquete, que añadían cazalla.

Demetrio no se prodigaba con los compañeros, era consciente de que su suegro no veía con agrado estas sacas al amanecer de aquellas prisiones-parroquia, o conventos convertidos en cárceles; era padre de una niña que estaba a punto de cumplir el año, Isidra, en recuerdo de la abuela materna, y que llenaba la vida del matrimonio, convencida Rita de que aquellos trabajos duros y penosos de su amado Demetrio eran de justicia y para el bien de España, que sería beneficio para Quintanilla y pueblos de su comarca, además, no era tema de conversación por expreso deseo de su querido y respetado padre; en ocasiones se hacían eco del dolor de alguna familia vecina, aunque las autoridades se encargaban de ejecutar a forasteros, algo que implicaba un trasiego infernal de vecinos desplazados de sus pueblos para ser muertos lejos de los suyos, lo que ocasionaba graves inconvenientes, al no permitir el Gobernador el traslado de los restos de aquellos desgraciados a sus pueblos de origen.

Demetrio guardaba el uniforme y las botas en el cuchitril donde seguía viviendo Tomasillo, el chico vivía allí por expreso deseo del mayor; no podía abandonar aquel seguro refugio para sus caudales, enterrados en un rincón de la cocinilla a buen recaudo, allí amarraban el perro que les habían regalado hacía tiempo, que, sin olerlo tan siquiera, velaba por aquella considerable fortuna. Solo Quiteria conocía aquella sucia rinconera, por si fuere de menester poner aquellos dineros en lugar más seguro, y quien abastecía al hijo mayor de trapos embreados que servían para proteger los billetes de la humedad y de los insectos.