jueves, 5 de julio de 2018

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (023)

Ayuntamiento de Argamasilla de Alba

Demetrio y Rita eran gozosos padres de tres hijos, la recién llegada se llamaba Mercedes y a su bautizo, celebrado en la más absoluta intimidad, acudieron Antonio y Angelita, que eran incapaces de ocultar su admiración ante las obras de construcción de aquel hostal pegado a la carretera y las tierras que se ofrecían a su vista, a ambos lados de la carretera de Andalucía, al tiempo que mostraban alegría infinita por la felicidad que irradiaba su amada hija Rita. Todos convinieron en aumentar la frecuencia de estas visitas con estancias más largas, sobre todo por los nietos, que se desenvolvían con gran desparpajo y valentía; bien es cierto que el patriarca Demetrio no volvió a pisar Quintanilla, viéndose con su madre en Villanueva, con motivo de las visitas que hacían al convento donde permanecía Edelmira, que había cumplido catorce años entre aquellos muros, rodeada de tristeza compartida y bajo el manto protector de aquellas monjas que, aún picajosas y meticonas, educaban a las muchachas con buen trato y cierto cariño, no exento de rigor; a diferencia de los orfelinatos convencionales repartidos por toda la región, donde la disciplina se impartía con violencia a veces y malos modos siempre. Conviene recordar que la mayoría de huérfanos lo eran de aquellas familias republicanas desaparecidas, que era el eufemismo utilizado por los falangistas para referirse a los rojos asesinados, durante la contienda, pero sobre todo, al finalizar la misma. 

Don Anselmo, entrado en años, tomaba distancia con sus hijos emigrados, la edad le obligaba a depender, cada día más, de su familia legítima, y el porvenir de Quiteria devenía incierto en aquella situación, disponía del apoyo de su hermana Rosario, y a menudo quedaba a dormir en su casa, haciéndose un hueco acogedor, adonde trasladaba pertenencias de valor, cuya venta proporcionaba unos buenos caudales a las dos hermanas, objetos de valor de su propiedad, regalos de aquél hombre bueno, si relativizamos el término, ya que sus actos o instrucciones dadas a otros para la represión y el exterminio de sus paisanos desafectos le situaban fuera de la moral, a pesar de ser, como todos aquellos camaradas fascistones, un hombre de Iglesia. Quiteria, su amada manceba, era consciente de que los muertos, decomisos y apropiaciones, el dolor que había causado a sabiendas, todo ello comenzaba a perturbar su mente o cuando menos a provocar sensaciones de vacío y despiste que contribuían, a modo de autodefensa, a alejar de su corazón el atisbo de dolor que ya tenía visos de permanencia y tales desvaríos o ausencias eran anuncio de la demencia senil que sobrevendría en pocos años y obligaría a su internamiento en un geriátrico madrileño, que, en la realidad, era un sanatorio para enfermos mentales adinerados. 

España cambiaba a ojos vista, don Anselmo y sus conmilitones eran muy conscientes de ello, nuestro país se disponía a realizar algunos cambios, ciertamente estéticos, bien que el régimen lo hacía forzado por circunstancias internacionales, entre ellas, y no era una cuestión menor, la colaboración interesada de los EEUU y la actitud decidida emprendida por el propio presidente Eisenhower. Renació el optimismo entre las fuerzas enfrentadas al régimen franquista, muchas de ellas en el exilio europeo y también en México. Franco se encargó de apagar ese brote de esperanza en décadas posteriores; la teoría de Lampedusa de que ‘todo cambie para que nada cambie’ se puso de manifiesto en España con todo su realismo y crudeza. Aquél hombre pequeño y acomplejado, a quien se había negado el acceso en la Armada por sus orígenes plebeyos, Francisco Franco Bahamonde, el general más joven del Ejército, por méritos en el campo de batalla marroquí, siguió dirigiendo España con mano dura y negando libertades a los ciudadanos; lo cual no impidió que, en determinados círculos intelectuales y monárquicos, se sembrara la semilla de la contestación tímida, bien es cierto, al régimen imperante. 

Corría el año 1954 cuando llegó la noticia tanto tiempo esperada, Edelmira, la hermana querida al tiempo que desconocida, disponía de licencia eclesiástica y civil para ser entregada a custodia de los hermanos, ambos casados por la Iglesia y con sendos informes sobresalientes signados por el párroco y el vicario de La Encomienda. La muchacha, de gesto noble y decidido, tenía cierto parecido con Tomasillo, acababa de cumplir dieciséis años, y se adaptó con rapidez a su nueva familia, que era la legítima.