"La caída de Hispania" |
Sánchez ha abierto un nuevo escenario en el que el entendimiento de los partidos de izquierda aumenta la fuerza del Gobierno, descoloca a la oposición de derechas y confiere más claramente que antes la iniciativa al presidente. Con el paso del tiempo empieza a estar claro que el rasgo principal de la acción política de Pedro Sánchez es la audacia. Fueron audaces, aunque también algo insensatos, sus intentos por hacerse con la presidencia del Gobierno tras las elecciones de 2015. Fue audaz su asalto a la dirección del PSOE tras haber sido apartado de ella. Fue audaz su moción de censura contra Rajoy. Y ha sido audaz su decisión de aceptar la subida del salario mínimo a 900 euros para poder pactar los presupuestos con Unidos Podemos.
Hace unos días ese acuerdo parecía inevitable. Porque ninguna de las partes quería una ruptura que podría haber llevado a unas elecciones en las que ambos partidos tendrían que explicar, y no sería fácil, por qué habían impedido la unidad de acción de la izquierda. Pero en el último momento Podemos hizo saber que no podía tragar con todo, que necesitaba imperiosamente que ese acuerdo recogiera puntos importantes de su programa. Si no, ese pacto no les valía para nada, habría sido tan malo para ellos como las elecciones a corto plazo.
Y Sánchez entendió el mensaje. Y se tiró por el camino de en medio. El de los 900 euros, el aumento del gasto social, la revisión de la reforma laboral. Reconociendo, por primera vez en los hechos, la importancia y la autonomía política de Podemos. Y abriendo un nuevo escenario en el que el entendimiento de los partidos de izquierda aumenta significativamente la fuerza del Gobierno, descoloca nuevamente a la oposición de derechas y confiere mucho más claramente que antes la iniciativa al presidente.
Es una base de partida sólida y novedosa. Pero el camino que ahora tiene por delante el presidente del Gobierno no es fácil y puede torcerse gravemente. El primer escollo está en Bruselas. Se dice que Pierre Moscovici y los alemanes no le van a hacer la faena a Sánchez tumbándole su presupuesto a la primera de cambio. Porque necesitan a una España estable cuando Italia se ha puesto en su contra. Y porque los excesos que presentan las cuentas españolas no son un sapo tan grande como para que no puedan tragárselo.
Habrá que verlo. Es cierto que hay margen de maniobra para negociar y que el arsenal de triquiñuelas contables para hacer que las cosas no parezcan lo que son es prácticamente infinito. Por lo que dicen los que saben de esta materia tan inextricable, el acuerdo con la UE es factible. Pero entra dentro de lo posible que al final no se produzca. La única reflexión que cabe ante disyuntiva tan drástica es que difícilmente Pedro Sánchez y Pablo Iglesias habrían firmado sus 50 folios sin tener alguna seguridad mínimamente consistente de que Bruselas no va a echar por tierra su acuerdo a los pocos días de haberlo alcanzado.
Pongamos que esa dificultad se supera. Quedará entonces la tarea de articular la mayoría parlamentaria para aprobar las cuentas de 2019. Es decir, la de lograr el apoyo del PNV y los partidos soberanistas catalanes, aparte del de otras formaciones menores. El de los nacionalistas vascos parece bastante probable. No quieren elecciones y podrían obtener algunas modificaciones adicionales del texto a favor de sus intereses.
El de los partidos catalanes está menos claro, al menos en principio. ERC, el más proclive al entendimiento, ha dicho que no apoyará nada mientras Sánchez no instruya a la Fiscalía general del Estado para que inste a la modificación de la situación de los presos políticos. Torra ha puesto el listón aún más alto, pidiendo poco menos que se reconozca el derecho a decidir en cuestión de semanas.
Sánchez hará algún gesto de cara a esas exigencias. Pero ninguna concesión sustancial. No va a dar armas a la derecha justamente ahora que el viento corre moderadamente a su favor y cuando la cuestión catalana sigue siendo un elemento que pesa mucho en las opiniones electorales del conjunto de la población española.
Como siempre, por cierto. Sólo que ahora hay una novedad. La de que la unidad de acción del independentismo está rota. Y a ello también han contribuido las ofertas de diálogo que Sánchez ha hecho desde el día mismo en que llegó a La Moncloa. Que aún no cambiando nada en lo concreto, han rebajado objetivamente y de hecho la intensidad del discurso victimista del independentismo. Porque nadie serio en Catalunya puede decir hoy que Sánchez es igual que Rajoy y que le da igual que se adelanten las elecciones y gane la derecha.
Es imposible saber que harán al final ERC y los herederos de Convergència, cada uno por su cuenta. Pueden apoyar el presupuesto, que también beneficia a Catalunya, o negarse a ello. Pero si esto último ocurre no arruinaría definitivamente los planes del líder del PSOE. A la cabeza de los cuales figura su voluntad de seguir al menos hasta finales del año que viene y durante ese tiempo mejorar las posibilidades electorales de su partido. Porque si los partidos catalanes no le apoyan podría prorrogar el presupuesto de Rajoy y decir que si no hay 900 euros de salario mínimo es por culpa de Junqueras y de Puigdemont.
Los que no pueden influir en nada en la marcha de Sánchez son el PP y Ciudadanos. Sí, Casado podría ordenar a sus senadores que bloqueen el presupuesto si antes de eso el PSOE no ha abierto una vía para soslayar el veto de la cámara alta. Pero el líder del PP se lo debería pensar dos veces antes de tomar esa decisión. Porque podría regalar un argumento electoral muy valioso a los socialistas: el de que el PP habría impedido que cerca de dos millones de trabajadores vieran subido su salario hasta los 900 euros y otros millones lograran mejoras como consecuencia del efecto contagio que esa iniciativa provocaría.
La derecha tiene poco más que hacer, aparte de decir burradas como la de que estos presupuestos nos acercan a Venezuela. Está fuera de juego. Es Sánchez quien tiene la mano. Al menos, de aquí a las municipales y autonómicas. Su audacia, y no poca suerte, le han conferido ese papel. Sólo cabe esperar que no se lo crea demasiado. Porque entre la valentía y la irresponsabilidad hay un margen muy estrecho.