domingo, 16 de diciembre de 2018

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (051)

Ayuntamiento de Pastrana

Consciente de su deformidad exageraba su gestualidad, procurando pegar al cuerpo el brazo más largo; de profesión caballista, según explicó sin ser preguntado por ello; el recién llegado Eulogio se mostraba encantado de conocer a Demetrio y a su familia, y hacía loas hacia la buena de Quiteria, como si fuera a aparecer por una de aquellas puertas del comedor. Hechas las presentaciones, una de las muchachas le acompañó a la habitación que habían asignado días antes para él, a rastras la vieja maleta que, al parecer de la chica, estaba llena de piedras. Ante la tesitura, cerca ya de la escalinata, se acercó uno de los camareros, el último de los llegados a “Zagala”, chico atento y huérfano de los que venían recomendados por el sacristán de la ermita del Nazareno de La Encomienda y se hizo cargo; el automóvil era un Renault 7 desvencijado que quedó aparcado debajo de una de las tejavanas, en la zona de servicios del hostal. 

Demetrio, repuesto de la primera impresión, ya pergeñaba planes de casamiento; cada vez eran más sonoros los rumores que ponían en cuestión la honra de su hija Mercedes, hora era de sujetar a la hermosa mujer en que se había convertido, y quien mejor que un hombre atildado, dentro de su deformidad, acostumbrado a llevar otro tipo de riendas, pero frenos, al fin y al cabo. Quizás hubiera una razón oculta, Demetrio sabía que su madre no le enviaría a un tipo petulante y engreído sin razón de peso, que no sería otra que su conocimiento de familias de Quintanilla que podrían tener agravios enquistados en el tiempo, que no olvidados. Cierto que Quiteria jamás se había entrometido en los asuntos y negocios de su hijo más querido, ella no olvidaba a qué fue sometido su hijo mayor por fuerzas que ninguno de los dos controlaba. 

- Tengo la impresión, comentaría con Rita, de que se alarga en el mentir y encarecer, dudo de que veamos sus caballos por aquí y le noto de haragán. – Ella, observadora como era, pidió que se dieran un tiempo, y que hablara por conferencia con la Quiteria, que a buen seguro ella esperaría noticias sobre impresiones de la familia acerca de la presencia del desmadejado Eulogio, que, a fe de primera vista semejaba un molino, bien que desarbolado, como ya se ha dicho, tal que si hubiera perdido el palo de gobierno. 

Él prefirió dejar para más adelante los planes de casamiento y decidió que hablaría largo con su madre, que vivía con su hermana Rosario de forma permanente; ¡cuántas veces pensó en reclamar a su madre y tenerla a su lado los últimos años de su vida! Demetrio era consciente del dolor que causaría a su tía Rosario y terminaba desechando la idea, con verdadera tristeza. 

A la mañana siguiente Eulogio, después del opíparo desayuno que dio orden Demetrio que le sirvieran, preguntó por un taller mecánico en la barra, donde le habían servido una copa de anís con hielo, y uno de los camareros más cortos y novato en aquellas lides de responder a las preguntas de los clientes, le explicó como dirigirse al cercano taller donde trabajaba el ‘chincheta’; hasta allí se dirigió Eulogio en su renqueante automóvil, fue recibido por el famoso y siniestro bacín, que al saber de quien se trataba, algo había escuchado sobre la prevista visita del amigo de Quintanilla, desplegó toda su amabilidad fingida y falso acogimiento, era un perro, como se decía allí, y olisqueaba hueso que morder. 

El ‘chincheta’ utilizaba una táctica de aproximación propia de esta tierra; agobiar al recién llegado con preguntas interesándose por su orígen y familia, lo que se conocía como averiguar, que se hacía de forma sentida, para tratar de impresionar gratamente al forastero, en este caso, y eso saltaba a la vista, se trataba de un parvenu, incapaz de ocultar las verdaderas razones de su visita a “Zagala”, que no eran otras que ser admitido por el clan y trabajar para ellos, utilizando la patente que le otorgaba su amistad con la familia de don Anselmo, con dos de cuyos hijos legítimos hacía de crápula y vividor por aquellos andurriales del Común de la Mancha. 

Habló al ‘chincheta’ de sus caballerizas, de la cuadra de caballos de monta de la que gozaba de ser propietario con otro socio, que había quedado al cargo del negocio. Aquél no creyó, dada su naturaleza, de suyo desconfiada, una palabra de la gauchada de los caballos, y menos de las instalaciones que refería poseer en Quintanilla.