martes, 18 de diciembre de 2018

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (053)

Ayuntamiento de Molina de Aragón

Se quejaban en exceso, llegando a humillar al padre en ocasiones, sin valorar tan siquiera que su tío Demetrio había conseguido, para todos sus vástagos, y los de su hermano el apellido Gimeno, con el que habían sido inscritos en el Registro Civil de Valdepeñas, ciudad cercana a La Encomienda, en dirección a Madrid. Se trataba de hacer desaparecer el vilipendiado Expósito de sus mayores. El restaurante la “Grandalla” de Tomasillo era muy frecuentado por clientes de excelencia, todos ellos directivos de empresas desplazados a la comarca desde sus centrales o matrices, radicadas en otras capitales españolas, además de viajeros de la carretera, que, año tras año, paraban con gusto en el establecimiento del digno matrimonio, que sabía complacerles en calidad gastronómica y trato de máxima corrección, no digamos ya de limpieza, ya que Teofila era enfermiza respecto del orden y la limpieza, características nada habituales en los establecimientos de carretera. 

Al igual que ocurría en la “Zagala”, los clientes de La Encomienda que acudían a la “Grandalla” eran sujetos irrelevantes socialmente, advenedizos y aprovechados de toda índole, incluidos alcohólicos, que acudían en sus motos, bicicletas o algún coche medio desvencijado, en el hostal eran aceptados, siempre que no molestaran a los viajeros; en el local de Tomasillo eran rechazados con amabilidad, aunque el bueno de Tomás no podía evitar que de noche, siempre después del último turno de cenas, aparecieran por allí un grupo de sinvergüenzas, amigos se decían del hijo, que les invitaba a café y licores de las mejores marcas, además de platos de queso y jamón, a modo de recena de aquella chusma. Esta gente andaba embolicada en un proyecto de Club de Alterne, Juan, ávido de amistades del pueblo, no solo les invitaba en el restaurante de sus padres, sino que cogiendo dinero de la caja del restaurante, se marchaba con ellos de juerga por los puticlús más cercanos, distantes de 10 a 20 kilómetros los pioneros de aquella actividad. 

En los años ‘80’ había muchos clubes de carretera y si tenías ganas y dinero no te quedabas sin fornicar, aunque ibas un poco a la aventura, no sabías que te encontrarías en el local, mejor acondicionado en su interior de lo que el caserón dejaba entrever, con aquellas luces siniestras y cables que iban desde el poste de la luz al interior del local; en aquellos años los clubes de la carretera no se anunciaban en los medios de comunicación, ibas a la aventura, pero solían estar señalizados y pegados a la carretera, normalmente funcionaba el boca a boca, si algún amigo había disfrutado de la experiencia pasaba el parte a los compañeros; muchos puteros eran partidarios de encontrar algo bueno fuera de su zona habitual, para evitar encontrarse con vecinos o conocidos del pueblo. 

En esos años había mucha mujer española, y alguna que era de nacionalidad sudamericana, principalmente brasileñas o colombianas. Los ‘80’ fueron años sin condón, a finales, en pleno apogeo del SIDA, la situación cambió y se pasó al todo con condón, por parte de los clientes españoles, más adelante, cuando nuestro país se llenó de inmigrantes, volvió el desmadre y el contagio de enfermedades de transmisión sexual aumentó de forma exponencial, incluido el SIDA, que envió a muchas de estas pobres desgraciadas a centros de acogida, en condición de enfermas terminales. En cualquier caso, la idea de contraer una enfermedad venérea era contemplada por muchos como un mal inevitable al mantener relaciones sin protección con mujeres de mala vida, que así se decía, como si la de los clientes fuera buena. 

En los años ochenta, como hemos dicho, casi todas las mancebas eran españolas, al igual que el resto de la población, que todavía no era multicultural, sería ya metidos en los años noventa cuando contratarían (es un eufemismo) mujeres de la Europa del Este, Rusia, Polonia y de la extinta Yugoslavia, y más tarde se incorporarían a los clubes de carretera algunas procedentes de Rumanía y Bulgaria. 

Los puticlús eran íntimos, dotados de luces tenues y las chicas iban en ropa interior, algunas con lencería fina y el sistema establecido de forma implícita consistía en invitarlas a unas copas para meterles mano e incluso algo más en el reservado. Las habitaciones solían ser pequeñas y cutres, aunque algunos disponían de habitación especialmente decorada y más limpia para clientes VIP.