miércoles, 26 de diciembre de 2018

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (056)

Ayuntamiento de Daimiel

Esa misma noche fueron detenidos dos de los rufianes metidos a empresarios en el submundo de la trata de blancas. El otro, aquel que impidió que la muchacha fuera violada salvajemente, había puesto tierra por medio y fue detenido dos días después en Linares (Jaén) en casa de unos familiares, donde se había refugiado.

Milagrosamente; Juan, el hijo de Tomasillo, no acudió, como era su costumbre, al club de sus amigos, por encontrarse indispuesto, lo cual le permitió seguir de cerca el proceso, y echar una mano a aquellos amigos, sin verse involucrado lo más mínimo. Juan era de suyo un bebedor compulsivo, pero no gustaba de temas de mujerío y prostitución. En su misma casa le habían inculcado el miedo a contraer enfermedades venéreas. 

Tampoco se vieron implicados en actos de violencia socialistas de La Encomienda que, posteriormente, asumirían cargos políticos de relevancia, a pesar de ser reconocidos por todos como unos sinvergüenzas, claro que la ola del ‘felipismo’ rampante encubría a tantos y tantos desaprensivos que se apuntaron al carro del vencedor, aunque solo fuera, en un principio, para recoger las boñigas de las mulas que tiraban del mismo, ya vendrían tiempos mejores, pensaban estos advenedizos que provenían, en gran parte, de Falange Española y las JONS, donde también había hecho sus pinitos un tal Felipe González Márquez.

Los tres fueron condenados, aunque sólo uno de ellos entró en prisión, donde cumplió pena de varios años y llegó a ser maltratado por otros reclusos. La tragedia tuvo mucha repercusión en la provincia, lo cual no impidió que los clubes de alterne siguieran proliferando en la zona, como en el resto de España. El club de estos patanes violentos pasó a otras manos, y años después fue escenario de un homicidio, lo cual provocó su cierre definitivo; se llamaba la “Rosa Amarilla” y era muy conocido en la zona, hasta él llegaban clientes desde pueblos situados a más de sesenta kilómetros.

Por La Encomienda pululaban ya los nuevos señoritos, se trataba de ganapanes malencarados y como perros se les conocía; socialistas de aluvión que estaban ya a punto de comenzar la andadura de un régimen político muy similar al del fenecido franquismo en lo fundamental, cual era la falta de libertades, la censura de prensa y la corrupción que superaría todos los límites que habíamos conocido durante el régimen anterior y que alcanzaría el clímax en la España profunda, cuyo máximo exponente era Castilla La Mancha, donde hordas de falangistas devinieron en socialistas en cuestión de meses, algo que, increíblemente, fue aceptado por el pueblo llano, en el fuero interno de la mayoría de vecinos, por seguir convencidos de las ventajas del régimen franquista, casi todos por ignorancia y ausencia de una vida en libertad, claro está, y los restantes por sumisión, tan propia del castellano viejo.

La relación entre Eulogio y el ‘chincheta’ marchaba viento en popa, éste proveía al invitado de los Expósito de gran cantidad de información referida a la familia y sus batallas internas, evitando mencionar a Mercedes, a la espera de ser preguntado y hasta repreguntado por ella, conforme ambos compinches se allegaban. Eulogio había conseguido cierta intimidad de parte del patriarca; cierto es que no sabía tanto como aparentaba, no obstante, al igual que hacía el propio ‘chincheta’, adornaba su información con invenciones, aportaba alguna noticia que era de su propia cosecha, o bien hablaba de oídas sin contraste alguno de sus fuentes; su interés era el de resultar conveniente para Demetrio, prendado como estaba de Mercedes, desde el momento en que la vio aparecer en el comedor la primera noche, la de su llegada a “Zagala”, y convencido de que aquella familia sólo le podía reportar beneficios y seguridad a futuro; había decidido no asediar a la muchacha; más bien, por el contrario, manifestar indiferencia, que no estuviera reñida con la cortesía y buenas maneras; esperaba el momento de hacer preguntas directas a su confidente, aquel mecánico caído del cielo cual maná para sus intereses espurios.

Javier era chico listo y no le pasaba desapercibido el pampaneo de aquel muerto de hambre allegado a su patrón; le seguía atentamente con la mirada y procuraba ser él quien atendiera su mesa en el yantar, a pesar de sus formas, ya que ni compostura tenía al sentarse, mientras sus brazos desiguales no paraban de girar, y cabía la desventura de que golpeara la sopera o cualquiera de las bandejas o plaqués y saltara la vianda por los aires