lunes, 24 de diciembre de 2018

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (055)

Castillo de Garcimuñoz

La desgracia, para estos pájaros de cuenta, apareció una tarde de otoño en forma de joven muy agraciada físicamente, adicta al caballo, depauperada y hambrienta; había escapado de su casa en Almadén y era hija de un militar de alto rango, algo que se encargó muy mucho de ocultar a aquellos facinerosos que le habían ofrecido trabajo. La bella joven presentaba signos muy claros de bipolaridad, ello provocaba cambios de carácter, subidas y bajadas repentinas de ánimo que desconcertaban a aquellos pueblerinos, ávidos de poseerla, aunque dejaban que la pobre muchacha les tomara confianza. 

Un buen día se produjo la temida saca, con la excusa falaz de que le enseñarían un elegante local donde conseguirían heroína de calidad a muy buen precio; eran tres los gañanes y ansiosos tomaron dirección hacia una casilla de campo abandonada y desportillada hacía años lo que provocó un estado de ansiedad en la pobre muchacha, recelosa del camino que habían tomado con aquel coche que no paraba de dar saltos y rozar las lindes llenas de barro de las recientes lluvias. Se divisaba la casilla, justo en el momento en que descargaba con fuerza una de aquellas nubes y el espectáculo era dantesco; también ellos demostraban estar nerviosos, aunque lo disimulaban con cierto aplomo, excitados por el deseo, que aumentaba por minutos debido al alcohol y droga que habían ingerido en su propio local, que había quedado al cargo de una de las muchachas y que resultó ser pieza clave en la posterior investigación judicial. 

Dentro de la casilla y a resguardo del vendaval de lluvia, sacaron unas botellas y algo de frutos secos, que llevaban en el coche y comenzaron un baile de extravagancia en el que dos fulanos hacían pareja mientras un tercero lo intentaba con la chica, que se manifestaba remisa. Hacían cambios y se mostraban solícitos con la joven, radiante de hermosura aún a pesar del estrago que producía la heroína en su cuerpo, tan visible como su belleza. En pocos minutos se desató el pandemónium en aquella habitación destartalada al intentar obligar a la muchacha en una especie de catre cubierto con una lona de plástico que parecía de alguna camioneta o similar; al negarse comenzó la paliza, primero con bofetadas de menosprecio, entre discusiones sobre qué hacer, entre ellos, el siguiente paso fueron los puñetazos violentos, entre intentos de forzar a la hembra tierna y llorosa, con su humilde indumentaria hecha jirones, en medio de un olor fuerte a alcohol, orines y la sutil percepción de la testosterona de aquellos cerdos. 

Se impuso la cordura, ante la locura generalizada, de uno de ellos, que entrevió las gravísimas consecuencias del secuestro y apalizamiento y abandonaron a la muchacha a su suerte; en la esperanza fútil de que nadie daría crédito a aquella pobre desgraciada; y así habría sido de no ser por el celo del padre de la muchacha, que acudió a solicitar ayuda de compañeros de la Benemérita ya que su estado de angustia le impedía actuar con mente fría. 

La muchacha fue hallada al amanecer por un agricultor que acudía al arado de su campo de cebada, estaba herida de gravedad junto a una linde de piedra gruesa, era una especie de muro y la chica sufría ya de hipotermia; el hombre asustado, la subió al tractor como pudo y dio vuelta camino del cuartel de la Guardia Civil, sin atreverse a acudir al hospital y ser denunciado por el personal de guardia. Desde el cuartel se solicitó una ambulancia después de envolver en gruesas mantas de campaña a la pobre mujer apalizada, agradeciendo al buen samaritano su gesto y tomando su filiación con amabilidad extrema; de vuelta a lo suyo fue acompañado por dos agentes veteranos en un Land Rover del cuerpo, llegados al lugar donde estaba el muro se despidieron. El murete estaba próximo a la casilla, allí comenzó, ya de día, aunque oscuro y grisáceo por las nubes, la investigación, más exhaustiva si cabe cuando al mediodía se presentaron compañeros del Cuerpo de Almadén. En aquella ciudad, el Comandante del Puesto había prohibido, en amigables componendas, al padre desolado que interviniera en el caso, fueron dos guardias civiles quienes le trasladaron al hospital de Valdepeñas, junto con su hijo mayor, estudiante de enfermería. 

La muchacha presentaba un aspecto deplorable, había perdido un ojo, el izquierdo, y atendían a la hipotermia para evitar gangrenas en alguno de sus miembros tumefactos, uno de sus pies presentaba herida abierta infectada. La investigación en curso comenzó a dar resultados esa misma tarde, al presentarse en el cuartel una de aquellas desgraciadas, se trataba de la que se había quedado al cargo del ‘puticlub’ la noche de autos.