domingo, 10 de octubre de 2021

"La Saga de La Encomienda" - La Mancha - MLFA 2015 - (01/02)

MLFA
Iglesia y plaza mayor de Villanueva de los Infantes; a principios de este siglo sufrieron expolio los palacios 'de los Infantes' por parte de clérigos.

In memoriam

"Si tiras a la cabeza no sufren, pero hazlo muy de cerca o repetirás el tiro, al mismo tiempo le señalaba a dos de aquellos desgraciados, uno frisaba la cincuentena y llevaba gafas, vestía chaqueta de grandes solapas, repeinado y con mirada de somnolienta de haber pasado la noche en vela, le pareció maestro de escuela, asustado por los estampidos de Justo, tres, uno por cada víctima; erró el primer disparo arrancando una oreja de aquel pobre hombre, que cayó a tierra, allí Demetrio lo remató"

Manuel era maestro en el Común de La Mancha, 1940

Primera Parte - 1

Empezaba a romper el día y aumentó esa sensación de frío que Demetrio venía en quejarse ya desde hacía rato, la camioneta subía renqueante por la cuesta del Yugo, con las luces apagadas, pero sin salirse del camino estrecho en cuya linde se encontraría con Justino, el otro matarife, que le llevaba una docena de años, por lo menos; Demetrio era nuevo en esto y cada pocos minutos preguntaba al compañero si era cierto que morían como de repente, sin sufrimiento. Justino hacía rato que no respondía, solo fumaba, cigarrillos liados, uno tras otro, ya se incorporaba cuando la camioneta apareció en la curva con su cargamento de muerte.

¡Justino! ahí viene mucha gente, ¿qué haremos?, mucha gente es mucho dinero, respondió desabrido, no le gustaba el nuevo, y se dirigió al saco de arpillera de donde sacó las pistolas, eran dos ‘Astra’ de 1919, del calibre 7,65, relucientes como nuevas, y es que Justino cuidaba mucho el material, incluso tenía permiso de don Anselmo para guardar las armas en su casa. El conductor de la camioneta frenó a la vera de ellos dos, saltó de la cabina y les pidió ayuda para bajar a aquellos desgraciados, eran seis y ninguno de Quintanilla, eso alivió a Demetrio, que escondía las manos en los bolsillos para que no vieran que le temblaban, a sus 28 años era de estatura media pero recio y con brazos fuertes.

En aquellos rostros se reflejaba el miedo y también la desesperación, los hombres conocían su destino, venían a cara descubierta y con las manos atadas a la espalda con cuerdas sucias, quizás embreadas. Uno de ellos tropezó y dio en tierra raspando la cara en el pedregal de la linde; Justo se adelantó y lo levantó a empujones, una vez erguido le disparó en la cabeza, y Demetrio sufrió un sobresalto por el estampido, pero lo que le hizo reaccionar fue el grito del conductor, le llamaban ‘el Negro’ por su tez cetrina, ¡Justo! te lo tengo dicho: nunca hasta que me vaya, matar es trabajo vuestro, pienso decírselo a don Anselmo, eres un hijo de perra que disfruta con esto, yo lo hago por dinero.

Demetrio temblaba de la cabeza a los pies, le habían enseñado a disparar con una del calibre 22, y el ruido de la Astra retumbaba en sus grandes orejas, más que visibles por su incipiente alopecia. Sin enterarse, ya tenía a Justino empujando a los cinco hacia el interior del arado de cebada, escuchó que le gritaba algo y acudió rápido, Justino le entregó la otra pistola y le recordó: si tiras a la cabeza no sufren, pero hazlo muy de cerca o repetirás el tiro, al mismo tiempo le señalaba a dos de aquellos desgraciados, uno frisaba la cincuentena y llevaba gafas, vestía chaqueta cruzada de grandes solapas, repeinado y con mirada somnolienta, de haber pasado la noche en vela, le pareció maestro de escuela, asustado por los estampidos de Justo, tres, uno por cada víctima; erró el primer disparo arrancando una oreja de aquel pobre hombre, que cayó a tierra, allí Demetrio lo remató.

El otro más joven, de rodillas en tierra, trataba de contener el miedo cuando el balazo de Demetrio, enloquecido, los ojos a ras de llanto y medio sordo, le destrozó el parietal derecho. Al volverse dio de bruces con Justino, éste trató de consolarle diciendo, con gesto risueño, que al ser la primera vez uno llegaba a cagarse, cambió el gesto y con risotada señaló a las víctimas y le confesó: esos se han cagado todos, no te acerques y vámonos.

Era el otoño de 1940; entonces no se cavaban fosas, se lo dejaban a los del cementerio que recogerían a aquellos desgraciados, avisados por viejos pastores, que oían los disparos varios días de cada mes. Más adelante, los propios matarifes eran quienes cavaban las fosas en las lindes o cunetas donde procedían a las ejecuciones, y Demetrio con Justino a su espalda se dirigió a la casa, que compartía con su hermano menor, éste desconocía la nueva actividad de su hermano, emprendedor y siempre a la búsqueda de un duro que les permitiera ahorrar lo suficiente para abandonar aquel pueblo, del que se decía había sido de rancio abolengo, de hecho Quintanilla había pertenecido a la Orden de Santiago y era del Común de la Mancha.

En el pueblo se hablaba una jerga parecida al ‘caló’ de la gitanería, y sus habitantes salían a vender a pueblos vecinos, incluso alejados.

Los republicanos habían ajustado cuentas con las familias sobresalientes del pueblo, y la represión de los nacionales fue brutal; para ejecutar rojos, o simples revanchas, se utilizaban sicarios como nuestro Demetrio, lo que permitía a los falangistas, de familias ultracatólicas, no mancharse las manos con aquellos asesinatos; trataban de poner en marcha una nueva Inquisición sin juicio sumarísimo, don Anselmo era uno de estos prebostes adinerados, ya afiliado con muy alto cargo, a Falange Española, y Demetrio era el mayor de sus bastardos, por eso Justino no se fiaba de su nuevo acompañante. El anterior, Andresillo, fue reconocido por un maquis, que le disparó en el comedor de su casa delante de la mujer y dos de los hijos.

A media mañana llegó Quiteria, le abrió el pequeño, Tomasillo, que desconocía que aquella mujer, de caderas anchas y pechos exuberantes, de mirada limpia, era su propia madre, aunque el muchacho, que acababa de dejar el orfanato al cumplir los 16 años, sentía la mirada de aquella hembra, de entre treinta y cuarenta años. Quiteria había cumplido ya los cuarenta y cuatro y, a pesar de haber parido tres veces, dos varones y una hembra, no aparentaba la edad.

Preguntó por Demetrio, hurtando la mirada de su muchacho, y mandó a Tomasillo a que le pidiera que se levantara y dándole cuatro perras gordas y un vale del Servicio Nacional del Trigo, le mandó a por pan y limonada. Demetrio apareció en la puerta de la cocina, saludó a su madre y ella le entregó un sobre, diciendo que había 200 pesetas pero que a Justino debía decirle que eran 120, Demetrio no sabía qué decir y la madre le apremió para que lo escondiera; es mucho dinero, hijo, busca un rincón seguro.

Habla con Tomasillo, dile quien soy y hazlo lo mejor posible, cómo lo hizo mi hermana cuando volviste de la Inclusa. - ¡Madre! he matado dos hombres, uno parecía de estudios, decía mientras se postraba de rodillas y buscaba el regazo de su madre, el pecho de Quiteria subía y bajaba acompasado, se decidió por acariciarle el pelo y no decir palabra, nunca hablaba de los asuntos de don Anselmo, con quien estaba amancebada desde muy joven en su propia casa, a salvo los meses de embarazo en casa de su hermana Rosario.

Las criaturas se entregaban a madres de leche en el convento de las Recogidas, luego las monjas las enviaban a Inclusas en Toledo y a Villanueva, en otra provincia, la de Ciudad Real; allí estaba la ‘Gota de leche’, ésta era de pago, y allí don Anselmo hacía buenas entregas de dinero y alimentos de buena calidad.

A Quiteria se le hacía tarde y salió de la casucha de los chicos, dos habitaciones pequeñas y una cocina de patio, bajo un sombrajo metálico, desapareció sin ruido, como había llegado, sin esperar al muchacho, satisfecha y segura de que su Demetrio no se gastaría aquella pequeña fortuna.

No habían pasado tres días cuando apareció Justino al atardecer de un viernes, llamó con fuerza y no hizo caso de la invitación a entrar que le hizo Demetrio, no quería que le vieran con el bastardo del jefe, le apremiaba mal fario, le dio instrucción para las cinco de la mañana, a unos seis kilómetros del pueblo; los llamados paseos se llevaban a cabo amparados en la noche, en lindes y cunetas; unos por desquite del odio y pavor sentidos por los asesinatos de los rojos, otros por ajustes de cuentas, o simples envidias de mujerío.

España había pasado del rojo al negro y al baño de sangre como nunca se había conocido en países vecinos, Quintanilla no era una excepción al horror que se había instalado, bendecido por una parte importante de la Iglesia, que había perdido muchos de sus miembros ordenados, también frailes de órdenes muy conocidas; llegaron a ejecutar a todos los miembros de la Orden de los Gabrielistas, que procedían de Burgos y llevaban una década en el pueblo cuando estalló la orgía anticlerical. Solo se salvó un aspirante a monje de la edad del Tomasillo de la Quiteria, que pudo escapar a Barcelona gracias a don Anselmo.