Carlos Elordi
Abascal ex PP pata negra; Casado PP mediocre; Rivera ex PP Nuevas Generaciones; nietos de Fraga. |
Aunque los resultados andaluces no han sido precisamente un buen presagio para la izquierda, aún es pronto para hacer pronósticos sobre lo que ocurrirá en las próximas elecciones generales. Lo que sí está claro es que la derecha ha logrado ya una gran victoria, seguramente irreversible. La de imponer su discurso, el del tremendismo sobre la crisis catalana, que ha acogotado al gobierno, cegándole cualquier salida alternativa que tuviera un mínimo fuste. Lo que queda en el aire es si las cosas podían haber sido de otra manera. Aunque es posible es que eso sólo produzca melancolía.
Se ha dicho mil veces que el éxito en política depende del buen manejo de los tiempos, de acertar con el momento en que se deben tomar las iniciativas. Pero tan importante como eso, e indisolublemente unido a lo anterior, es anticipar los movimientos que pueda hacer el rival. Pedro Sánchez ha fallado en ambos extremos y ya le es prácticamente imposible rectificar.
Empecemos por lo segundo. Hace seis meses, cuando triunfó la moción de censura, la percepción generalizada, y también la del nuevo gobierno socialista, era que la derecha estaba noqueada. El PP se esforzaba por improvisar un nuevo líder en medio de la perplejidad por haber perdido el poder y de enormes dificultades y graves tensiones internas. Por su parte, los líderes de Ciudadanos no conseguían ocultar que el cambio de gobierno les había pillado fuera de juego y que se habían quedado sin discurso.
Eso ocurrió durante algunas semanas. Pero luego cambió, poco a poco pero sin pausa. Y en La Moncloa no dieron muestra alguna de que se habían dado cuenta. De hecho, es posible que no lo hayan visto hasta hace nada: ¿por qué si no el CIS ha seguido recibiendo instrucciones de fantasear sobre el crecimiento electoral del PSOE?
Machacado y hundido en las encuestas, el PP ha sabido mantener el tipo. Pablo Casado, que al principio parecía un pelele que miraba al cielo, ha demostrado ser un líder tenaz, inasequible al desaliento a la hora de repetir un discurso elemental, trufado de falsedades y demagogia, pero que ha sonado bien para quien estaba dispuesto a escucharlo. Albert Rivera ha hecho más o menos lo mismo, siguiendo sustancialmente el mismo guion, lo cual algún día puede costarle caro.
Pero hacía falta algo más que eso para salir del agujero. Y concretamente dos cosas. La una tiene nombre y apellido. Se llama José María Aznar. La otra es el apoyo formidable que la derecha tiene en su escuadra mediática, que en política, y más en las particulares condiciones españolas, contribuye con un elemento sustancial: el de imponer el discurso, el de orientar a la gente sobre lo que es prioritario, sobre cuáles son los asuntos que de verdad importan.
Cataluña ha sido el tema escogido en esta situación. Porque Pedro Sánchez tenía que pactar con los independentistas para tirar adelante, porque ese movimiento daba argumentos un día sí y el otro también, y porque los sentimientos de desconfianza, si no de animadversión, hacia lo que ocurre más allá del Ebro son amplios y antiguos entre muchos españoles.
Desde un primer momento, Pablo Casado no solo no ocultó sino que alardeó de que Aznar era su líder. Necesitaba de esas fotos en la que se le veía sumiso ante el expresidente del gobierno para mostrar que su peso político era mucho mayor del que le conferían sus hasta entonces limitadas dotes y su mediocre trayectoria. Aznar es un personaje denostado e incluso despreciado en la izquierda, pero sigue teniendo un gran predicamento en la derecha y, en particular, en los círculos del poder.
Es lamentable que alguien como él sea en estos momentos un personaje crucial de la escena política española. Pero hay que reconocerle que su vieja idea de que solo se avanza insistiendo hasta la saciedad en unos pocos mensajes fuertes, pulida y repulida tras no pocos sinsabores, ha terminado triunfando. Siguiendo su consigna, públicamente expresada con su tosco estilo desde el púlpito de FAES, el PP y Ciudadanos han conseguido que la crisis catalana aparezca como el principal y casi único problema de España a los ojos de muchos españoles. La prensa de derechas ha contribuido sustancialmente al logro de ese objetivo.
Y Pedro Sánchez no ha sabido cómo salir de esa trampa. Podía haberlo hecho. Pero por lo que fuera –su temor a meterse en un terreno que podía terminar atrapándole, el de provocar la reacción de una parte significativa del PSOE, o la falta de un verdadero proyecto a medio y largo plazo- no se ha atrevido a dar los pasos que le habrían permitido sortear esa presión.
Que tenía que pactar con los independentistas para seguir caminando era obvio hace seis meses como lo sigue siendo ahora. Pero también lo era que tenía que abordar esa tarea desde el primer momento, aprovechando el aura de éxito que le había proporcionado la moción de censura. Sin esperar a nada, y menos a que ERC o Puigdemont rebajaran sus exigencias a cambio de su apoyo. Entablando negociaciones prácticamente una semana después de haber llegado a La Moncloa. Y dispuesto a pagar el coste que ello implicaba. Como hizo José María Aznar en 1996, cuando concedió a Pujol todo lo que éste pedía a cambio de votarle en la investidura.
Aunque parte de ese coste fuera decir que el 1 de octubre en Cataluña no hubo rebelión ni sedición o que los líderes independentistas tenían que salir a la calle. El mundo no se habría hundido por haber hecho eso. Sí, la derecha la habría armado. Pero se habría tenido que tragar unos nuevos presupuestos. Sánchez pareció darse cuenta de eso hace poco más de un mes, cuando era demasiado tarde.
Por cierto, su fallo no exime un ápice de culpa a los líderes independentistas catalanes en el fracaso. Si la derecha vuelve al gobierno un día, que puede no estar muy lejos, Cataluña lo va a pagar. Dicen que Puigdemont y Torra creen que ese escenario les va a favorecer. Allá ellos.