sábado, 29 de diciembre de 2018

Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (57/58)

Ayuntamiento de Miguelturra

Empezó a mostrar celos ante Mercedes, que se reía de él y sentía complacida que los celos alimentaban, más si cabe, la intensa pasión que sentía por ella. No se atrevía a comentarle las insinuaciones que recibía de su padre respecto del nuevo invitado de Quintanilla, en el sentido de que Eulogio podía resultar un buen partido para ella y para la familia. La presión de Javier sobre Mercedes comenzó a hacer mella en la mujer; además le llegaban comentarios sobre los devaneos del mozo con las empleadas, ello provocó cierto rechazo y deterioro consiguiente de la relación que mantenían, aunque seguía enamoriscada, en parte por el placer que obtenía del joven, desconocido por muchas de sus amigas, aquellas que no lograban alcanzar el momento cumbre; que procuraban hablar de aquel tema con eufemismos y medias verdades, a tal punto llegaba la ignorancia de estas jóvenes en aquellos años, que veían con tristeza y desazón como los varones, novios, incluso maridos, se satisfacían sobre ellas en un tiempo breve, sin berrea, mucho menos complicidad; se trataba de aparearse y las familias contribuían a ello, al no existir comunicación con las hijas, al fin y al cabo, muchas de aquellas madres, no conocían el placer sexual completo, y tampoco parecía que le dieran mayor importancia. 

Lo de Mercedes era diferente, ella era consciente de que su relación ilícita, (para el sentir de su familia), no era conveniente, eran un cúmulo de sentimientos, algunos muy contradictorios, que hacían que empezara a no controlar su situación, aunque seguía arrebatada por su hombre; a veces verle, con mirada disimulada, hacía que la humedad impregnara su ropa interior, mojado ya el borde del pubis, y era un hecho indubitable para ella que era una mujer satisfecha, en ocasiones ayudada por ella misma, algo que no era imaginable en su mundo familiar y social. 

Eulogio había abandonado su pose indiferente y se mostraba solícito con ella, sin atreverse a insinuar sus sentimientos, confiaba más en la labor de zapa del padre; aquella mañana fría lucía un sol radiante, y decidió acercarse caminando al taller de su único amigo, si así podía considerarse la relación entre estos dos personajes malignos, llenos de envidia ambos y sin fortuna, fuera crematística o profesional, se trataba de gente sin futuro; aunque el Eulogio veía posibilidades de cambio, su instinto no le engañaba nunca, y Demetrio precisaba de su ayuda para mantener control sobre sus fantasmas, y él se consideraba la persona adecuada para mantenerlos alejados de “Zagala” y sus moradores. 

Demetrio ya había arreglado, de acuerdo con su nuera Isabel, la mujer de Diego, el matrimonio de Emilio, su hijo menor, con María, un verdadero ángel; junto con Isidra era la responsable de “Zagala”, aunque admitiendo siempre que el verdadero control del negocio era responsabilidad de Isidra, la hija mayor de Demetrio. El problema que se suscitaba era que, estando todos de acuerdo en la conveniencia de casar a la hija pequeña Mercedes, no opinaban lo mismo acerca del marido elegido, el tal Eulogio; al final, como siempre se impuso la voluntad de Demetrio, éste tampoco estaba de acuerdo en que la elección fuera la más acertada; pero su obsesión por controlar Quintanilla, le predisponía a disponer en su propia casa de un emisario o veedor de cualquiera de las circunstancias que podrían generar sospechas acerca de sicarios que le fueran enviados por algún familiar desestructurado psicológicamente por la matanza cometida con los suyos en aquellos años de sangre y fuego. 

Comenzaba a debatirse la posibilidad de que los responsables de la represión franquista rindieran cuentas ante la Justicia; pero no parecía nada probable; Franco había comenzado su Pax fusilando a mansalva y poniéndose de perfil cuando le hablaban de paseos, por entender que se referían a los de don Miguel de Unamuno por la plaza Mayor de Salamanca, antes de acudir a su tertulia diaria en el ‘Novelty’. Fusilando festejaba su penosa agonía, en alarde que el Señor le hizo pagar con unas melenas como cataratas y un encarnizamiento terapéutico más propio de enemigos que de yernos. Ajusticiar a aquellos cinco jóvenes activistas-homicidas fue algo parecido a una patada por la espalda al país, que perdió el prestigio que había ganado de pasito en pasito, con tecnócratas, opusdeistas y algún falangista empedrado, por una descarga de fusilería. Aquellos muchachos, que rechazaron vendarse los ojos y se subieron los jerseys, tejidos por sus novias en Yeserías, para que no los estropearan las balas. El General no tenía conocimiento del significado del perdón, el Cielo se abrió aquel 27 de Septiembre y proclamó sentencia inapelable: ¡morirás con dolor! y así fue, cada minuto de sufrimiento del Dictador era un grito justiciero de los muertos que acumulaba en palacio. 

Demetrio reunió a toda la familia, a excepción de Mercedes, a quien pidió disculpas y encargó del control de “Zagala II”, ayudada por su tía Edelmira; ambos hostales seguían trabajando a pleno rendimiento; lo que no era óbice para continuar con su política de explotación laboral, amen de incumplir las normas establecidas para la inclusión de todos los trabajadores por cuenta ajena en el Régimen General de la Seguridad Social; muchísimo menos disponer de un marco de relaciones laborales, ni tan siquiera de un cuadro horario; al verse obligados a realizar una sola comida a las seis de la tarde, por necesidades del servicio, a medianoche, liquidado el último turno de cenas, intentaban perderse con las muchachas, a quienes recogían en sus pueblos, después de permanecer de apostadero atentos a la llegada de la camioneta del marido de la Isidra, que cumplía su misión de devolverlas a sus casas, con sus hatillos de comida sobrante, regalada por los dueños o bien distraída de las neveras y congeladores. 

Si no había suerte con las muchachas acudían a bares del pueblo, los había que cerraban de madrugada y allí gastaban el montante de propinas conseguidas, escondido en faltriqueras de bajo vientre el producto de la sisa, que, en los tiempos de que hablamos, sumaban monto muy considerable. ‘Neme’ era, por así decirlo, ‘el jefe de los bandidos’, su único rival, además de gran amigo, era Javier; ambos ejercían el control de aquellos buenos muchachos que, en lugar de aprender un oficio, se hacían bachilleres del hurto, engaño, de la mentira y falsa promesa a aquellas muchachas, repletas del atractivo añadido de la hembra joven acostumbrada a mentir en su casa y a no hacer asco a las pajillas que, a veces, eran el último y gratificante recurso a que se veían obligadas en los coches viejos que los muchachos cuidaban con esmero, y que tantas veces, cubiertos de escarcha, incluso helados, había que arrancar a empujón, para poder volver a casa. Sexo lo que se dice sexo era el que practicaban en aquellas espartanas habitaciones, sin calefacción, en las que descansaban con motivo de fiestas y eventos, al tiempo que hacían incursiones (los hombres) por neveras y despensas. 

“Zagala II” era un mundo aparte, Diego se ocupaba de que sus empleados fueran familiares de ellos, o entre sí mismos, a los que controlaba y compraba, muy serio el gesto, cuando éstos le pillaban en las habitaciones del personal, casi de madrugada. Diego, al igual que su padre, no hacía vida social en La Encomienda, le había cogido gusto al Madrid de Demetrio; su mundo era el hostal y su vida extramatrimonial era la que podía pillar con las empleadas, todas jóvenes y bien dotadas, como las de enfrente. Su fisonomía y la capacidad de negociar todo tipo de posibilidades del negocio, así como el engaño continuado a proveedores, recordaban al hombre del Común de la Mancha, al merchero que llevaba dentro, de costumbres similares a las de los gitanos aunque no compartía origen étnico. 

Se le notaba preocupado; la propuesta de su padre sobre el casamiento de su hermana menor, la guapa Mercedes, por la que sentía especial aprecio, con aquel desconocido llegado de su pueblo le había desconcertado. Aspiraba a que su hermanita casara con un buen mozo de La Encomienda, tal que su propia mujer; si bien comprendía las razones de su querido padre, que temía a un marido clásico, y exigente en el sentido de llevarse a su esposa con él al pueblo, algo que resultaba de toda lógica. Diego era desconfiado, como lo son todos los truhanes, y estaba convencido de que el Eulogio era un don nadie, vamos, que no tenía la menor duda al respecto. Seguro que su padre valoraba esa condición como algo positivo para sus intereses.