lunes, 17 de diciembre de 2018

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (052)

Ayuntamiento de Brihuega

El ‘chincheta’ presto al acercamiento, y a la vista de aquella ruina de coche que le entregaba, expresó su pesar por el exceso de trabajo, pero, no obstante, aseguró que haría todo lo posible para que dispusiera del coche en la próxima semana, además precisaba pedir algunas piezas de las que no disponían en La Encomienda, animándole al paso a que se pasara por el taller; que hablarían del pueblo, y él mismo le devolvería al hostal a tiempo para la comida. El ‘chincheta’ se había percatado de que se trataba del típico amigo o pariente ful que llegaba para dar el palo con una mano delante y otra detrás, eso sí, aprovechando su condición de paisano del antiguo matarife, y llena de proyectos su desestructurada mente, se convirtió en confidente del recién llegado. El mecánico sabía poco de lo que ocurría en “Zagala”, donde se le consideraba poco más que un apestado cliente, al que había que soportar debido a que la mayoría de clientes del taller entretenían la espera en la barra de la cafetería del hostal. 

Su táctica dio resultado; al esconder su bacinismo en las preguntas de carácter personal, ya se encontraba en disposición de hacer al visitante, al que no había preguntado por su nombre; lo miraría en los papeles del coche, preguntas más interesantes para sus fines, una vez ganada su confianza. Era consciente de que el forastero no había reparado en el olor a sudor agrio que despedía, y que de ocasión, lo habían apreciado los camareros, parecía un vapor que llegaba a invadir, casi inundar la pituitaria de los que se encontraban cercanos al sucio mecánico. 

A no dudar, los Expósito no eran los únicos que obtenían enormes beneficios de la hostelería de carretera gracias a los elevados precios y a la baja calidad de su restauración, cuya base principal eran las habichuelas y chuletas de cordero que resultaban ser pura grasa, se trataba de llenar estómagos, ello acompañado de vino malo disfrazado con gaseosa a discreción; pasarían unos años antes de que se controlara la ingesta de bebidas alcohólicas a conductores de automóviles o camiones. Desde nuestra perspectiva del siglo XXI nadie en su sano juicio entendería que aquellos viajeros pudieran meterse al coleto media botella de vinazo y cerrar el postre con café y la clásica copa de licor de alta graduación, que a veces era una invitación de la casa. 

No eran los únicos ya que las carreteras castellanas se llenaron de locales de alterne, que se conocían como puticlubs, y que obtenían grandes beneficios con anterioridad a la aparición del SIDA, que, como es obvio, redujo el número de visitas a estos establecimientos, que encubrían el tráfico de sexo con la música y baile con mujeres desconocidas, al estilo de salas de fiesta para viajeros y, sobre todo, para los vecinos de los pueblos próximos a estos puticlubes, que decían puticlús, ya que resultaba más coloquial. Comenzaron a instalarse años antes, durante los años ‘70’, pero la gran eclosión tuvo lugar al inicio de los ‘80’, consolidada la apertura, que así se conocía el cambio en nuestro país; no se hablaba de ruptura sino de reforma y ésta iba acompañada del tan manido aperturismo que en el mundo cineasta y de la cultura básica se conoció con el calificativo ramplón del destape. El lenguaje cambiaba, como el país, toda una maniobra para que no cambiara nada en lo fundamental. 

La Encomienda resultó ser el epicentro de varios Clubes de Alterne; algunos situados en la periferia del casco urbano y otros en un radio de diez a doce kilómetros, para escarnio de sus sacerdotes ultramontanos, incapaces de convencer a las autoridades municipales del oprobio que suponían esos locales y su actividad para el pueblo; los munícipes de la derecha estaban de traslado, haciendo ya las maletas y tratando de borrar huellas de su paso por el Consistorio, donde habían oficiado de amos y señores durante décadas. Los vecinos no sospechaban que los ediles de recambio, socialistas, por supuesto, harían buenos a los cesantes. Se acercaba el año del Señor de 1983 y hasta el Nazareno solicitó una capa de color rojo para su fiesta anual. 

Juan era el hijo varón de Tomasillo; buena persona en el fondo, generoso, más bien pródigo, con los amigos, que vino en dar con malas compañías, a pesar de los intentos de sus padres por impedir esas relaciones. Él renegaba de sus orígenes, consideraba, ya desde muchacho, que la bastardía de su padre, y de los tíos Demetrio y Edelmira, suponía un freno al desarrollo social suyo y de su hermana, ambos preocupados en extremo por ser admitidos en el pueblo; a fin de cuentas, decían, habían nacido en el pueblo.