Susana Díaz simbolizando con sus brazos la fémina según Da Vinci y el contradébil oportuno de Pedro. |
Empieza a estar muy claro que Sánchez está acabado. De su cada vez más escasa fuerza habla el hecho de que ha tenido que dar marcha atrás de su inicial voluntad de pedirle a Susana Díaz que dimitiera. Tampoco Pablo Iglesias sale bien parado del episodio andaluz. Ha frenado la tentación de alguno de en su entorno de echar la culpa de lo ocurrido al radicalismo izquierdista de Teresa Rodríguez. La irrupción fulgurante de Vox es el dato más llamativo de los resultados de las elecciones andaluzas. Pero el hecho más importante y decisivo para el futuro político de esa región y de España es la formidable caída que ha registrado el voto de izquierdas. Tanto el socialista y como el de Unidos Podemos, con porcentajes inquietantemente similares. Sí, la situación andaluza es peculiar y el hartazgo por cuatro décadas de dominio del PSOE ha debido influir mucho en el electorado. Pero más allá de eso, el 2 de diciembre confirma un declive general de la izquierda que nada en el horizonte parece que pueda frenar.
Porque esa caída confirma una tendencia que se registra desde la derrota de José Luis Rodríguez Zapatero en 2011 y que la aparición de Podemos frenó provisionalmente hasta que también la formación que dirige Pablo Iglesias sufrió un revés en las generales de 2016. Cuando menos respecto de sus expectativas en aquel entonces. Y también porque no hay indicio alguno de que los responsables del PSOE y de Unidos Podemos vayan a inventar algo que sea capaz de modificar ese sino.
Las reacciones que ambos partidos han tenido a su varapalo andaluz indican justamente lo contrario. A Pedro Sánchez no se le ha ocurrido más que anunciar que presentará los presupuestos, como si eso fuera a cambiar algo o que le importara a alguien. Y menos a los independentistas catalanes. Y Pablo Iglesias se ha sacado de la manga que lo fundamental en estos momentos es movilizarse contra la ultraderecha, como si eso fuera a modificar en algo los resultados andaluces. Los de Vox y los suyos.
Esa iniciativa –que alguien ha dicho acertadamente que se podía haber tomado el día antes de las elecciones- parece sólo una finta, seguramente destinada sobre todo a distraer la atención, a evitar mientras se pueda que la sorpresa inicial del mundo de Podemos por el batacazo se convierta en una abierta puesta en cuestión de la actuación de la dirección.
Aparte de eso no hay nada. Como si el mensaje andaluz no fuera nítido para la izquierda. El de que la mayoría de los electores de esa región no cree que ni el PSOE ni Unidos Podemos sean útiles para afrontar y resolver sus problemas y sus inquietudes. La crisis catalana figura entre ellos. Pero también el paro y la postergación social que sufre muchísima gente. Y el estancamiento económico. Y para no pocos, y no todos fachas sin remisión, la alarma que produce la inmigración. Esté o no justificada. Y, salvadas todas las distancias que haya que salvar, esas mismas cuestiones también inquietan a muchos ciudadanos del resto de España. Y tampoco en ese espacio más amplio la izquierda tiene respuestas claras. Y encima da cada vez más la sensación de que la cosa le viene grande.
Ocuparse casi exclusivamente de las barbaridades que propone Vox sobre esas cuestiones puede ser útil para llenar programas televisivos que no aportan nada. Pero que el PSOE y Podemos sigan esa senda no es de recibo. Porque Vox no va a gobernar Andalucía y aunque el PP y Ciudadanos no podrá evitar que influya en sus futuras políticas –en el caso de Pablo Casado eso ya es muy claro-, el partido de Abascal no es el protagonista de nada.
Su éxito electoral es, sobre todo, un indicador claro de la crisis que sufre el PP. Que se ha demostrado incapaz de contener dentro de sus filas a la ultraderecha que desde su fundación tenía dentro. ¿O es que no había masas de votantes del PP que estaban radicalmente en contra del Estado de las autonomías, que pedían erradicar los nacionalismos o que expresaban sin rubor un machismo antediluviano? Bastaba poner la oreja en la calle para saberlo. Desde hace mucho, desde siempre. Aunque los sociólogos dijeran y repitieran que el fenómeno no era relevante. Se han lucido. Y no digamos con sus pronósticos para el 2 de diciembre.
Que en España hay una ultraderecha no es noticia. A partir de ahora puede serlo su beligerancia en la escena. Porque ahora actúan libremente, sin ataduras. Y veremos hasta dónde lleva eso, que incluso podría no ser mucho si el resto de la derecha sabe pastorearlos. Porque Vox no es el Front National de Le Pen, ni la Liga de Salvini, ni la Alianza para Alemania.
La noticia de verdad es que la izquierda cae y que sus dirigentes no generan sino desánimo entre sus seguidores porque no dan pista alguna de que sepan cómo evitarlo. El semestre del gobierno de Pedro Sánchez confirma ese despiste. Su nacimiento generó no poca ilusión. Durante un tiempo se creyó que el pacto que propició la moción de censura podía consolidarse. Y, sobre todo, el primer momento de unidad de izquierdas desde la transición animó mucho a muchos.
La crisis catalana y la inminencia del proceso contra los líderes independentistas se interpusieron en su camino. Porque Pedro Sánchez no tuvo la valentía de coger el toro por los cuernos, porque al poco de estar en La Moncloa se dio cuenta -¿nadie de su entorno se lo había advertido?- de los riesgos internos y externos que corría si cuestionaba las acusaciones del Tribunal Supremo y si, a partir de ahí, abría vías de entendimiento con el independentismo. Esa posibilidad quedó inédita.
En un acto de aventurerismo, Pablo Iglesias se arrogó la iniciativa de hacerlo él por su cuenta. No valió para nada, salvo para reforzar a los rivales internos de Pedro Sánchez. Y para dar argumentos fuertes a la derecha. Que, en última instancia, llevarían al presidente del gobierno a echarse para atrás sin paliativos, sin capacidad alguna de explicar ese giro ni de proponer un nuevo camino. Si sus improvisaciones ya le habían dejado tocado –la primera en la elección de sus ministros, la segunda con la exhumación de Franco y luego unas cuantas más-, ese cambio de rumbo le ha dejado sin estrategia.
Empieza a estar muy claro que Sánchez está acabado. De su cada vez más escasa fuerza habla el hecho de que ha tenido que dar marcha atrás de su inicial voluntad de pedirle a Susana Díaz que dimitiera. Lo que podría indicar que en las últimas horas el PSOE ha podido estar al borde de una nueva crisis interna. Veremos qué ocurre cuando tenga que confeccionar unas listas electorales. Para los comicios que sean, que pueden ser todos y dentro de poco.
Tampoco Pablo Iglesias sale bien parado del episodio andaluz. Ha frenado la tentación de alguno de en su entorno de echar la culpa de lo ocurrido al radicalismo izquierdista de Teresa Rodríguez. Pero los líos internos amenazan a Podemos. Siendo eso inquietante, lo peor es que su discurso suena cada vez más vacío. Aunque diga muchas verdades. Pero eso en política no siempre es lo fundamental. Hace falta también transmitir credibilidad, la sensación de que “sí se puede”. Y eso está fallando.