Le pagaba su madre, como siempre, y recibió las 600 pesetas y una flamante bicicleta, requisada de algún pueblo cercano, tenía frenos de cable y luz delante y atrás, además de buenos guardabarros, podría llegar limpio a la taberna de su suegro, donde ya faenaba a diario, después de festejar y abrazar sin parar a su madre, le pidió permiso para visitar a Rita, sin hablarle del dinero, que escondió antes de despedir a su madre.
Demetrio había pasado a considerar un trabajo su labor de asesino, convencido de que la Justicia se hacía de mala manera debido a la situación de España, que todo cambiaría cuando hubiese trabajo para todos, y jueces en todos los pueblos, y se construirían cárceles y también escuelas mejor acondicionadas. Todo esto pensaba el joven canalla mientras pedaleaba hacia Casa Antonia la taberna del padre de su Rita, le diría que la bici era un regalo de su tía Rosario, ya que para ella era huérfano por causa de la guerra, siendo así que los padres de la moza conocían quienes eran sus progenitores, como el resto del pueblo; Rita había pasado la guerra en Matalascañas, en casa de unos familiares, y no se relacionaba socialmente en Quintanilla, por lo que desconocía la vida y antecedentes de Demetrio, para ella un huérfano.
Le esperaba una desagradable sorpresa, y tampoco le dio tiempo a bajarse de la bici, tal fue el empujón que le propinó su jefe y futuro suegro, dio con su cuerpo en tierra, y rabioso se preocupó de la bicicleta, de que no hubiera sufrido daños, no del empellón de aquel hombre furioso, que le ordenó a gritos que entrara en la casa, pegada a la taberna pero separada por un patio de luces amplio que se utilizaba de almacén.
- Demetrio, nuestra Rita está preñada, la madre se mantenía con el busto erguido, muy pegada a su marido, ¿qué tienes que decir a esta familia que te dio trabajo, bastardo?
El joven tardó en reaccionar, en aquel ambiente de violencia verbal y de insultos, él se encontraba feliz, solo quería ver a su querida Rita y abrazarla muy fuerte, saber, sobre todo, si ella también se enfadaría y le llamaría bastardo.
- No me llame usted bastardo, yo y mi hermano somos huérfanos por la guerra civil y así tiene que ser para su familia, se lo pido en nombre de esa criatura que vendrá, que seré su padre si Rita así lo conviene o manifiesta. Toda culpa y responsabilidad es mía y no de su hija.
- No menciones el nombre de mi hija y recoge tus cosas, tú no eres de esta casa y te pagaré lo que te debemos, pero ya te enviaré un propio, y no vuelvas a ver a nuestra hija.
Angelita, la madre, permanecía callada, con ojos hinchados del llanto y las manos recogidas en el regazo, su rostro reflejaba rabia, pero también miedo, atenta a las amenazas que profería su Antonio contra el muchacho, que reaccionaba con respeto hacia su marido, aún defendiendo su falsa orfandad con cierta firmeza y dignidad.
- Angelita, trae las cosas de este hombre, pidió Antonio con voz más que balbuceante a su esposa, y tú – dirigiéndose a Demetrio – espérate fuera, y enmudeció de golpe.
El saco debía estar preparado ya porque al poco salió de la taberna una criada joven y le entregó en su mano el pequeño hato con sus pertenencias; ya había revisado la bicicleta que solo tenía un raspado en el guardabarros trasero, junto a la parrilla, donde amarró el saco de arpillera como pudo y dio espalda a la taberna, pensando en volver, lo hablaría con su madre.
Era ya de noche cuando llamaron a la puerta, era la criadita del tabernero, asustada por vérselas con los dos muchachos que eran de mala fama en el pueblo, solo por su origen de incluseros, nadie sabía en 1942 que allí moraba uno de los más sucios sicarios del poderío nacional en Quintanilla, claro que ya empezaban las sospechas, que eran de inmediato acalladas, porque en el pueblo se organizaban verdaderas cacerías, aunque no se tratara de animales sino de seres humanos, al ser cabeza de partido muchos habitantes de la comarca acudían en busca de información sobre sus familiares desaparecidos, siendo detenidos en la mayoría de los casos, salvo que lo hicieran en compañía de algún párroco del contorno.
No obstante el miedo de la muchacha, aceptó el gesto de Tomasillo como invitación para que pasara al interior, allí le dijo a Demetrio que Rita quería verle, pero en su casa y en presencia de su madre, cuando terminó de dar la razón le brillaban los ojos y quedó callada, haciendo ademán de marcharse, lo impidió el pequeño ofreciéndole un tazón de leche caliente, de la jarra que estaba encima del brasero, y dos galletas de las que aguantaban semanas, las que llevaban los vecinos comerciantes cuando abandonan el pueblo para hacer sus ventas por la comarca; también se ofreció para acompañarla de vuelta a la taberna, donde vivía recogida por los padres de Rita, que le ofrecían morada y sustento a cambio de trabajo diario, entre fogones ardientes y de la limpieza de la taberna. Teo se volvió hacia el interior y gritó a Demetrio que estuviera listo para la tarde siguiente.
Éste no pegó ojo en toda la noche, los miedos iban y venían, y, aunque mantenía los párpados cerrados, pensaba en los muertos, en las vidas a las que había puesto fin, ahora que conocía que podía haber creado una vida, si todo salía bien, se hacía promesas de que abandonaría aquel sucio empleo, que él llamaba de la Justicia. Hacía semanas que no sabía nada de Justino, que se había enrolado como soldado sin paga, con la condición de formar parte de los pelotones de fusilamiento, que recibían una compensación económica, también le habían entregado uniforme usado y unas botas seminuevas. Al no tener familia en el pueblo, hacía años que se habían marchado a Toledo; él acudía a casa de una prima de su madre, quien le llevaba la ropa y ordenaba la casa por una módica suma de dinero, sabedora la vieja de que aquel hombre malo tenía dinero en abundancia, que nunca supo descubrir donde escondía.
Al amanecer hacía mucho frío y el cielo no presagiaba nada bueno, atizó el brasero y despertó a su hermano, tenía que hablar con su madre antes de presentarse ante la familia de Rita, y el único que podía acercarse a la casa de don Anselmo era Tomasillo que no despertaba sospechas en nadie, quizás mucha lástima y hasta piedad por parte de algunas familias del pueblo, que no dudaban en regalarle bien unas botas de buen ver de alguno de sus hijos más jóvenes, o en hacerle pasar y darle un puñado de caramelos, tan gordos como él no creía que se hacían, nunca tiraba el papel porque cada uno de aquellos caramelos le servía para varias veces.
Sonaron las campanas de las ocho menos el cuarto, que llamaban a misa, y ya había conseguido hablar con la señora Quiteria, como le decían; ella enseguida captó la urgencia y que su hijo Tomasillo no sabía nada de quien era, algo que le tenía enfadada con el mayor, hoy volvería a hablar con él, Tomasillo estaba a punto de cumplir los dieciocho años y le llamarían al servicio militar, que así llamaban a prestar servicio en filas, lo lógico, eso pensaba Quiteria, era que, como huérfano, lo enviaran al norte, o a Cataluña, nadie protestaría por el alejamiento de un huérfano. Demetrio se había librado por su condición y la proclamación de la República del 31, cuando era su edad de servir, y el consiguiente revuelo administrativo en el que estaba instalada España; además los tres años anteriores al alzamiento, de 1933 a 1936, Lerroux y la CEDA que le apoyaba, paralizó la reforma militar, de ese desorden se benefició Demetrio, pero también se paralizó la reforma agraria con la expulsión de quienes habían ocupado tierras en el bienio anterior, así como la prevista reforma educativa que también se paralizó, un huérfano, aún haciendo caso omiso de su condición de bastardo, tenía poco porvenir en aquella España confusa que alumbraba esperanza en algunos, los desfavorecidos, y miedo, aterrador, en las clases dominantes y el propio clero. Tomasillo nunca sería llamado a filas, por matrimonio que don Anselmo hizo valer cuando llegó el momento.